Authors: Nassim Nicholas Taleb
En realidad, como decía en el capítulo 8, los neoyorquinos nos beneficiamos de la quijotesca y exagerada confianza de las grandes empresas y de los empresarios de la restauración. Éste es el beneficio del capitalismo del que la gente menos habla.
Pero las empresas pueden quebrar cuantas veces quieran, ya que subvencionando a los consumidores transfieren su riqueza a nuestro bolsillo; cuantas más bancarrotas haya, mejor para nosotros. El Estado es algo más serio, y debemos asegurarnos de que no corremos con los gastos de su locura. Como individuos, nos debería encantar el libre mercado, porque quienes operan en él pueden ser tan incompetentes como quieran.
La única crítica que se le puede hacer a Hayek es que establece una distinción tajante de carácter cualitativo entre las ciencias sociales y la física. Demuestra que los métodos de la física no se trasladan a sus hermanos de la ciencia social, y culpa de ello a la mentalidad de orientación ingenierística. Pero Hayek escribía en un momento en que la física, la reina de la ciencia, parecía que pasaba como un bólido por nuestro mundo. Resulta que hasta las ciencias naturales son mucho más complicadas que todo esto, Hayek tenía razón en lo referente a las ciencias sociales, así como al confiar en los científicos puros más que en los teóricos sociales; pero lo que dijo sobre la debilidad del conocimiento social se aplica a cualquier conocimiento. A todos sin excepción.
¿Por qué? Porque a partir del problema de la confirmación podemos decir que sabemos muy poco sobre nuestro mundo natural; hacemos publicidad de los libros leídos y nos olvidamos de los no leídos. La física ha tenido éxito, pero no es más que un estrecho campo de la ciencia pura en el que hemos tenido éxito, y la gente tiende a generalizar ese éxito a toda la ciencia. Es preferible llegar a entender mejor el cáncer o el (altamente no lineal) tiempo atmosférico que el origen del universo.
Profundicemos un poco más en el problema del conocimiento y sigamos con la comparación entre Tony el Gordo y el doctor John del capítulo 9. ¿Los estudiosos entusiastas y maniáticos tunelan, es decir, se centran en categorías escuetas y olvidan las fuentes de la incertidumbre? Recordemos del prólogo la presentación que hacía de la platonificación como un enfoque de arriba abajo en un mundo compuesto de esas escuetas categorías.
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Pensemos en un ratón de biblioteca que decide aprender una lengua nueva. Va a aprender, por ejemplo, serbocroata o cungo leyendo una gramática de cabo a rabo y memorizando las reglas. Tendrá la impresión de que alguna autoridad gramatical superior fijó las normas lingüísticas para que la gente iletrada pudiera después hablar esa lengua. En realidad, las lenguas crecen de forma orgánica; la gramática es algo que personas que no tienen nada más apasionante que hacer en la vida codifican en un libro. Si el escolástico va a memorizar las declinaciones, el aplatónico que no sea un estudioso obsesivo adquirirá, digamos, el serbocroata reuniendo potenciales amigas en bares de las afueras de Sarajevo, o hablando con los taxistas, para luego (si es necesario) ajustar las reglas a los conocimientos que ya posee.
Pensemos de nuevo en el planificador central. Como ocurre con la lengua, no existe una autoridad gramatical que codifique los sucesos sociales y económicos; pero intentemos convencer al burócrata o al científico social de que es posible que el mundo no quiera seguir sus ecuaciones «científicas». De hecho, los pensadores de la escuela austríaca, a la que Hayek pertenecía, usaban las designaciones de forma tácita o implícita precisamente para aludir a esa parte del conocimiento que no se puede poner por escrito, pero cuya represión debemos evitar. Establecían la distinción que antes veíamos entre «saber cómo» y «saber qué», siendo esta última más escurridiza y dada a la torpeza.
Para decirlo con mayor claridad, el platónico va de arriba abajo, es formulaico, de mente cerrada, interesado y de naturaleza mercantil; el aplatónico va de abajo arriba, es de mente abierta, escéptico y empírico.
La razón de que haya escogido al gran Platón se hace evidente con el siguiente ejemplo de su pensamiento: Platón pensaba que deberíamos usar ambas manos con la misma destreza. Lo contrario no «tendría sentido». Pensaba que favorecer una extremidad sobre la otra era una deformación producto de la «locura de madres y niñeras». Le preocupaba la asimetría, y proyectaba en la realidad sus ideas sobre la elegancia. Tuvimos que esperar hasta Louis Pasteur para entender que las moléculas químicas eran diestras o zurdas, y que esto importaba considerablemente.
