El club de la lucha (4 page)

Read El club de la lucha Online

Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Intriga

BOOK: El club de la lucha
9Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tyler se encogió de hombros y me indicó que los cinco troncos eran más anchos por la base. Tyler me mostró la línea que había trazado en la arena y la forma en que había calculado con ella la sombra proyectada por cada tronco.

A veces te despiertas y tienes que preguntarte dónde estás.

Lo que Tyler había creado era la sombra de una mano gigantesca. Sólo que ahora sus dedos eran tan largos como los de Nosferatu y el pulgar era demasiado corto, aunque me dijo que a las cuatro y media exactamente, la mano sería perfecta. La sombra gigantesca de la mano era perfecta durante un minuto y durante un minuto perfecto Tyler había estado sentado sobre la palma de esa perfección creada por él.

Te despiertas y no estás en ningún sitio.

Un minuto era suficiente, dijo Tyler; hay que trabajar duro para lograrlo, pero por un minuto de perfección valía la pena el esfuerzo. Lo máximo que podías esperar de la perfección era un instante.

Te despiertas y basta.

Se llamaba Tyler Durden y trabajaba de operador de cine para el sindicato; también era camarero de banquetes en un hotel céntrico, y me dio su número de teléfono.

Así nos conocimos.

Cuatro

Esta noche están aquí todos los típicos parásitos cerebrales. Las sesiones de Arriba y Más Allá siempre cuentan con una nutrida asistencia. Éste es Peter. Este es Aldo. Esta es Marcy.

¿Qué tal?

Presentaciones. Hola a todos; ésta es Marla Singer; es la primera vez que viene.

Hola, Marla.

La sesión de Arriba y Más Allá comienza con el
rap de la recuperación
. El grupo de apoyo no se llama Enfermos con Parásitos Cerebrales. Jamás oirás a nadie decir
parásitos
. Todos están siempre en franca mejoría. ¡Ah, este nuevo medicamento! Aunque siempre acaban de salir de un bache, no verás más que miradas extraviadas, tras llevar cinco días con dolor de cabeza. Una mujer se enjuga unas lágrimas involuntarias. Todos llevan una tarjeta de identificación y la gente a la que has visto todos los martes por la noche a lo largo de un año, acude a tu encuentro con la mano tendida y los ojos clavados en tu tarjeta de identificación.

No creo que nos conozcamos.

Nadie dirá
parásitos
. Dirán
agentes
.

Tampoco dirán
curación
. Dirán
tratamiento
.

Durante el
rap de la recuperación
uno de los enfermos describirá la forma en que el agente se extendió por su columna vertebral hasta que, de repente, perdió el control sobre la mano izquierda. El agente, dirá alguno, le ha secado las meninges y ahora el cerebro se desplaza con libertad dentro del cráneo provocando este tipo de ataques.

La última vez que estuve aquí, la mujer llamada Cloe nos comunicó las únicas noticias buenas que tenía. Cloe se puso de pie con dificultad, apoyándose en los brazos de madera de la silla, y dijo que ya no tenía miedo a morirse.

Esta noche, después de las presentaciones y el
rap de la recuperación
, una chica a la que no conozco y cuya tarjeta la identifica como Glenda nos dice que es la hermana de Cloe y que, por fin, a las dos de la mañana del martes pasado Cloe se murió.

¡Oh! Este momento debería de ser delicioso. Durante dos años Cloe ha llorado en mis brazos y ahora está muerta; muerta y enterrada, enterrada en una urna, mausoleo o columbario. ¡Oh!, la prueba de que un día estás vivo y arrastrándote por el mundo, y al siguiente te has convertido en un frío fertilizante, en bufé para gusanos. Este es el asombroso milagro de la muerte, y sería un momento delicioso si no fuera por... ¡ah! por esa mujer.

Marla.

¡Vaya! Marla me está mirando otra vez, destacándose entre todos los parásitos cerebrales.

Mentirosa.

