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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (45 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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—No existe ninguna patente que registre un mecanismo de esas características —afirmó Lucas.

Martín Pereda carraspeó y dirigió a Sara su mejor sonrisa de vendedor profesional.

—En primer lugar, señorita Aludel, debo disculparme por el error cometido por Vázquez. Vázquez ha estado muy estresado últimamente y siente mucho haber perdido los nervios, ¿no es cierto? —Vázquez asintió vigorosamente. Pereda prosiguió—: Es innecesario añadir que su puesto de trabajo sigue a su disposición. —Unió las yemas de los dedos—. En otro orden de cosas, debo confesarle que esta empresa puede estar interesada en adquirir esta tarjeta, y...

—En tal caso —le interrumpió Sara—, no quiero hacerle perder su valioso tiempo. Yo le diré mi precio. No pienso regatear, la cantidad es definitiva. Usted, sencillamente, diga sí o no.

Sara silabeó lentamente una cifra de ocho dígitos.

Martín Pereda parpadeó, tragó saliva y dijo:

—Sí. —Luego se volvió hacia Vázquez y le ordenó—: Vaya a contabilidad. Que preparen el cheque y un contrato.

El ejecutivo asintió solícito y se dirigió a la puerta.

Sara tuvo la impresión de que, al pasar junto a ella, Vázquez se encogía un poco y la miraba con... ¿miedo?

—¿Tiene el dinero? —El abogado enarcó las cejas—. Me sorprende usted, Sara...

Sara se cruzó de brazos y sonrió satisfecha. De repente, todos los problemas parecían haberse desmoronado; recuperaba su empleo, conseguía el dinero necesario para conservar el piso, Vázquez se convertía en un ejemplo de caballerosidad... Además, una puerta de su salón conducía a un lugar lleno de maravillas. Y, tras esa puerta, quizás esperándola, había alguien muy especial.

—Ya ve, señor abogado —la voz de Sara dejó traslucir cierta ironía—; ahora puede llamar al banco y decirles que Sara Aludel dispone de la cantidad necesaria para impedir que los tiburones se queden con su hogar.

—Por supuesto —dijo el abogado, todavía algo perplejo—. Lo haré inmediatamente, aunque empleando otras palabras, si no tiene inconveniente. —Dudó unos instantes—. Disculpe mi curiosidad, pero hace menos de una semana usted no tenía ni el dinero ni los medios para conseguirlo. Y ahora, dé repente...

—Ya le dije que creía en los milagros.

El abogado asintió, flemático.

—Tendré que empezar a creer yo también. —Se inclinó sobre la mesa y sonrió amistosamente—. En cualquier caso me alegro por usted, Sara. Y además, si me permite decírselo, su nuevo aspecto la favorece mucho. Parece distinta.

Sara respiró hondo y se irguió sobre su asiento. ¿Parecía distinta? Sonrió satisfecha: no.

Era distinta.

HE

Sara ha vuelto a su piso. Se ha cambiado de ropa, poniéndose el traje que le diera Betania. Y se ha maquillado, como le enseñara Betania. Y va a hacer lo que le sugiriera Betania: aprender a jugar.

Sara está junto a la puerta de Mansión, dudando. ¿Y Tomás? Llevaban juntos casi diez años, y ahora ella se disponía a arrojarse a los brazos de otro hombre... ¿Iba a traicionarle, así, alegremente, sin una llamada, sin una explicación? Pero ¿qué podía decirle? ¿Que tenía un nuevo vecino del que se había enamorado?

Un momento. ¿Realmente estaba enamorada de Yubal? Apenas le conocía, sólo le había visto unas horas... Pero, en fin, eso es lo que sentía por él: amor. O deseo, qué importaba.

Sara piensa que debe llamar a Tomás y decirle algo, aunque no sabe qué... Entonces recuerda que el tiempo transcurre de forma distinta en la casa del doctor Pétalo, que puede pasar allí, literalmente, toda una eternidad y encontrarse, al volver, con que en el mundo normal no ha transcurrido ni un segundo... De modo que dispone de un tiempo infinito para meditar.