Se pueden encontrar ideas similares en varias ramas inconexas del pensamiento. Los primeros fueron (como de costumbre) los empíricos, cuya aproximación médica de abajo arriba, libre de teorías y «basada en pruebas» se asociaba sobre todo con Filno de Cos, Serapión de Alejandría y Glaucias deTarento, a quien después convirtió al escepticismo Menodoto de Nicomedia, y hoy famoso por su practicante vocal, nuestro amigo el gran filósofo escéptico Sexto Empírico. Como veíamos antes, Sexto fue quizás el primero en descubrir el Cisne Negro. Los empíricos practicaban las «artes médicas» sin basarse en el razonamiento; querían beneficiarse de las observaciones al azar tratando de adivinar, y para ello experimentaban y probaban hasta que descubrían algo que funcionaba. Su teorización era mínima.
Sus métodos se retoman hoy como medicina basada en pruebas, después de dos milenios de persuasión. Pensemos que antes de que se supiera de la existencia de las bacterias, y del papel que desempeñan en las enfermedades, los médicos criticaban la costumbre de lavarse las manos porque para ellos no tenía sentido, pese a la evidencia de una disminución significativa en el número de muertos en los hospitales. Ignaz Semmelweis, el médico de mediados del siglo xix que promovió la idea de lavarse las manos, no fue reivindicado hasta décadas después de su muerte. Del mismo modo, quizá «no tenga sentido» que la acupuntura funcione, pero si el hecho de introducir una aguja en el dedo gordo del pie alivia sistemáticamente el dolor (en pruebas empíricas debidamente realizadas), entonces podría ser que haya funciones demasiado complicadas para que las podamos entender; por tanto sigamos de momento como estamos, aunque siempre con la mente abierta.
Para repetir lo que dice Warren Buffet, no le preguntemos al peluquero si debemos cortarnos el pelo, ni preguntemos al académico si lo que hace es relevante. Así que voy a concluir esta exposición del libertarismo de Hayek con la observación que sigue. Como he dicho, el problema del conocimiento organizado es que hay alguna que otra divergencia de intereses entre las asociaciones académicas y el propio conocimiento. No puedo entender de ninguna manera por qué los libertarios actuales no se procuran un puesto de titular en los claustros (salvo, quizá, porque muchos libertarios ya son académicos). Hemos visto que las empresas pueden quebrar, mientras que los gobiernos permanecen. Pero mientras los gobiernos permanecen, a los funcionarios se les puede bajar de categoría y a los congresistas y senadores se les puede dejar sin cargo tras el resultado de las elecciones siguientes. En la universidad, un puesto de titular en el claustro es para siempre: el negocio del conocimiento tiene unos «propietarios» permanentes. Simplemente, el charlatán es más producto del control que de la libertad y la ausencia de estructura.
Si conocemos todas las condiciones posibles de un sistema físico, podemos, en teoría (aunque, como hemos visto, no en la práctica), proyectar su conducta hacia el futuro. Pero esto sólo se refiere a los objetos inanimados. Con las cuestiones sociales, nos encontramos con un escollo. Proyectar el futuro cuando están implicados los seres humanos es algo radicalmente diferente si los consideramos seres vivos y dotados de libre albedrío.
Si puedo predecir todas las acciones del lector en unas determinadas circunstancias, entonces es posible que éste no sea tan libre como piensa. Es un autómata que reacciona a los estímulos del entorno, esclavo del destino. Y la ilusión de libre albedrío se podría reducir a una ecuación que describe el resultado de las interacciones entre las moléculas. Sería como estudiar la mecánica de un reloj: un genio con conocimientos exhaustivos de las condiciones iniciales y las cadenas causales sería capaz de extender sus conocimientos al futuro de las acciones del lector. ¿No sería algo agobiante?
Sin embargo, si creemos en el libre albedrío no podemos creer de verdad en la ciencia social y la proyección económica. No podemos prever cómo actuarán las personas. Excepto, por supuesto, si existe algún truco, y este truco es la cuerda de la que cuelga la economía neoclásica. Presumamos simplemente que los individuos serán racionales en el futuro y, por consiguiente, predecibles. Existe un estrecho vínculo entre la racionalidad, la predictibilidad y la docilidad matemática. Un individuo racional realizará un conjunto exclusivo de acciones en unas circunstancias específicas. Hay una y sólo una respuesta a la pregunta de cómo actuarían las personas «racionales» que satisfacen sus mejores intereses. Los actores racionales deben ser coherentes: no pueden preferir las manzanas a las naranjas, las naranjas a las peras, y luego las peras a las manzanas. Si lo hicieran, sería difícil generalizar su conducta. También sería difícil proyectar ésta en el tiempo.
