Authors: Nassim Nicholas Taleb
Todos tenemos una idea de la utopía. Para muchos significa igualdad, justicia universal, ausencia de opresión, liberación del trabajo (para algunos, ésta sería la sociedad más modesta, aunque no más admirable, sin trenes de cercanías y sin abogados pegados al móvil). Para mí, la utopía es una epistemocracia, una sociedad en la que cualquier persona de rango es un epistemócrata, y donde los epistemócratas consiguen que se les elija. Sería una sociedad gobernada sobre la base de la conciencia de la ignorancia, no del conocimiento.
Lamentablemente, para ejercer la autoridad uno no puede aceptar su propia falibilidad. Simplemente, las personas necesitan estar cegadas por el conocimiento: estamos hechos para seguir a los líderes que sepan aglutinar a las personas, porque las ventajas de estar en grupos eliminan las desventajas de estar solo. Nos ha sido más rentable unirnos y seguir por la dirección equivocada que estar solos en la correcta. Quienes siguieron al idiota autoritario, y no al sabio introspectivo, nos transmitieron algunos de sus genes. Esta circunstancia queda manifiesta en una patología social: los psicópatas congregan a seguidores.
De vez en cuando, encontramos miembros de la especie humana con tanta superioridad intelectual que son capaces de cambiar de parecer sin ningún esfuerzo.
Observemos aquí la siguiente asimetría del Cisne Negro. Creo que el lector puede estar totalmente seguro de algunas cosas, y así debería ser. Puede estar más seguro de la desconfirmación que de la confirmación. A Karl Popper se le acusó de fomentar la duda sobre uno mismo, al tiempo que escribía en un tono agresivo y contundente (una acusación que a veces hacen a este autor personas que no siguen mi lógica del empirismo escéptico). Afortunadamente, desde los tiempos de Montaigne hemos aprendido mucho sobre cómo llevar a cabo la empresa escéptico-empírica. La asimetría del Cisne Negro nos permite estar seguros de lo que está mal, no de lo que pensamos que está bien. En cierta ocasión preguntaron a Karl Popper si uno «podía falsar la falsación» (en otras palabras, si se podía ser escéptico ante el escepticismo). Su respuesta fue que echaba a los alumnos de sus clases por hacerle preguntas mucho más inteligentes que ésta. Era duro, sir Karl.
Algunas verdades sólo alcanzan a los niños; los mayores y los no filósofos están absortos en las minucias de la vida práctica y deben preocuparse de «cosas serias», de modo que abandonan esas ideas por cuestiones aparentemente más relevantes. Una de estas verdades se refiere a la mayor diferencia de textura y calidad entre el pasado y el futuro. Llevo toda la vida estudiando esta distinción, de ahí que hoy la comprenda mejor que en mi infancia, pero ya no la contemplo con la misma viveza.
La única forma de poder imaginar un futuro «similar» al pasado es presumiendo que será una proyección exacta de éste y, por consiguiente, predecible. Del mismo modo que sabemos con cierta precisión cuándo nacimos, deberíamos saber con la misma precisión cuándo moriremos. La idea del futuro mezclado con el azar, y no como una extensión determinista de nuestra percepción del pasado, es una operación mental que nuestra mente no sabe realizar. El azar nos resulta demasiado confuso para que sea una categoría en sí mismo. Existe una asimetría entre el pasado y el futuro, y es demasiado sutil para que la comprendamos de forma natural.
La primera consecuencia de esta asimetría es que, en la mente de las personas, la relación entre el pasado y el futuro no aprende de la relación entre el pasado y el pasado anterior. Hay un punto negro: cuando pensamos en mañana no lo enmarcamos desde la perspectiva de lo que pensábamos ayer y anteayer. Debido a este defecto introspectivo no conseguimos aprender de la diferencia que existe entre nuestras predicciones pasadas y los subsiguientes resultados. Cuando pensamos en mañana, simplemente lo proyectamos como un día más.
Ese pequeño punto negro tiene otras manifestaciones. Si vamos al zoo del Bronx podremos ver cómo viven su ajetreada vida social nuestros parientes cercanos, los primates. También veremos a masas de turistas riéndose de la caricatura de los seres humanos que representan los primates de rango inferior. Imaginemos ahora que formamos parte de una especie de nivel superior (digamos que somos un «auténtico» filósofo o una persona realmente sabia) que es mucho más sofisticada que la de los primates humanos. No hay duda de que nos reiríamos de las personas que se ríen de los primates no humanos. Y es evidente que a esas personas que se divierten con los simios nunca se les ocurrirá la idea de que alguien pueda observarlos de la forma en que ellos observan a los simios; de ser así, aparecería la autocompasión. Y dejarían de reírse.
En consecuencia, un elemento de la mecánica según la cual la mente humana aprende del pasado nos hace creer en soluciones definitivas; pero no pensamos que quienes nos precedieron también creían que tenían soluciones definitivas. Nos reímos de los demás, y no nos percatamos de la posibilidad de que en un tiempo no muy remoto alguien esté igualmente justificado para reírse de nosotros. Esta conciencia conllevaría el razonamiento recursivo, o de segundo orden, de que hablaba en el prólogo, algo que no sabemos hacer muy bien.