Farsante.

Farsante.

Marla es la farsante. Tú eres el farsante. En realidad, cada vez que alguien pone cara de dolor, o cae al suelo retorciéndose y gruñendo mientras la entrepierna de sus vaqueros se vuelve azul oscuro, todo es una farsa.

Esta noche, de repente, la meditación guiada no me transportará a ninguna parte. Detrás de cada una de las siete puertas del palacio, la puerta verde, la puerta naranja, está Marla. La puerta azul: Marla está allí de pie. Mentirosa. Durante la meditación guiada, mientras atravieso la cueva, el animal que me hace de guía es Marla. Marla, mientras fuma un cigarrillo y entorna los ojos. Mentirosa. Con su pelo negro y labios carnosos, estilo francés. Farsante. Labios de sofá italiano de cuero oscuro. No tienes escapatoria.

Cloe sí era auténtica.

Cloe era tal y como sería el esqueleto de la cantante Joni Mitchell si consiguieras hacerle sonreír y pasearse por una fiesta mostrando una amabilidad exquisita con todo el mundo. Imagínate el popular esqueleto de Cloe, del tamaño de un insecto y corriendo a las dos de la mañana por los sótanos y las galerías de sus tripas. Su pulso convertido en una sirena cuyo aullido se oye por encima de todos y que anuncia: preparada para morir dentro de diez segundos, nueve, ocho. La muerte se iniciará dentro de siete segundos, seis...

Por la noche Cloe corrió por el laberinto de sus propias venas colapsadas y por conductos que reventaban para derramar linfa caliente. Los nervios asomaban por el tejido como cables trampa y brotaban abscesos que se hinchaban como perlas blancas y calientes.

Aviso de megafonía: Preparada para evacuar los intestinos dentro de nueve segundos, ocho, siete.

Preparada para evacuar el alma dentro de diez segundos, nueve, ocho.

Cloe avanza chapoteando en el líquido expulsado por sus riñones enfermos, y que ahora le llega a los tobillos.

La muerte comenzará dentro de cinco segundos.

Cinco, cuatro.

Cuatro.

En torno a ella, el pulverizador antiparásitos tiñe su corazón.

Cuatro, tres.

Tres, dos.

Cloe escala a pulso los conductos helados de su garganta.

La muerte comenzará dentro de tres segundos, dos.

La luz de la luna entra por su boca abierta.

Preparados para el último aliento, ya.

Evacuación.

Ya.

El alma se libera del cuerpo.

Ya.

Se inicia la muerte.

Ya.

¡Oh!, sería tan delicioso recordar el amasijo de huesos calientes de Cloe aún en mis brazos mientras Cloe yace muerta en alguna parte.

Pero no, Marla me observa.

Durante la meditación guiada abro los brazos para recibir al niño que hay en mí y el niño es Marla fumando un cigarrillo. No aparece ninguna bola de luz curativa. Mentirosa. Ni los chakras. Imaginaos los chakras abriéndose como flores y, en el centro de cada uno, una deliciosa explosión de luz a cámara lenta.

Mentirosa.

Mis chakras siguen cerrados.

Al terminar la meditación, todos se estiran, giran la cabeza de un lado a otro y se ayudan a ponerse de pie para estar preparados. Contacto físico terapéutico. A la hora del abrazo, doy tres pasos y me planto delante de Marla, que levanta la mirada y fija la vista en mi rostro mientras yo observo al resto, que ya está preparado para la representación.

Vamos, la actuación va a empezar; abrazad a quien tengáis más cerca.

Mis brazos se cierran como cepos en torno a Marla.

Esta noche escoged a alguien especial.

Marla mantiene prendidos a su cintura dedos que parecen cigarrillos.

Decidle a vuestro compañero cómo os sentís.

Marla no tiene cáncer testicular. Marla no tiene tuberculosis ni se está muriendo. Bueno, está bien; según la sesuda filosofía sobre la nutrición cerebral, todos nos estamos muriendo; sin embargo, Marla no se está muriendo de la misma forma que se moría Cloe.