En la economía ortodoxa, la racionalidad se convirtió en una camisa de fuerza. Los economistas platonificados ignoraban el hecho de que las personas pudieran preferir hacer algo más que maximizar sus intereses económicos. Esto condujo a unas técnicas matemáticas como la «maximización» o la «optimización», sobre las que Paul Samuelson construyó gran parte de su obra. La optimización consiste en encontrar la política matemáticamente óptima que un agente económico pueda desear. Por ejemplo, ¿cuál es la cantidad «óptima» que se debe invertir en acciones? Esto implica unas complicadas matemáticas y, por consiguiente, levanta una barrera a la entrada de los estudiosos no formados en matemáticas. No sería yo el primero en decir que esta optimización atrasó la ciencia social, al reducirla de la disciplina intelectual y reflexiva en que se estaba convirtiendo a un intento de constituirse en «ciencia exacta». Por «ciencia exacta» entiendo un problema de ingeniería mediocre para aquellos que quieren simular que están en el Departamento de Física: la llamada envidia a la física. En otras palabras, un fraude intelectual.
La optimización es un ejemplo de modelado estéril del que volveremos a hablar en el capítulo 17. No tenía un uso práctico (y ni siquiera teórico), y de ahí que se convirtiera principalmente en una competición por ocupar posiciones académicas, una manera de hacer que las personas compitieran con la fuerza matemática. La tragedia es que se dice que Paul Samuelson, de mente rápida, es uno de los estudiosos más inteligentes de su generación. Éste fue sin duda un caso de inteligencia muy mal invertida. Lo habitual era que Samuelson intimidara a quienes cuestionaban sus técnicas diciéndoles: «Quienes saben, hacen ciencia; los demás hacen metodología». Quien supiera matemáticas, podría «hacer ciencia». Esto recuerda a los psicoanalistas que silencian a sus críticos acusándolos de tener problemas con su padre. Lamentablemente, eran Samuelson y la mayoría de sus seguidores quienes no sabían matemáticas, o no sabían cómo utilizar las que pudieran saber, cómo aplicarlas a la realidad. Sólo sabían las matemáticas suficientes para que los cegaran.
Lo trágico fue que, antes de la proliferación de los sabios ciegos e idiotas, hubo auténticos pensadores que habían iniciado una obra interesante, como J. M, Keynes, Friedrich Hayek y el gran Benoit Mandelbrot, todos los cuales fueron desplazados porque alejaban la economía de la precisión de la física mediocre. Algo muy triste. Un gran pensador subestimado es G. L. S. Shackle, hoy casi completamente desconocido, que introdujo la idea de «desconocimiento», es decir, los libros no leídos de la biblioteca de Umberto Eco. Rara vez se encuentran referencias a sus libros, que yo tuve que comprar en librerías de viejo de Londres.
Legiones de psicólogos empíricos de la escuela de la heurística y la parcialidad han demostrado que el modelo de conducta racional en condiciones de incertidumbre no sólo es una burda imprecisión, sino todo un error como descripción de la realidad. Los hallazgos de esos psicólogos también preocupan a los economistas platonificados, porque revelan que hay diversas formas de ser irracional. Tolstoi decía que las familias felices son todas iguales, mientras que las infelices lo son cada una a su manera. Se ha demostrado que las personas cometen errores como el de preferir las manzanas a las naranjas, las naranjas a las peras y las peras a las manzanas, en función de cómo se les formulen las preguntas relevantes. La secuencia es importante. Además, como hemos visto con el ejemplo del anclaje, las estimaciones que los sujetos hacen sobre el número de dentistas de Manhattan están influidas por el numero aleatorio que se les acaba de mostrar (el anclaje). Dada la aleatoriedad del anclaje, nos encontraremos con ella en las estimaciones. Por ello, cuando las personas toman decisiones incoherentes, el núcleo central de la optimización económica falla. Ya no podemos producir una «teoría general», y sin ella no podemos predecir.
Tenemos que aprender a vivir sin una teoría general, ¡por Plutón!
Recordemos el problema del pavo: contemplamos el pasado y deducimos una regla sobre el futuro. Bien, los problemas de proyectar desde el pasado pueden ser aún peores de lo que hemos descubierto, porque los mismos datos del pasado pueden confirmar una teoría y también la radicalmente opuesta. Si sobrevivimos hasta mañana, podría significar que a) somos más proclives a ser inmortales, o bien que b) estamos más cerca de la muerte. Ambas conclusiones se basan exactamente en los mismos datos. Si so mos el pavo al que se alimenta durante un largo período, podemos suponer ingenuamente que la alimentación confirma nuestra seguridad, o bien ser astutos y pensar que ello confirma el peligro de que se nos convierta en una suculenta cena. La conducta pasada de un empalagoso conocido puede indicar el genuino afecto que nos tiene y su preocupación por nuestro bienestar; pero también puede confirmar su deseo mercenario y calculador de hacerse un día con nuestro negocio.