Los psicólogos no han investigado ni etiquetado aún este bloqueo sobre el futuro, pero al parecer es algo similar al autismo. Algunas personas autistas pueden poseer una elevada inteligencia matemática o técnica. Sus destrezas sociales son deficientes, pero no es ésta la raíz de su problema. No saben ponerse en la piel de los otros, son incapaces de ver el mundo desde la perspectiva de los demás. Los ven como objetos inanimados, como máquinas, movidos por unas normas explícitas. Son incapaces de realizar operaciones mentales tan sencillas como la de «él sabe que yo no sé que yo sé», y es esta incapacidad la que obstaculiza sus destrezas sociales. (Resulta interesante que las personas autistas, cualquiera que sea su «inteligencia», también sean incapaces de entender la incertidumbre.)
Del mismo modo que al autismo se le llama «ceguera de la mente», a esta incapacidad para pensar de forma dinámica, de situarse uno respecto a un observador futuro, se la debería llamar «ceguera ante el futuro».
He buscado en la literatura sobre la ciencia cognitiva estudios acerca de la «ceguera ante el futuro», pero no he encontrado nada. Sin embargo, en la literatura sobre la felicidad sí encontré un análisis de los errores crónicos de predicción que nos hacen felices.
El error de predicción funciona como sigue. Estamos a punto de comprarnos un coche nuevo. Será algo que nos cambiará la vida, nos situará en un estatus superior, y hará que el viaje al trabajo sea una fiesta. Es tan silencioso que apenas podemos asegurar que el motor está en marcha, de modo que podremos escuchar los nocturnos de Rachmaninov mientras conducimos. Este coche nuevo nos provocará un sentimiento de satisfacción permanente. La gente dirá «¡mira!, ¡vaya coche!» cada vez que nos vea. Sin embargo, olvidamos que la última vez que nos compramos un coche también reñíamos las mismas expectativas. No prevemos que el efecto del coche nuevo acabará por menguar y que regresaremos a la situación inicial, como hicimos la última vez. Unas pocas semanas después de que hayamos sacado el coche nuevo del concesionario, se nos irá haciendo aburrido. De haberlo previsto, seguramente no lo habríamos comprado.
Estamos a punto de cometer un error de predicción que ya habíamos cometido. Y, sin embargo, ¡sería tan fácil la introspección!
Los psicólogos han estudiado este error de predicción en sucesos agradables y desagradables. Sobreestimamos los efectos que ambos tipos de sucesos futuros producirán en nuestra vida. Parece que nos encontremos en un aprieto psicológico que nos hace actuar de tal modo. A este aprieto Danny Kahneman lo llama «utilidad prevista» y Dan Gilbert, «previsión afectiva». La idea no es tanto que tendamos a errar en la predicción de nuestra felicidad futura, sino que no aprendemos de forma recursiva de las experiencias pasadas. Las pruebas de la existencia de un bloqueo y de ciertas distorsiones mentales se manifiestan en el hecho de que no sabemos aprender de los errores pasados al proyectar el futuro de nuestros estados afectivos.
Sobreestimamos en mucho la duración del efecto de la desgracia en nuestra vida. Creemos que la pérdida de nuestra fortuna o de la posición que ocupamos será devastadora, pero probablemente estamos equivocados, Lo más probable es que nos adaptemos a cualquier cosa, como seguramente hicimos en desventuras pasadas. Sentiremos un aguijonazo, pero no será tan terrible como imaginamos. Este tipo de error en la previsión puede tener una finalidad: motivarnos a realizar actos importantes (como comprar coches nuevos o hacernos ricos) y a evitar correr riesgos innecesarios. Y esto forma parte de un problema más general: al parecer, los seres humanos de vez en cuando nos autoengañamos un poco. Según la teoría del autoengaño de Trivers, se supone que éste nos orienta favorablemente hacia el futuro. Pero el autoengaño no es una característica deseable fuera de su ámbito natural. Nos previene frente a ciertos riesgos innecesarios; pero, como veíamos en el capítulo 6, no abarca toda una avalancha de riesgos modernos que no tememos porque no son vividos, como los riesgos en las inversiones, los peligros medioambientales o la seguridad a largo plazo.
Si nuestra profesión es la del vidente, la de describir el futuro a otros mortales menos privilegiados, se nos juzgará por el acierto de nuestras previsiones.
Heleno, de la litada, era un vidente de distinto tipo. Hijo de Príamo y Hécuba, era el hombre más inteligente del ejército troyano. Fue él quien, bajo el efecto de la tortura, dijo a los aqueos cómo iban a tomar Troya (al parecer no predijo que él mismo sería capturado). Pero esto no era lo que le distinguía. Heleno, como otros videntes, era capaz de predecir el pasado con gran precisión, sin que nadie le diera ningún detalle al respecto. Es decir, predecía en sentido inverso.