El momento ha llegado, entregaos.

Entonces, Marla, ¿te gustan estas manzanas?

Entregaos a fondo.

Marla, lárgate. Vete. Vete.

¡Adelante! Llorad si queréis.

Marla me mira fijamente. Tiene los ojos castaños. Los lóbulos de las orejas se arrugan en torno a los agujeros de los pendientes, aunque no los lleva puestos. Sus labios agrietados están escarchados con piel muerta.

Adelante, llorad.

—Tampoco tú te estás muriendo —dice Marla.

A nuestro alrededor, las parejas sollozan, abrazadas.

—Si me denuncias —dice Marla—, te denunciaré.

—Entonces, podemos repartirnos la semana, —le digo. Marla puede quedarse las enfermedades óseas, los parásitos cerebrales y la tuberculosis. Yo me reservo el cáncer testicular, los parásitos sanguíneos y la demencia encefálica orgánica.

—¿Y qué pasa con el cáncer de colon ascendente? —pregunta Marla.

Esta chica ha hecho los deberes.

Nos repartiremos el cáncer de intestino. Ella irá el primer y el tercer domingo de cada mes.

—No —dice Marla.

No; lo quiere todo. Los cánceres y los parásitos. Marla entrecierra los ojos. Nunca soñó que pudiera sentirse tan maravillosamente bien. De hecho se sentía viva. Tenía la piel más clara. Nunca había visto a un muerto. No sabía bien qué era la vida porque no tenía con qué contrastarla. ¡Ah!, pero ahora conocía experiencias de agonía, muerte, dolor y pérdida; llanto, temblores, terror y remordimientos. Ahora que sabe a dónde vamos todos, Marla disfruta cada instante de la vida.

No, no estaba dispuesta a dejar ningún grupo de apoyo.

—No, nada de volver al anterior estilo de vida —dice Marla. Trabajaba en una funeraria para sentirme a gusto conmigo misma, sólo por seguir respirando. ¿Qué pasaría si no encontrara trabajo en mi campo?

—Pues vuelve a trabajar en la funeraria —le contesto.

—Los funerales no se pueden comparar en nada con esto —me dice Marla—. Los funerales son ceremonias abstractas. Aquí, en cambio, adquieres una experiencia real de la muerte.

A nuestro alrededor, las parejas se secan las lágrimas, se sorben la nariz, se dan palmaditas en la espalda y se separan.

—No podemos venir los dos —le digo.

—Pues no vengas.

—Lo necesito.

—Entonces vete a los funerales.

Los demás se han separado y se dan la mano para la oración final. Suelto a Marla.

—¿Cuánto hace que vienes aquí?

La oración final.

—Dos años.

Un hombre del círculo de los que rezan me coge una mano. Otro coge la mano de Marla. Por lo general, cuando comienzan estas oraciones dejo de respirar. ¡Oh!, bendícenos. ¡Oh!, bendice nuestra rabia y nuestros miedos.

—¿Dos años? —Marla inclina la cabeza para hablar en un susurro.

¡Oh! Bendícenos y ampáranos.

A lo largo de estos dos años, si alguien pudo haberme descubierto, o bien había fallecido o se había recuperado y dejado de asistir.

Ayúdanos, ayúdanos.

—Está bien —accede Marla—, de acuerdo, de acuerdo. Te dejo el grupo de cáncer testicular.

Bob el grandullón, ese bendito pedazo de pan, seguirá mojándome con sus lágrimas. Gracias.

Condúcenos a nuestro destino. Danos la paz.

—De nada.

Así conocí a Marla.

Cinco

El tipo del cuerpo de seguridad me dio toda clase de explicaciones.

