Los faros se aproximan, más y más grandes; las bocinas se desgañitan; el mecánico alarga el cuello hacia delante, entre las luces y los ruidos, y grita:
—No eres tus esperanzas.
Nadie contesta a su grito.
Esta vez, el coche que viene directo hacia nosotros nos esquiva justo a tiempo.
Viene otro coche que hace señales con las luces: largas, cortas, largas, cortas; tocando el claxon y el mecánico grita:
—No te salvarás.
El mecánico no lo esquiva, pero el otro coche sí.
Otro coche, y el mecánico chilla:
—Todos moriremos algún día.
Esta vez, el coche nos esquiva, pero el mecánico, con un volantazo, vuelve a cerrarle el paso. El coche nos esquiva y el mecánico vuelve a girar, frente a frente de nuevo.
En ese instante te deformas e hinchas. Durante ese instante nada importa. Mira a las estrellas y habrás desaparecido. Nada importa; ni tu equipaje ni tu mal aliento. Las ventanillas son oscuras por fuera y las bocinas se desgañitan a tu alrededor. Las luces parpadean cegándote: largas y cortas y largas, y nunca tendrás que volver a trabajar.
Nunca tendrás que volver a cortarte el pelo.
—Rápido —dice el mecánico.
El coche vuelve a esquivarnos y el mecánico se pone otra vez en su camino.
—¿Qué te gustaría haber hecho antes de morir? —me pregunta.
Con el coche derecho hacia nosotros, tocando la bocina, el mecánico está tan sereno que incluso aparta la vista de la carretera para mirarme y decir:
—Diez segundos para el impacto.
»Nueve.
»Ocho.
»Siete.
»Seis.
El trabajo —le digo—. Me gustaría dejar el trabajo.
La bocina sigue sonando mientras el coche nos esquiva y el mecánico no se cruza en su camino.
Más luces se aproximan y el mecánico se gira y les dice a los tres monos que van en el asiento trasero:
—Mirad, monos espaciales —dice—. Ya veis cómo se practica este juego. Espabilaos ahora o moriremos todos.
Un coche nos pasa por la derecha y en el parachoques lleva una pegatina que dice: «Conduzco mejor cuando estoy borracho». El periódico dice que miles de estas pegatinas aparecieron una mañana pegadas en los coches. Otras pegatinas dicen cosas como:
«Hazme puré.»
«Conductores borrachos contra las madres.»
«Reciclad todos los animales.»
Al leer el periódico, supe que el Comité de Desinformación había promovido esto. O el Comité de Daños.
Sentado junto a mí, nuestro sobrio y limpio mecánico del club de lucha me dice que sí, que las pegatinas forman parte del Proyecto Estragos.
Los tres monos espaciales permanecen callados en el asiento trasero.
El Comité de Daños está imprimiendo tarjetas de bolsillo de las líneas aéreas en las que aparecen los pasajeros luchando entre sí por las mascarillas de oxígeno mientras el avión cae envuelto en llamas hacia las rocas a dos mil kilómetros por hora.
Los Comités de Daños y Desinformación luchan por ver quién desarrolla antes un virus informático que maree los cajeros automáticos hasta que vomiten fajos de billetes de diez y veinte dólares.
El encendedor eléctrico salta al rojo vivo y el mecánico me pide que encienda las velas del pastel de cumpleaños.
Enciendo las velas y el pastel parpadea bajo un halo de fuego.
—¿Qué querrías haber hecho antes de morir? —dice el mecánico mientras de un volantazo nos pone en el camino de un camión que avanza hacia nosotros. El camión trompetea; brama una y otra vez y las luces de los faros, como un amanecer, brillan más y más hasta borrar la sonrisa del mecánico—. Pedid un deseo; rápido —le dice al retrovisor donde aparecen los tres monos espaciales sentados en el asiento trasero—. Nos quedan cinco segundos para caer en el olvido.
»Uno —dice.
»Dos.
El camión cubre el horizonte, ruge y emite una luz cegadora.
»Tres.
—Montar a caballo —dice una voz en el asiento trasero.
—Construir una casa —dice otra voz.
—Hacerme un tatuaje.
El mecánico dice:
—Creed en mí y moriréis para siempre.
Demasiado tarde. El camión intenta evitarnos y el mecánico también, pero la parte trasera del Corniche choca contra el extremo del parachoques del camión.
No es que lo supiera en aquel momento; lo que sé es que las luces, los faros del camión parpadean en la oscuridad; y soy lanzado contra la puerta y luego contra el pastel de cumpleaños y el mecánico al volante.
El mecánico está acurrucado contra el volante para mantenerlo recto y las velas de cumpleaños se apagan. Durante un instante perfecto, la luz deja de iluminar el cuerpo negro y cálido del coche y nuestros gritos alcanzan la misma nota profunda, el mismo tono quejumbroso que el claxon del camión; y estamos sin control ni salvación ni dirección ni escapatoria, y estamos muertos.