Nuestro problema no es sólo que no conocemos el futuro, sino que tampoco sabemos mucho del pasado. Necesitamos urgentemente a alguien como Heleno si queremos conocer la historia. Veamos cómo.
Consideremos el siguiente experimento del pensamiento que he tomado prestado de mis amigos Aaron Brown y Paul Wilmott:
Operación 1 (el cubito que se derrite): imaginemos un cubito de hielo y pensemos cómo se puede derretir en las próximas dos horas, mientras jugamos un par de rondas de póquer con los amigos. Intentemos imaginar la forma del charco resultante.
Operación 2 (¿de dónde salió el agua?): imaginemos un charco de agua en el suelo. A continuación, intentemos reconstruir en nuestra mente la forma del cubito de hielo que en cierto momento pudo ser. Pensemos que es posible que el charco no proceda de un cubito de hielo.
La segunda operación es más difícil. No hay duda de que Heleno tuvo que ser muy diestro.
La diferencia entre estos dos procesos está en lo siguiente. Si disponemos de los modelos correctos (y de un poco de tiempo, y siempre que no tengamos nada más que hacer), podemos predecir con gran precisión que el cubito se va a derretir (se trata de un problema específico de ingeniería sin complejidad alguna, más fácil que el que implicaba el de las bolas de billar). Sin embargo, a partir del charco de agua se pueden construir infinitos cubitos posibles, si es que realmente hubo ahí un cubito de hielo. Al primer sentido, del cubito al charco, lo llamamos el proceso hacia delante. El segundo, el proceso hacia atrás, es muchísimo más complicado. El proceso hacia delante se usa generalmente en física e ingeniería; el proceso hacia atrás, en los planteamientos históricos, no repetibles y no experimentales.
En cierto sentido, las limitaciones que nos impiden desfreír un huevo también impiden la historia de la ingeniería inversa.
Ahora bien, vamos a aumentar un poco la complejidad de ambos problemas dando por supuesta la no linealidad. Tomemos el paradigma que se suele llamar «la mariposa de la India» del descubrimiento de Lorenz que expusimos en el capítulo anterior. Como hemos visto, un pequeño input en un sistema complejo puede provocar grandes resultados no aleatorios, dependiendo de unas condiciones muy especiales. Una sola mariposa que bata sus alas en Nueva Delhi podría ser la causa segura de un huracán en Carolina del Norte, aunque quizás el huracán no se desate hasta un par de años después. Sin embargo, a partir de la observación de un huracán en Carolina del Norte es dudoso que podamos concebir las causas con alguna precisión: hay miles de billones de seres minúsculos como las mariposas que baten las alas en Tombuctú, o los perros salvajes que estornudan en
Australia, que podrían haber sido la causa del huracán. El proceso de la mariposa al huracán es mucho más simple que el proceso inverso desde el huracán a la potencial mariposa.
La confusión entre ambos está desastrosamente extendida en la cultura común. Esta imagen de la «mariposa de la India» ha engañado al menos a un cineasta. Por ejemplo, Le battement d'ailes du papilion, una película francesa de un tal Laurent Firode, trata de alentar a las personas a que se centren en las cosas pequeñas que pueden cambiar el curso de sus vidas. Puesto que un suceso pequeño (el pétalo que cae al suelo y nos llama la atención) puede llevarnos a escoger una y no otra persona con la que compartir la vida, deberíamos centrarnos en esos pequeños detalles. Ni el cineasta ni los críticos se daban cuenta de que hablaban del proceso hacia atrás; hay billones de estas cosas pequeñas en el transcurso de un solo día, y analizarlas todas está fuera de nuestro alcance.
Tomemos un ordenador personal. Podemos utilizar una hoja de cálculo para generar una secuencia aleatoria, una sucesión de puntos a la que podemos llamar historia. ¿Cómo? El programa informático responde a una ecuación muy complicada de naturaleza no lineal que produce unas cifras que parecen aleatorias. La ecuación es muy simple: si la sabemos, podemos predecir la secuencia. Sin embargo, para el ser humano es casi imposible plantear la ecuación al revés y predecir más secuencias. Estoy hablando de un programa informático instalado en un ordenador de una línea (llamado tent map o mapa-tienda) que genera unos cuantos puntos, pero no sobre los miles de millones de sucesos simultáneos que constituyen la historia real del mundo. En otras palabras, aun en el caso de que la historia fuera una serie no aleatoria generada por alguna «ecuación del mundo», dado que una ingeniería inversa de este tipo de ecuación no parece que esté dentro de las posibilidades humanas, habrá que considerarla aleatoria y no deberá llevar el nombre de «caos determinista». Los historiadores deberían mantenerse fuera de la teoría del caos y de las dificultades de la ingeniería inversa, excepto para hablar de las propiedades generales del mundo y descubrir los límites de lo que no pueden saber.