El club de la lucha (9 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Intriga

BOOK: El club de la lucha
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—No lo niegues —dice Tyler—. El jabón y los sacrificios humanos se compenetran.

Dejas el pub junto con una riada de hombres que caminan entre el silencio de los coches mojados por calles en las que acaba de llover. Es de noche. Hasta que llegas al castillo de la piedra de Blarney.

El suelo de los pisos del castillo está podrido y subes por las escaleras de piedra mientras la oscuridad aumenta a tu alrededor en cada nuevo peldaño. Todos están tranquilos con la ascensión y la tradición de este pequeño acto de rebeldía.

—Escúchame —dice Tyler—. Abre los ojos.

»En la antigüedad —dice Tyler— los sacrificios humanos se ejecutaban en una colina que dominara un río. Miles de personas. Escúchame. Se ejecutaban los sacrificios y se ponían a arder los cuerpos en una pira.

»Llora si quieres —dice Tyler—. Ve al fregadero y deja que el agua corra sobre la mano, pero primero debes saber que eres un estúpido y que morirás. Mírame.

»Algún día —dice Tyler— morirás y, hasta que no seas consciente de ello, no me eres de ninguna utilidad.

Estás en Irlanda.

—Llora si quieres —dice Tyler—, pero cada lágrima que caiga sobre la lejía te dejará en la piel una cicatriz como la producida por un cigarrillo.

Meditación guiada. Estás en Irlanda el verano que acabaste la universidad, y quizá sea aquí donde quisiste por primera vez la anarquía. Años antes de conocer a Tyler Durden, antes de mear en tu primera
créme anglaise
aprendiste algo sobre los pequeños actos de rebeldía.

En Irlanda.

Estás de pie sobre una plataforma en lo alto de las escaleras de un castillo.

—Con vinagre —dice Tyler— se detiene la quemadura, pero antes tendrás que darte por vencido.

Después de que cientos de personas fueran sacrificadas y quemadas, me cuenta Tyler, una masa de residuos espesa y blanca se deslizó por el altar colina abajo en dirección al río.

Primero tienes que tocar fondo.

Estás en la plataforma de un castillo de Irlanda y una oscuridad insondable cubre el borde de la plataforma; delante de ti, en la oscuridad, a la distancia de un brazo, hay una pared de piedra.

—La lluvia —me cuenta Tyler— cayó año tras año sobre la pira, y año tras año se quemó gente, y la lluvia se filtró por entre las cenizas de la madera y se convirtió en una solución de lejía; la lejía se mezcló con la grasa derretida de los sacrificios y una masa de jabón blanca y espesa se deslizó por la base del altar y serpenteó colina abajo hacia el río.

Y los irlandeses que hay a tu alrededor caminan con su pequeño acto de rebeldía en la oscuridad hasta el borde de la plataforma, se detienen en el saliente de la oscuridad insondable y mean.

Y me dicen: «Vamos, mea un buen chorro de ese pis americano, rico, amarillo y atestado de vitaminas. Rico, caro y desperdiciado».

—Este es el momento más importante de tu vida —dice Tyler—, pero estás en otro sitio y te lo estás perdiendo.

Estás en Irlanda.

¡Oh!, y lo estás haciendo. ¡Oh, sí! Sí. Y hueles el amoníaco y la dosis diaria de vitamina B.

Tyler me cuenta que, tras mil años de matanzas y lluvias, los antiguos descubrieron que sus vestiduras se limpiaban mejor si las lavaban en aquel lugar, allí donde el jabón llegaba al río.

Meo sobre la piedra de Blarney.

—¡Qué tío! —dice Tyler.

Me meo en los pantalones negros con manchas de sangre secas que mi jefe no soporta.

Estás en una casa alquilada en Paper Street.

—Esto quiere decir algo —dice Tyler.

»Es una señal —dice Tyler. Tyler es un pozo de información valiosa—. Las culturas sin jabón —dice Tyler— utilizaban su propia orina y la de sus perros para lavarse el pelo y la ropa con el ácido úrico y el amoníaco que contenían.

Hay olor a vinagre, y el fuego que te abrasa la mano, al final de esa larga carretera, sale fuera de ti.

Hay olor a lejía, que te escalda los sinus nasales y hay ese olor vomitivo a hospital, como de pis y vinagre.

—Fue justo matar a toda esa gente —dice Tyler.

El dorso de tu mano está hinchado, rojo y brillante como un par de labios idénticos a los del beso de Tyler. Diseminados en torno al beso están los puntos de las quemaduras del cigarrillo de alguien que ha estado llorando.

—Abre los ojos —dice Tyler. Su rostro está cuajado de lágrimas—. Felicidades —dice Tyler—. Estás un paso más cerca antes de tocar fondo.

»Tienes que saber que el primer jabón se fabricó con héroes —dice Tyler.

Piensa en los animales que se emplean al experimentar productos.

Piensa en los monos que lanzan al espacio.

—Sin sus muertes, su dolor, sin su sacrificio —dice Tyler— no tendríamos nada.