Querría morirme en este mismo instante. No soy nada comparado con Tyler.
Estoy desamparado.
Soy un estúpido y todo cuanto hago es desear y necesitar cosas.
Mi vida insignificante. Mi insignificante trabajo de mierda. Mis muebles suecos. Nunca, no, nunca le he dicho esto a nadie, pero antes de conocer a Tyler, estaba planeando comprarme un perro y llamarlo
Séquito
.
Así de mala puede volverse la vida.
Mátame.
Me aferro al volante y giro para volver a meternos en el tráfico.
Ya.
Preparados para evacuar el alma.
Ya.
El mecánico lucha por echarse a la cuneta, y yo lucho por morir de una jodida vez.
Ya. El asombroso milagro de la muerte. Eres un ser vivo que habla y camina y, al minuto siguiente, eres un ser inerte.
No soy nada; incluso menos que nada.
Frío.
Invisible.
Huele a cuero. Siento el cinturón de seguridad retorcido a mi alrededor como una camisa de fuerza, y cuando trato de incorporarme, me golpeo la cabeza contra el volante. Duele más de lo que debería. Mi cabeza descansa sobre el regazo del mecánico y, al mirar hacia arriba, mis ojos enfocan la cara del mecánico allá en lo alto, sonriente; está conduciendo y veo las estrellas más allá de la ventanilla del conductor.
Tengo las manos y la cara pegajosas de algo.
¿Sangre?
Crema de mantequilla escarchada.
El mecánico mira hacia abajo:
—Feliz cumpleaños.
Huelo el humo y me acuerdo del pastel de cumpleaños.
—Casi partes el volante con la cabeza —me dice.
Nada más que el aire nocturno y el olor a humo; las estrellas y el mecánico que me sonríe y conduce; mi cabeza en su regazo. De repente, no quiero incorporarme.
¿Dónde está el pastel?
—En el suelo —dice el mecánico.
Nada más que el aire nocturno y el olor a humo cada vez más intenso.
¿Conseguí mi deseo?
Por encima de mí, perfilándose contra las estrellas más allá de la ventana, su cara me sonríe.
—Las velas de cumpleaños —me dice— son de esas que no se apagan.
A la luz de las estrellas, mis ojos son capaces de percibir el humo que se desprende de los pequeños fuegos que hay esparcidos por la alfombrilla del coche.
El mecánico del club de lucha tiene el pie sobre el acelerador, permanece enfadado tras el volante, aunque de un modo sereno, y todavía nos queda algo importante por hacer esta noche.
Antes de que se acabe la civilización tendré que aprender a leer las estrellas y a orientarme por ellas. Todo está tranquilo, como si condujéramos un Cadillac por el espacio. Tenemos que haber salido de la autopista. Los tres tíos del asiento trasero se han desmayado o están durmiendo.
—Tuviste una experiencia casi de vida —dice el mecánico.
Levanta una mano del volante y me toca el cardenal donde la frente chocó con el volante. Está lo suficientemente hinchada como para cerrarme los dos ojos y el mecánico recorre la hinchazón con la yema de un dedo frío. El Corniche coge un bache en la carretera y el dolor se cierne sobre mis ojos como la sombra que produce una visera. Los amortiguadores y el parachoques traseros crujen y rechinan en la soledad que rodea a nuestra precipitación por la carretera de noche.
El mecánico me explica que el parachoques trasero del Corniche sólo está sujeto con unos cables y que casi fue arrancado al topar con el lateral del parachoques dentro del camión.
Le pregunto si lo de esta noche forma parte de su misión en el Proyecto Estragos.
—Es parte de ella —me dice—. He tenido que ejecutar cuatro sacrificios humanos y ahora debo recoger un cargamento de grasa.
¿Grasa?
—Para el jabón.
¿Qué está planeando Tyler?
El mecánico habla, y es como el mismísimo Tyler Durden.
—Los hombres más fuertes y listos que jamás hayan existido —su rostro perfilado contra las estrellas que se reflejan en la ventanilla del conductor— y son hombres que trabajan en gasolineras o sirviendo mesas.
La línea de la frente, las cejas, la pendiente de la nariz, las pestañas, la curva de los ojos y el perfil plástico de la boca destacan en negro contra las estrellas mientras habla.
—¡Si consiguiéramos llevar a esos hombres a campamentos de instrucción y terminar de formarlos...!
»Las pistolas se limitan a encauzar la explosión en una sola dirección.
»Hay un tipo de mujeres y de hombres jóvenes y fuertes que quieren dar sus vidas por una causa. La publicidad hace que compren ropas y coches que no necesitan. Generaciones y generaciones han desempeñado trabajos que odiaban para poder comprar cosas que en realidad no necesitan.