Los mozos de equipaje pueden desentenderse de las maletas que hagan tictac. El tipo del cuerpo de seguridad llamaba «lanzadores» a los mozos de equipaje. Las bombas modernas no hacen tictac; en cambio, si una maleta vibra, los mozos de equipaje —los «lanzadores»— tienen la obligación de llamar a la policía.

Por eso acabé viviendo con Tyler, porque la mayoría de las líneas aéreas han adoptado esas normas con las maletas que vibran.

De regreso en el vuelo desde Dulles llevaba todo en aquella maleta. Cuando viajas mucho, aprendes a hacer la misma maleta para todos los viajes. Seis camisas blancas. Dos pantalones negros. Lo mínimo imprescindible para sobrevivir.

Un despertador de viaje.

Una máquina de afeitar a pilas.

Un cepillo de dientes.

Seis mudas de ropa interior.

Seis pares de calcetines negros.

Según me dijo el tipo del cuerpo de seguridad, la policía había retenido en Dulles mi maleta porque vibraba.

Tenía allí todas mis pertenencias: el material para las lentillas, una corbata roja con rayas azules, una corbata azul con rayas rojas. Las rayas eran de uniforme militar; nada de rayas de corbata tipo club. Y una corbata lisa de color rojo.

Solía tener colgada en la cara interior de la puerta del dormitorio una lista con todas estas cosas.

Vivía en un apartamento que estaba en el piso decimoquinto, una especie de archivador gigantesco para viudas y jóvenes profesionales. El folleto de propaganda prometía treinta centímetros de hormigón en los suelos, techos y paredes con el fin de separarte de cualquier estéreo o televisión a todo volumen. Aire acondicionado y treinta centímetros de hormigón; sin embargo, por mucho parqué de arce que tengas, o por mucho regulador de voltaje, no puedes abrir las ventanas, así que, cada uno de los doscientos metros cuadrados van a oler a la última comida que hayas preparado o a la última visita al cuarto de baño.

Ah, sí, además, la tapa del contador era como la tabla de un carnicero y había también un circuito de iluminación de bajo voltaje.

Sin embargo, un suelo de treinta centímetros de hormigón es importante cuando a la vecina se le ha acabado la batería del audífono y ve los concursos de la tele con la voz bien alta. O cuando se produce una erupción volcánica de gas y los escombros de lo que un día fueron el salón y tus efectos personales salen volando por las ventanas y caen envueltos en llamas dejando tu apartamento, sólo tu apartamento, convertido en un agujero de hormigón carbonizado, abierto en el acantilado del edificio.

Estas cosas pasan.

Todo, hasta la vajilla de vidrio verde soplado a mano con aquellas burbujitas e imperfecciones y granitos de arena, que eran la prueba de que había sido fabricada por aplicados, sencillos y honrados indígenas aborígenes de vete a saber dónde; todo, hasta esos platos se han hecho añicos con la explosión. Imagínate las cortinas devoradas por las llamas, hechas jirones y volando en el viento caliente.

Desde una altura de quince pisos sobre la ciudad, todo esto cae ardiendo, abollando y destrozando los coches de todo el mundo.

Mientras vuelo dormido en dirección oeste y a una velocidad 0,83 mach, es decir, a setecientos treinta kilómetros por hora —a una verdadera velocidad aérea—, el IBI dirige mi maleta hasta una pista de aterrizaje desocupada del aeropuerto de Dulles con el fin de desactivarla. Nueve de cada diez veces, confiesa el tipo del cuerpo de seguridad, la vibración está causada por una máquina de afeitar; en este caso, por mi máquina de afeitar a pilas. Y la décima vez, la culpa es de un consolador.

Other books

No Police Like Holmes by Dan Andriacco
When Nights Were Cold by Susanna Jones
The Drop by Dennis Lehane
Nip-n-Tuck by Delilah Devlin
Blurring the Line by Kierney Scott
Wyoming Slaughter by William W. Johnstone
Forbidden Fruit by Lee, Anna
Drummer Boy at Bull Run by Gilbert L. Morris