Diez

Paro el ascensor entre dos pisos mientras Tyler se desata el cinturón. Al detenerse el ascensor, los cuencos de sopa apilados en el carrito dejan de tintinear y cuando Tyler levanta la tapa de la sopera el vapor se eleva hasta el techo.

Tyler se la saca y dice:

—Si me miras no podré hacerlo.

Es una sopa de tomate con cilantro y almejas. Nadie olerá lo que echemos de más en ella.

Le digo que se apresure y al mirar a Tyler por encima del hombro veo cómo mete el último centilitro en la sopa. Tiene gracia: se parece a un elefante vestido con la camisa blanca y la pajarita de un camarero bebiendo sopa con su trompa pequeña.

Tyler me dice:

—Te dije que no miraras.

La puerta del ascensor tiene una ventanilla a la altura de la cara, que me permite observar el pasillo del servicio de banquetes. Con el ascensor parado entre dos pisos, mi visión es como la de una cucaracha que se pasea por el linóleo verde. Desde aquí, a la altura de una cucaracha, el pasillo verde llega hasta unas puertas que están medio abiertas, y tras las cuales, hay titanes que beben barriles de champán en compañía de sus gigantescas esposas, mientras se saludan con bramidos y agitan manos en las que portan diamantes de tamaño increíble.

—La semana pasada —le cuento a Tyler—, cuando los abogados del Empire State se reunieron aquí para celebrar la fiesta de Navidad, se me puso dura y la metí en todas las mousses de naranja.

La semana pasada, dice Tyler, paró el ascensor y se tiró un pedo en el carrito de los
boccone dolce
para el té de la Liga Juvenil.

Tyler sabe que el merengue absorbe mucho los olores.

A la altura de una cucaracha, oímos al arpista cautivo tocar mientras los titanes se llevan a la boca pedazos de chuletas de cordero, cada trozo del tamaño de un cerdo, cada boca, un afilado Stonehenge de marfil.

Venga, vamos.

—No puedo —dice Tyler.

Si la sopa se enfría, la mandarán de vuelta a la cocina.

Los gigantes devolverán algún plato sin razón aparente. Sólo quieren ver cómo te afanas por su dinero. En una cena como ésta, con fiesta y banquete, saben que la propina está incluida en la cuenta y te tratan como basura. La verdad es que nada vuelve a la cocina. Cambia de sitio las
pommes parisienne
y los
asperges hollandaise
, sírveselos a otro y verás que, como por encanto, ya estarán bien.

Las cataratas del Niágara. El río Nilo, le digo. En la escuela creíamos que si metías la mano de alguien dormido en un cuenco con agua caliente, mojaba la cama.

Oigo a Tyler detrás de mí:

—¡Oh! ¡Oh, sí! ¡Oh! Lo he conseguido. ¡Oh, sí! Sí.

Más allá de las puertas entreabiertas del pasillo de servicio, dentro de las salas de baile, se ven faldas elegantísimas de color oro y negro y rojo, tan altas como el telón de terciopelo dorado del antiguo teatro Broadway. De vez en cuando aparecen dos Cadillacs de cuero negro con cordones donde deberían estar los parabrisas. Por encima de los coches se mueve una ciudad de bloques de oficina con fajas rojas.

No pongas demasiado, le digo.

Tyler y yo nos hemos convertido en terroristas de la industria de la restauración, en guerrilleros. Saboteadores de banquetes nocturnos. El hotel organiza banquetes, y cuando alguien encarga una cena, obtiene la comida, el vino, la vajilla de porcelana, la cristalería... y los camareros. Se les trata a lo grande, todo va incluido en la cuenta. Y como saben que no pueden amenazarte con negarte la propina, no eres para ellos más que una cucaracha.

Una vez Tyler trabajó en una fiesta nocturna. Fue entonces cuando Tyler se convirtió en un camarero renegado. En esa primera fiesta, Tyler servía el primer plato en una casa de cristal blanca como una nube, que parecía flotar sobre la ciudad y que tenía las patas de acero fijadas sobre una colina. A mitad del primer plato, mientras Tyler enjuaga la vajilla para la pasta, la anfitriona entra en la cocina con un trozo de papel que se agita como una bandera en su mano temblorosa. Hablando entre dientes, la señora pregunta si los camareros han visto a algún invitado bajar al recibidor que lleva a los dormitorios; sobre todo, a alguna de las invitadas o al anfitrión.

En la cocina, Tyler, Albert, Len y Jerry enjuagan y apilan los platos, y Leslie, el cocinero, unta con mantequilla de ajo los corazones de alcachofa rellenos de gambas y caracoles.

—Se supone que no debemos ir a esa parte de la casa —dice Tyler.

Entramos por el garaje. Lo único que nos permiten ver es el garaje, la cocina y el comedor.

El anfitrión aparece en el umbral de la puerta de la cocina, tras su mujer, y le quita el trozo de papel de la mano temblorosa.

—No pasa nada —dice él.

—¿Cómo me presentaré ante los invitados sin saber quién lo hizo? —dice la señora.

El anfitrión apoya su mano en la espalda del vestido de fiesta de seda blanca que hace juego con la casa, y la señora se yergue con la espalda recta y los hombros firmes, y se calma al instante.