Sara sonríe feliz y traspasa la puerta, entrando en Mansión, y cruza el Taj Mahal, y sale al Pasillo Central (encontrando alegre incluso aquel corredor ominoso), y entra en un ascensor, y pregunta: «¿Dónde está Yubal?» Y la voz grave de mujer sin cuerpo contesta: «Yubal se encuentra en la Abadía de Tintern.
Nun-resh-teth-nun-teth

Y Sara dice jubilosa: «¡Llévame allí!»

Le encontró en las ruinas de un monasterio inglés, entre los muros cubiertos de hiedra, junto a los arcos derruidos del claustro gótico. Era de noche; las estrellas llenaban de guiños el gran hueco abierto por el techo derrumbado. Un buho ululaba lejano.

Al ver a Yubal, Sara olvidó todo lo que tenía pensado decir.

Corrió hacia él con el corazón palpitando. Se abrazaron.

—No deberías haber venido —susurró Yubal, hundiendo su rostro en el cuello de Sara—. No puede haber nada entre nosotros, es imposible...

—¿Por qué, por qué, por qué...? —murmuró Sara, besándole los ojos—. ¿No quieres que esté contigo...?

—Claro que quiero, claro que sí... Dios mío, estás tan llena de vida... Tu piel, tu calor, tu aliento... hacen que me sienta real. —La besó en las sienes, y en la frente—. Pero te haré daño, voy a herirte...

—Oh, no, no, no. Ven... ven conmigo...

Y Sara se tumbó en el suelo, sobre la hierba húmeda, bajo la luz de la gran luna de verano, y tendió sus brazos a Yubal, y Yubal se arrodilló a su lado, y la besó en los labios, y luego, casi con urgencia, se quitaron las ropas y sus cuerpos se estrecharon, como queriendo ocupar el mismo espacio, y las manos de él exploraron, palmo a palmo, la piel de ella, y ella descubrió la geometría exacta de la pasión en cada uno de sus movimientos, de sus caricias y de sus besos.

Y allí, en las ruinas oscuras de la abadía, como ejecutando un ritual pagano, Sara y Yubal hicieron por primera vez el amor.

Desde aquel momento, y durante casi tres meses (según el peculiar y extravagante tiempo de Mansión), Sara y Yubal no se separaron ni un segundo.

Dormían en un palacio de Palmyra, la opulenta capital siria del siglo III, o en un pequeño templo de la Ciudad Santa de Anuradhapura, en Sri Lanka; almorzaban pescado en el comedor de una casa señorial de Paphos, frente a las playas de Chipre, o faisán con manzanas en el Salón de los Cantores del castillo de Neuschwanstein que construyera Luis II de Baviera. Más tarde salían a pasear por los jardines de Versalles, o por el parque de Fontainebleau, o por el Barrio de las Fuentes de Machu Picchu.

Durante dos semanas permanecieron encerrados en un pequeño apartamento del París de los años veinte, donde no se ocuparon de otra cosa más que de sí mismos: hicieron el amor, bailaron desnudos con la música quebrada de un viejo gramófono, comieron con deleite los platos exquisitos que les servían los tulpas, siempre silenciosos e inexpresivos, bebieron los vinos de Burdeos y Borgoña, y volvieron a hacer el amor, una y otra vez, entregándose mutuamente con pasión, memorizando cada centímetro de la piel del otro, cada humedad, cada gemido.

Y luego comenzaron a explorar el universo, buscando tras las puertas de Mansión planetas portentosos, asteroides de plata, cometas de hielo carbónico, soles dorados y lunas engalanadas.

Todo eso, y mucho más, era lo que podía proporcionarles la casa del doctor Pétalo; lugares mágicos, patios perfumados, palacios encantados... Siempre había un recinto nuevo en Mansión, siempre un lugar por descubrir, siempre una arquitectura donde soñar.