«Nuestra generación no ha vivido una gran guerra ni una gran crisis, pero nosotros sí que estamos librando una gran guerra espiritual. Hemos emprendido una gran revolución contra la cultura. La gran crisis está en nuestras vidas. Sufrimos una crisis espiritual.
«Nuestro deber es enseñar a esos hombres y mujeres la libertad a través de la esclavitud; y el coraje a través del miedo.
«Napoleón se jactaba de que podía conseguir que sus hombres dieran la vida por los jirones de una bandera.
«Imagínate cuando convoquemos una huelga y todos se nieguen a trabajar hasta que redistribuyamos la riqueza del mundo.
«Imagínate cazando alces por los bosques húmedos del cañón cercano a las ruinas del Rockefeller Center.
»Lo que dijiste de tu trabajo, ¿lo decías en serio? —dice el mecánico.
Sí, así era.
—Por eso hemos cogido el coche esta noche —dice.
Esto es una partida de caza y vamos a cazar para conseguir grasa.
Nos dirigimos al vertedero de material médico desechable.
Nos dirigimos al incinerador de material médico desechable y allí —entre las gasas quirúrgicas y las vendas ya usadas, y los tumores de diez años de antigüedad y los tubos intravenosos y las agujas desechables y despojos pavorosos, realmente pavorosos, entre las muestras de sangre y los trozos amputados— encontraremos más dinero del que podríamos llevarnos en una sola noche aunque tuviéramos un camión de basura.
Conseguiremos dinero suficiente para hundir con su peso el Corniche hasta el tope de los ejes.
—Grasa —dice el mecánico—. Grasa de liposucciones extraída de los muslos más ricos de América. Los muslos más ricos y orondos del mundo.
Nuestro objetivo son las grandes bolsas llenas de grasas de liposucciones, que acarrearemos hasta Paper Street y derretiremos y mezclaremos con lejía y romero, y se la venderemos a la misma gente que pagó para que se la extrajeran. A veinte pavos la pastilla, son los únicos que se lo pueden permitir.
—La grasa más rica y cremosa del mundo; la grasa del país —dice—. Lo cual hace de ésta una noche similar a las de Robin Hood.
Las velas de cumpleaños chisporrotean en la alfombrilla.
—Se supone que mientras estemos allí también habrá que buscar alguno de esos virus de hepatitis.
Ahora sí que iba a llorar de verdad, y un goterón rodó a lo largo del cañón de la pistola, recorrió la anilla del gatillo y se derramó por mi dedo índice. Raymond Hessel cerró los ojos y apreté con tanta fuerza la pistola contra su sien que él ya nunca dejaría de sentir su presión y yo estaba a su lado y era su vida y podía morir en cualquier momento.
No era una pistola barata y me preguntaba si la sal podría joderla.
Todo había ido sobre ruedas, reflexioné. Había hecho todo lo que el mecánico me había dicho. Para esto necesitábamos comprar una pistola. Estaba haciendo mis deberes.
Cada uno de nosotros debía llevarle a Tyler doce carnés de conducir como prueba de que había realizado doce sacrificios humanos.
Esta noche aparqué el coche y esperé en los alrededores del bloque a que Raymond Hessel acabara su turno en el Korner Mart, que abre toda la noche, y hacia las doce Raymond Hessel estaba esperando el autobús nocturno, cuando me acerqué y le saludé.
Raymond Hessel no contestó. Seguramente pensaba que quería su dinero, su salario mínimo; los catorce dólares de la cartera. Oh, Raymond, con tus veintitrés años te echaste a llorar y las lágrimas rodaron por el cañón de la pistola que te encañonaba la sien. No, no se trata de dinero. No siempre se trata de dinero.
Ni siquiera me dijiste «Hola».
No eres tu triste billetera.
Te dije: «Bonita noche; fría pero despejada».
Ni siquiera me dijiste «Hola».
«No eches a correr o tendré que dispararte por la espalda», te dije. Había sacado la pistola y llevaba un guante de látex para que, en el caso de que la pistola se convirtiera en la prueba A, no hubiera nada a excepción de las lágrimas secas de Raymond Hessell, caucasiano, veintitrés años de edad, sin marcas familiares.
Entonces, me prestaste atención. Tus ojos abiertos y espantados mostraban a la luz de la farola un color verde de anticongelante.
Cada vez que la pistola te tocaba la cara retrocedías un poco más como si el cañón estuviera muy caliente o muy frío. Hasta que te dije: «No retrocedas», y dejaste que la pistola te tocara, pero aun así apartabas la cabeza del cañón.
Me entregaste la cartera como te pedí.
Según decía el carné de conducir, te llamabas Raymond K. Hessel. Vives en el apartamento A del 1320 SE Benning. Tenía que ser un apartamento en el sótano. A los apartamentos ubicados en sótanos suelen darles letras en vez de números.
Raymond K. K. K. K. K. K. Hessel; a ti te hablaba.