—Son tus invitados —le dice el anfitrión— y es una fiesta muy importante.

Tiene mucha gracia: parece un ventrílocuo dando vida a una marioneta. La señora mira a su marido, y con un ligero empujón, el anfitrión se lleva a su mujer de vuelta al comedor. La nota cae al suelo y las puertas de la cocina —
sss, sss
— barren la nota, que alcanza los pies de Tyler.

—¿Qué dice? —pregunta Albert.

Len sale a recoger los platos de pescado.

Leslie vuelve a meter en el horno la bandeja con los corazones de alcachofa y pregunta:

—¿Y bien?, ¿qué dice?

Tyler mira directamente a Leslie y, sin molestarse siquiera en recoger la nota, dice:

—«He vertido cierta cantidad de orina en al menos una de sus muchas y elegantes fragancias.»

Albert sonríe:

—¿Te measte en su perfume?

No, dice Tyler. Se había limitado a dejar la nota entre los frascos. Tiene unos cien frascos en la repisa del espejo del cuarto de baño.

Leslie sonríe:

—Así que no llegaste a hacerlo, ¿eh?

—No —dice Tyler—, pero eso ella no lo sabe.

Durante el resto de aquella noche en una fiesta blanca y de cristal en el cielo, Tyler fue retirando de la mesa de la anfitriona, primero el plato de alcachofas frías; luego la ternera fría con las
pommes duchesse
frías; luego el
choufleur a la polanaise
frío, y Tyler siguió llenando de vino su copa unas doce veces. La señora, sentada a la mesa, observaba a todas y cada una de sus invitadas mientras comían, hasta que, mientras retiraban los sorbetes y se servía el
gáteau
de albaricoque, el asiento que ocupaba la señora en la cabecera de la mesa quedó repentinamente vacío.

Estaban fregando los platos después de marcharse los invitados y cargaban las neveras portátiles y la vajilla de porcelana en la furgoneta del hotel, cuando el anfitrión entró en la cocina y le preguntó a Albert si podía ir a ayudarle con algo pesado.

Leslie dice que tal vez Tyler llegara demasiado lejos.

Con voz alta y clara Tyler explica cómo se matan ballenas para destilar un perfume que cuesta al peso más que una onza de oro. La mayoría de la gente no ha visto nunca una ballena. Leslie tiene dos crios en un apartamento junto a la autopista, y la anfitriona tiene en su cuarto de baño invertidos más dólares en frascos de perfume de los que conseguiríamos ganar en un año.

Albert vuelve de ayudar al anfitrión y marca el número 911. Albert cubre el auricular del teléfono con la mano y le dice a Tyler que no debería haber dejado esa nota.

—Pues coméntaselo al administrador —dice Tyler—. Haz que me despidan. Me importa un bledo este trabajo de mierda.

Todos se miran los pies.

—Lo mejor que nos podría ocurrir —dice Tyler— es que nos despidieran. De esa forma dejaríamos de intentar ir tirando y haríamos algo de provecho en nuestra vida.

Albert pide por teléfono una ambulancia y les da la dirección. Mientras espera al teléfono, Albert nos explica que la anfitriona está hecha un asco. Albert tuvo que recogerla junto al retrete. El anfitrión no logró levantarla, porque la señora dice que fue él quien se meó en los frascos de perfume y que intenta volverla loca teniendo una aventura con una de las invitadas, justo esa noche, y que está cansada, cansada de toda esa gente a quienes llaman amigos.

El anfitrión no puede levantarla porque la señora se ha caído detrás del retrete con su vestido blanco y agita la mitad de un frasco de perfume roto. La señora dice que le cortará la garganta si intenta tocarla.

—Genial —dice Tyler.

Albert apesta a perfume y Leslie le dice:

—Albert, querido, apestas a perfume.

No hay forma de salir del cuarto de baño sin esa peste, dice Albert. Por el suelo yacen rotos todos los frascos de perfume y el retrete está lleno hasta arriba de frascos. Parecen hielo, dice Albert, como en las fiestas más locas del hotel, cuando tenemos que llenar los orinales con hielo picado. El cuarto de baño apesta a perfume y el suelo parece de gravilla, lleno de trozos plateados de un hielo que no se derretirá. Y cuando Albert ayuda a la señora a levantarse, su vestido blanco está húmedo con manchas amarillas y la señora intenta golpear al anfitrión, resbala sobre el perfume y los cristales rotos, y aterriza sobre las manos.

La señora llora y sangra y se hace un ovillo contra el retrete.

—¡Oh, esto apesta! —dice—. ¡Oh, Walter, apesta; apesta! —dice la señora.

El perfume apesta —todas aquellas ballenas muertas metiéndosele en los cortes de las manos—, apesta.

El anfitrión levanta a la señora cogiéndola por la espalda y la señora mantiene las manos extendidas hacia arriba como si rezara, apenas separadas entre sí unos centímetros; la sangre corre por las palmas y por las muñecas y por la pulsera de diamantes hasta llegar a los codos, por donde cae goteando.

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