El club de la lucha (13 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Intriga

BOOK: El club de la lucha
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Le dije al inspector que fue la nevera la que voló el apartamento por los aires.

—Estoy rompiendo las ataduras a la fuerza física y las posesiones terrenas —susurraba Tyler—, ya que sólo mediante la autodestrucción llegaré a descubrir el poder superior del espíritu.

La dinamita, dijo el inspector, tenía impurezas; residuos de oxalato de amoníaco y percloruro potásico, que hacían suponer que la bomba era casera; y el cerrojo de seguridad de la puerta de entrada estaba destrozado.

Le dije que aquella noche estaba en Washington D.C.

El inspector del teléfono me explicó que alguien había rociado el cerrojo de seguridad con un bote de freón y que luego lo había golpeado con un cincel frío para romper el cilindro. Así es como roban bicicletas los delincuentes.

—El redentor que destruya mis propiedades —dice Tyler— está luchando por salvar mi espíritu. El maestro que logre apartar las posesiones de mi camino me liberará.

El inspector dijo que, quienquiera que hubiese puesto la dinamita casera, podía haber abierto el gas y apagado las llamas piloto del horno días antes de que se produjera la explosión. El gas fue sólo el detonante. Tuvieron que pasar días antes de que el gas llenara el apartamento y alcanzase el compresor situado en la base de la nevera y el motor eléctrico del compresor provocara la explosión.

—Dile que sí —susurra Tyler—, que lo hiciste tú. Que tú volaste la casa. Es lo que quiere oír.

Le digo al inspector que no. No dejé el gas abierto y después me fui de la ciudad. Amaba mi vida. Amaba el apartamento. Amaba cada uno de los muebles. Eran mi vida. Todo: las lámparas, las sillas, las alfombras eran parte de mí. Los platos de los armarios eran parte de mí. Las plantas eran parte de mí. La televisión era parte de mí. Fui yo quien voló por los aires. ¿No se daba cuenta?

El inspector me dijo que no abandonara la ciudad.

Quince

Su señoría el presidente de la junta local del sindicato de operarios de cines independientes y del sindicato nacional de operadores de cine, tomó asiento.

En todo cuanto el hombre daba por supuesto ya fuera por dentro, por debajo o por detrás, algo horrible había estado creciendo.

Nada es estático.

Todo se destruye.

Lo sé porque Tyler lo sabe.

Durante tres años Tyler había cortado y montado películas para una cadena de cines. Las películas viajan en seis o siete carretes pequeños guardados en una maleta metálica. El trabajo de Tyler consistía en montar los carretes pequeños en una sola bobina que valiera para los proyectores automáticos y los rebobinadores. Al cabo de tres años de trabajo en siete cines —un mínimo de tres funciones por cine y estrenos todas las semanas—, eran cientos las copias que habían pasado por las manos de Tyler.

Mal asunto, pero, al aumentar el número de proyectores automáticos y rebobinadores, el sindicato ya no necesitaba a Tyler. El señor presidente de la junta local tuvo que llamar a Tyler y charlar con él.

El trabajo era aburrido y la paga era una mierda, y por eso, el presidente de la junta local del sindicato de operarios de cines independientes y del sindicato nacional de operadores de cine le estaba haciendo un favor laboral a Tyler Durden dándole una diplomática patada en el culo.

No consideres esto un despido, sino un reajuste de plantilla.

El señor presidente de la junta local dice en plan jodienda:

—Le agradecemos que haya contribuido a nuestro éxito.

Oh, eso no tenía importancia, dijo Tyler, y sonrió. Siempre y cuando el sindicato siguiera enviándole el cheque él mantendría la boca cerrada.

—Considere esto una jubilación anticipada con derecho a pensión —dijo Tyler.

Por sus manos habían pasado cientos de películas.

Películas que habían vuelto al distribuidor. Películas que habían vuelto a circular en reposiciones: comedias, melodramas, musicales, películas románticas y películas de acción y aventuras.

Sazonadas con los fotogramas pornográficos de Tyler.

Sodomía, felaciones, cunnilingus, sadomasoquismo.

Tyler no tenía nada que perder.

Tyler era un cero a la izquierda, la escoria de todos.

Todo esto me lo hizo memorizar Tyler para que se lo espetara seguidamente al gerente del hotel Pressman.

En el otro trabajo de Tyler, en el hotel Pressman, Tyler les dijo que era un don nadie. A nadie le importaba si moría o vivía, y ¡qué coño!, el sentimiento era mutuo. Todo esto me hizo memorizar Tyler para que lo repitiera en la oficina del gerente del hotel, con los guardias de seguridad sentados fuera, junto a la puerta.

Tyler y yo pasamos la noche contándonos historias cuando todo acabó.

Justo después de que se fuera al sindicato de operadores de cine, Tyler me mandó a enfrentarme con el gerente del hotel Pressman.