La vida de Sara se volvió cristalina y vibrante, bulliciosa y viajera como el agua de un torrente; y Yubal siempre a su lado, bello como una escultura renacentista, suave y amable, decadente y misterioso.

Y Sara floreció, como un rosal en primavera, se emborrachó de felicidad y deseo, se abrió, con abandono dichoso, al placer de no pensar, de sólo sentir.

La historia de su amor se grabó indeleblemente en los muros de Mansión. Pero, como todas las historias de amor, tuvo un comienzo y habría de tener un final también.

Y el final, como siempre, llegó demasiado pronto, y demasiado tarde a la vez.

Estaban en la Sala de los Abencerrajes del Patio de los Leones. La Alhambra del siglo catorce era muy diferente a la que Sara conocía. Todos los mocárabes del techo estaban pintados con brillantes colores, y las paredes llenas de minuciosos mosaicos y hermosos tapices, y los suelos cubiertos con alfombras de Persia y de la India.

El crepúsculo teñía de rojo el cielo, y la brisa llegaba cargada de aromas a mimosas y nardos. Las sombras del patio se agitaban con el tremolar de los hachones.

Sara se levantó de su lecho de almohadas y se desperezó, como un gato satisfecho. Yubal estaba en el patio, sentado en el suelo, punteando quedamente su laúd. Sara le miró y sonrió. Hacía casi tres meses que estaban juntos, y aún disponían de toda la eternidad. Salió de la sala y se acercó a su amante.

—¿En qué piensas, Yubal?

—En nada. Intentaba imitar el sonido de las fuentes —se encogió de hombros—; pero haría falta un laúd de agua.

Sara se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en la pierna del hombre.

Yubal también había cambiado mucho. Sus ojos ya no destilaban amargura, y la sonrisa había vuelto a su boca. Parecía relajado y tranquilo, incluso feliz, aunque a veces, de tarde en tarde, Sara todavía descubría un poso de tristeza en su mirada. Pero sí, había cambiado...

Y sin embargo... después de tantos meses juntos, él lo conocía todo acerca de ella; pero Sara no sabía nada sobre él. Ignoraba dónde había nacido (y cuándo), cómo había llegado a Mansión, qué había hecho durante quién sabe cuanto tiempo... Desconocía si hubo otras mujeres, si tenía amigos u otros parientes, aparte de Betania y el doctor... Y eso conducía, de nuevo, a la pregunta más intrigante: ¿qué le había ocurrido a Rosa Pétalo?

Sara observó de reojo el rostro de Yubal; no distinguió en él ni un ápice de melancolía. Sólo vio paz.

Quizás ahora fuese el momento adecuado... —Yubal... —Su voz vaciló como una llama cuando el gas se acaba—. ¿Cómo era tu madre?

Yubal dejó de rasgar el laúd. Su mirada se perdió en la oscuridad. Tardó mucho en contestar, y cuando lo hizo su tono era sombrío.

—Fue una mujer muy bella, y muy alegre. Constantemente estaba de buen humor, siempre con una sonrisa en los labios. Le gustaba mucho la música, y solía cantar. Yo tocaba para ella... Sara cogió la mano de Yubal. —¿Qué le pasó?

Yubal soltó la mano de Sara y se levantó, volviéndose de espaldas. Permaneció casi un minuto en silencio, los hombros caídos y la cabeza inclinada.

—¿Por qué? —dijo al fin—. ¿Por qué tenías que hablar ahora de esto ?

—Porque no sé nada de ti. —Sara se levantó—. ¿Dónde está tu pasado? Quiero compartirlo todo contigo, Yubal. Lo bueno y lo malo. Cuando te conocí parecías sufrir mucho. ¿Por qué? ¿Por la muerte de tu madre? Yo sé lo que es eso, y... —Tú no sabes nada... —la interrumpió. —Mis padres murieron en un accidente. De la noche a la mañana me quedé sola. Y me atormenté, y sufrí, y lloré. Pero un día descubrí que pensar en ellos no me hacía tanto daño. Y con el tiempo conseguí que su recuerdo sólo me inspirase ternura. Tu madre murió, y eso es muy doloroso; pero tú estás vivo, y debes seguir viviendo.