Tyler y yo nos parecíamos cada vez más, como gemelos. Los dos teníamos el pómulo hundido y la piel había olvidado cómo recomponerse tras los golpes y colgaba de las mejillas.

Las magulladuras eran del club de lucha; el rostro de Tyler, deformado por los golpes, era obra del presidente del sindicato de operadores de cine. Después de que Tyler saliera arrastrándose de las oficinas del sindicato, fui a ver al gerente del hotel Pressman.

Me senté en la oficina del gerente del hotel Pressman.

Soy la Venganza Descarada de Fulano.

Lo primero que dijo el gerente del hotel fue que tenía tres minutos para hablar. Durante los primeros treinta segundos le conté que me había meado en las sopas y tirado pedos sobre las
crémes brülées
, y que había estornudado en las endivias rehogadas y que quería que el hotel me mandase un cheque todas las semanas con el equivalente a mi sueldo habitual más las propinas. A cambio, nunca más volvería a trabajar ni acudiría a la prensa o a Sanidad para hacer una confesión llorosa y confusa de lo sucedido.

Los titulares:

«Camarero compungido confiesa haber contaminado la comida de un hotel.»

A buen seguro, iré a la cárcel —me digo—. Podrían colgarme y arrancarme las pelotas y arrastrarme por las calles y despellejarme y quemarme con lejía; pero el hotel Pressman siempre se recordaría como el hotel en que los ricos más ricos del mundo comían pis.

Las palabras de Tyler van saliendo por mi boca. Y yo, que antes era una persona encantadora.

En la oficina del sindicato de operadores de cine, Tyler se echó a reír cuando el presidente del sindicato le arreó un puñetazo. El puñetazo le hizo caer al suelo y Tyler se sentó apoyado en la pared y riéndose:

—Adelante, no puede matarme. —Tyler se reía.

»Gilipollas. Tal vez me saque la piel a tiras, pero no se atreverá a matarme.

Tiene demasiado que perder.

Yo no tengo nada.

Usted lo tiene todo.

Adelante, pégueme en el estómago. Déme otro puñetazo en la cara. Hágame saltar los dientes, pero no deje de pagarme el sueldo. Rómpame las costillas, pero si se olvida una sola vez de pagarme, haré público lo ocurrido y usted y su sindicato se hundirán con los pleitos de todos los dueños de cines, distribuidores de películas y mamaítas cuyos hijos tal vez vieran una erección durante la proyección de
Bambi
.

—Soy escoria —dijo Tyler—. Para usted y el resto del puto mundo, soy escoria, basura y un loco —le dijo Tyler al presidente del sindicato—. No le importa dónde vivo ni lo que siento, ni lo que como ni si alimento a mis hijos o si le pago al médico cuando me pongo enfermo. Y sí, soy estúpido y pusilánime y estoy aburrido, pero sigo siendo responsabilidad suya.

Sentado en aquella oficina del hotel Pressman, mis labios seguían partidos por diez sitios distintos como consecuencia del club de lucha. El ojete de la mejilla miraba al gerente del hotel Pressman de forma muy convincente.

En esencia, vine a decirle lo mismo que Tyler.

Después de zurrar a Tyler y tirarlo al suelo; después de ver que Tyler no ofrecía resistencia, su señoría el presidente del sindicato —con su corpachón enorme como un Cadillac, excesivo para aquella tarea—, su señoría, coceó a Tyler en las costillas y Tyler se echó a reír. Tyler se hizo un ovillo en el suelo y su señoría le pegó una patada en las costillas; pero Tyler seguía riéndose.

—Desahóguese —dijo Tyler—. Confíe en mí. Se sentirá mucho mejor. Se sentirá estupendamente.

En la oficina del hotel Pressman, le pregunté al gerente del hotel si me dejaba llamar por teléfono. Marqué el número de la redacción del periódico y, mientras el gerente del hotel me observaba, dije:

—Hola, he cometido un crimen horrible contra la humanidad como parte de una campaña de protesta política. Protesto contra la explotación de los trabajadores de la industria de la restauración.

Si iba a la cárcel no sería por haberme convertido en un pobre diablo desequilibrado que se meaba en la ropa. El asunto tendría una dimensión épica.

El camarero Robin Hood defiende la causa de los parias.

Habría muchas más implicaciones que las de un hotel y un camarero.

El gerente del hotel Pressman me quitó con suavidad el auricular de la mano. El gerente dijo que no quería que siguiera trabajando allí; no con el aspecto que tenía.

Estoy de pie, junto a la cabecera del despacho del gerente cuando grito: «¿Cómo?».

¿No le gustaría hacer esto?

Y sin pensármelo dos veces, mirando todavía al gerente, echo el puño hacia atrás y, con toda la fuerza centrífuga del brazo, describo una parábola, y me doy un golpe en el rostro que hace brotar sangre de las costras agrietadas de mi nariz.

Sin razón aparente, ahora recuerdo la noche en que Tyler y yo peleamos por primera vez. «Quiero que me pegues lo más fuerte que puedas.»

Este puñetazo no es tan fuerte como aquél. Me pego otro puñetazo. No está mal toda esa sangre, pero me lanzo hacia atrás contra la pared para hacer un ruido terrible y romper el cuadro que cuelga al fondo.

Los cristales rotos y el marco y el dibujo de flores y la sangre caen conmigo al suelo. Siempre haciendo payasadas. Soy un pobre imbécil. La sangre mancha la alfombra y me arrastro y planto las manos ensangrentadas en el borde de la mesa del gerente del hotel y le digo: «Por favor, ayúdeme», pero empiezo a reírme como un estúpido.

Ayúdeme, por favor.

Por favor, no me vuelva a pegar.

Vuelvo nuevamente al suelo y me arrastro a gatas manchando de sangre la alfombra. Lo primero que voy a decirle es «por favor». Así que mis labios permanecen sellados. El monstruo se arrastra por entre las encantadoras florecillas y las guirnaldas de la alfombra oriental. La sangre mana de mi nariz y se desliza garganta abajo y por la boca: está caliente. El monstruo anda a gatas por la alfombra y recoge por el camino polvo y pelusas que se le quedan pegadas a la sangre de las zarpas. Y se acerca gateando lo suficiente para agarrar al gerente del hotel Pressman por la pernera del pantalón de rayas y decir:

Por favor.

Y decir:

Por favor, un «por favor» que sale con una burbuja de sangre.

Y decir: Por favor.

Y la burbuja revienta manchándolo todo de sangre.

Y así queda Tyler libre para inaugurar todas las noches un club de lucha. Tras esto hubo siete clubes de lucha; después hubo quince clubes de lucha y después veintitrés clubes de lucha; sin embargo, Tyler quería más.

El dinero no dejaba de entrar en Paper Street.

—Por favor, déme el dinero, —le digo al gerente del hotel Pressman. Y vuelvo a soltar aquella risita estúpida. Por favor.

Y por favor no me vuelta a pegar.

Usted tiene tanto y yo no tengo nada. Me encaramo con las manos ensangrentadas por las perneras de rayas del gerente del hotel Pressman y él se echa con fuerza hacia atrás, apoyando las manos en el alféizar a sus espaldas, y hasta sus labios se retrotraen tras los dientes.

El monstruo afianza una zarpa sangrienta en el talle de los pantalones del gerente, y se pone de pie para aferrarse a su impecable camisa almidonada; y con las manos ensangrentadas, lo inmovilizo cogiéndolo por sus delicadas muñecas.

Por favor. Sonrío y es suficiente para que se me abran los labios.

Se produce un forcejeo mientras el gerente chilla e intenta apartarse de mí y de la sangre y de la nariz aplastada y de la porquería pegada a la sangre. Y justo en ese momento tan entrañable, los guardias de seguridad se deciden a entrar.

Dieciséis

Hoy viene en el periódico que unos desconocidos allanaron las oficinas de la Hein Tower entre los pisos décimo y decimoquinto; se descolgaron por las ventanas y pintaron en la cara sur del edificio una máscara sonriente de cinco pisos de altura, y prendieron fuego a las ventanas donde se abrían sus enormes ojos y cada uno de ellos resplandeció en llamas, inmenso, vivo e ineludible, sobre el amanecer de la ciudad.

En la foto de la primera página del periódico, la máscara parece una calabaza enfadada, un demonio japonés o el dragón de la avaricia suspendido en el cielo, y el humo son las cejas de una bruja o los cuernos del demonio. Y la gente grita mientras mira hacia arriba.

¿Por qué habían hecho eso?

Y, ¿quién lo habría hecho? Incluso después de apagar los dos fuegos, la cara seguía allí y era todavía peor. Sus ojos vacíos parecían vigilar a todo el mundo, pero, al mismo tiempo, estaban muertos.

Cada vez aparecen más noticias de este tipo en el periódico.

Por supuesto, en cuanto lees esta crónica, quieres saber de inmediato si forma parte del Proyecto Estragos.

El periódico dice que la policía no tiene pistas seguras. Pandillas de gamberros o extraterrestres, quienquiera que fuese, podía haberse matado gateando por las cornisas y balanceándose desde los alféizares con pulverizadores de pintura negra.

¿Era obra del Comité de Daños o del Comité de Incendios Provocados? Aquella cara gigantesca era seguramente la tarea encomendada la semana pasada.

Tyler lo sabría, pero la primera regla del Proyecto Estragos es que no se hacen preguntas sobre el Proyecto Estragos.

Tyler me cuenta que, en la sesión de esta semana del Comité de Asalto del Proyecto Estragos, enseñó a todos a usar una pistola. Las pistolas se limitan a encauzar la explosión en una sola dirección.

Tyler llevó una pistola y las Páginas amarillas a la última sesión del Comité de Asalto. Se reunieron en el sótano en el que el club de lucha se reúne los sábados por la noche. Cada comité se reúne una noche diferente.

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