Yubal se volvió hacia ella. Su boca estaba contraída por un rictus amargo.

—¡No sabes nada! —gritó—. Esto no tiene que ver con mi madre. ¡Tiene que ver conmigo, y con Betania! —Con un brusco ademán, Yubal estrelló el laúd contra el suelo. Una única nota, discordante, acompañó a la lluvia de fragmentos.

Sara se encogió, asustada; nunca le había visto comportarse de un modo tan violento.

—No discutamos, por favor... —murmuró—. Vamos a olvidarlo, ¿quieres?

—¡No! —La respiración de Yubal era agitada—. Ya es tarde. Desde el principio fue tarde. Me engañé pensando que podía olvidar lo que soy. Pero eso es imposible. —Contuvo el aliento y cerró los ojos—. Te dije que iba a herirte, te avisé. Pues bien, Sara, no quiero volver a verte, no quiero que me busques, no quiero saber de ti. ¡Nunca más!

—Pero ¿por qué, Yubal? ¿Qué te pasa...? —Los ojos de Sara se humedecieron.

—No podrías entenderlo.

—Déjame intentarlo... por favor...

Yubal encajó la mandíbula. Sus ojos restallaron como aristas de hielo azul.

—¿Sí? ¿Quieres intentarlo? Pues escucha: soy la casa de mi padre... ¡Yo soy Mansión!

Sara parpadeó y apretó los labios, intentando contener el llanto.

—No te comprendo...

—Ya te lo dije. —Las facciones de Yubal se relajaron por primera vez, como abrumadas por el peso de una gran tristeza—. Perdóname, Sara... pero yo... yo... —Tragó saliva—. Lo siento. No me busques. Jamás debemos volver a vernos. Jamás.

Yubal se dio la vuelta y con paso decidido abandonó el patio saturado de aromas, desapareciendo entre las sombras de estuco y yeso, más allá del resplandor escarlata de las llamas que bailaban en los candiles y en los hachones.

Sara se quedó sola en aquel patio de piedra y agua, los ojos destilando dolor, y se agachó, y cogió un trozo del laúd roto, y lo apretó contra su pecho, y sus labios formaron, sin decirlo, el nombre de Yubal.

Sara corriendo por Pasillo Central. Entra en un ascensor.

—¡Llévame a donde esté Betania! —grita.

El mundo se convierte en un campo de estrellas.

—Suéltame... —dijo Betania, intentando zafarse de la mano de Sara—. ¿Estás loca...?

El ojo de Saturno espiaba desde el cielo azabache de Titán. Sara apretó con más fuerza el brazo de Betania.

—¡Ya basta! —La voz de Sara era imperiosa—. ¿Qué le ocurre a tu hermano?

—No tengo ni idea. ¡No lo sé!

—¡Estás mintiendo! —Sara la zarandeó—. Yubal dijo que era algo que os afectaba a los dos. ¿Qué?

Betania dejó de forcejear, sus ojos se extraviaron. —Yubal es tan serio... tan poco divertido... —Hablaba en voz baja, distante—. A veces dice cosas horribles. En cierta ocasión afirmó que nosotros... —Se detuvo, como extrañada ante lo que iba a decir.

—Continúa —la apremió Sara—. ¿Qué dijo? —Dijo que... que estamos muertos. —¿Muertos...?

—Qué tontería, ¿verdad? —Sus ojos se iluminaron de repente—. Pero no hay que hacerle caso. ¡Esta noche celebran una fiesta en el palacio de los Borgia! Me pondré un vestido bonito, y conoceré a hombres maravillosos, y beberé y bailaré toda la noche...

Cuando Sara abandonó el dormitorio, Betania continuaba hablando de naderías; la mirada perdida, las manos apretadas y el cuerpo balanceándose adelante y atrás, adelante y atrás...

Como un felino enjaulado, enloquecido por la cautividad.

—Pero, querida, cálmese. —Jorge movió nervioso la cabeza.

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