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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Intriga

El club de la lucha (6 page)

BOOK: El club de la lucha
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Tyler nunca conoció a su padre.

Tal vez la autodestrucción sea la respuesta.

Tyler y yo seguimos yendo juntos al club de lucha. El club de lucha está ahora en el sótano de un bar que cierra los sábados por la noche. Cada vez que vas hay más tíos.

Tyler se sitúa debajo de la única luz, que pende en medio del sótano de hormigón, y ve esa luz parpadeando en la oscuridad en cien pares de ojos. Lo primero que Tyler grita es:

—La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.

»La segunda regla del club de lucha —grita Tyler— es que no se habla del club de lucha.

Yo viví con mi padre unos seis años, pero no recuerdo nada. Cada seis años, más o menos, mi padre funda una nueva familia en otra ciudad. O mejor dicho, establece una franquicia.

Lo que ves en el club de lucha es una generación de hombres criados por mujeres.

Tyler está de pie bajo la luz solitaria de la bombilla en la negrura nocturna de un sótano lleno de hombres y recita las otras reglas: dos hombres por combate; un combate cada vez, nada de camisas ni zapatos; los combates duran lo que haga falta.

—Y la séptima regla —chilla Tyler— es que si ésta es tu primera noche en el club de lucha, tienes que luchar.

El club de lucha no es como un partido de fútbol americano transmitido por televisión. No ves a una pandilla de tíos desconocidos que recorren el mundo y se acaban de cascar unos a otros vía satélite hace dos minutos mientras te bombardean con anuncios de cerveza cada diez minutos y ahora una pausa para identificar la estación emisora. Después de haber estado en el club de lucha, ver partidos de fútbol americano por televisión es como ver películas porno cuando podrías estar follando a lo grande.

El club de lucha se convierte en la única razón por la cual vas al gimnasio, llevas el pelo corto y las uñas bien recortadas. El gimnasio al que vas está lleno de tíos que intentan parecer hombres, como si ser un hombre significara rendirse a los deseos de un escultor o un director artístico.

Como dice Tyler, hasta los
soufflés
parecen inflados.

Mi padre nunca fue a la universidad, así que era realmente importante que yo fuera. Al acabar la universidad, le llamé por teléfono y le pregunté: «¿Y ahora qué?».

Mi padre no sabía qué responder.

Cuando conseguí un trabajo y cumplí veinticinco tacos, le volví a llamar y le pregunté: «¿Y ahora qué?». Mi padre no sabía qué responder; así que me dijo: «Cásate».

Tengo treinta años y me pregunto si lo que realmente necesito es otra mujer.

Lo que sucede en el club de lucha no puede explicarse con palabras. Algunos tíos necesitan una pelea semanal. Esta semana, Tyler dice que bastará con los primeros cincuenta tíos que crucen la puerta. Ni uno más.

La semana pasada, le hice una señal a un tío y nos apuntamos para luchar. El tío debió haber tenido una semana pésima; me dobló los brazos por detrás de la espalda con una llave perfecta y me machacó la cara contra el suelo de hormigón hasta que los dientes me desgarraron la mejilla por dentro y me hinchó un ojo, que quedó cerrado y sangrando. Y, después de pedirle que parara, miré el suelo y vi la huella de sangre dejada por la mitad de mi cara.

Tyler se puso a mi lado, ambos miramos la huella sanguinolenta en forma de O dejada por mi boca y la mancha de mi ojo, que nos contemplaba desde el suelo. Tyler dijo:

—Genial.

Le doy la mano a mi contrincante y le digo:

—Buen combate.

Y el tío me responde:

—¿Qué tal otro la semana que viene?

Trato de sonreír a pesar de la hinchazón y le digo:

—Mírame. ¿Qué tal el mes que viene?

En ningún sitio te sientes tan vivo como en el club de lucha, peleando un tío y tú bajo esa luz solitaria, mientras los demás te observan, formando un círculo. En el club de lucha no se trata de ganar o perder combates. Al club de lucha tampoco se va a hablar. Ves a un tío entrar por vez primera en el club de lucha y su culo parece una hogaza de pan. Ese mismo tío, dentro de seis meses, parece tallado en madera y se cree capaz de cualquier cosa. Se oyen gruñidos y ruidos igual que en un gimnasio, pero en el club de lucha no se trata de lograr una buena apariencia física. Se oyen también gritos histéricos, igual que en misa, y cuando te levantas el domingo por la tarde te sientes a salvo.

Después del último combate, el tío que había luchado contra mí limpiaba el suelo con una fregona mientras yo llamaba al seguro y me daban permiso para ir a urgencias. En el hospital, Tyler les dice que me he caído.

En ocasiones Tyler habla por mí.

«Me lo he hecho yo mismo.»

Fuera, estaba saliendo el sol.

No se habla del club de lucha porque, exceptuando esas cinco horas entre las dos y las siete de la mañana del domingo, el club de lucha no existe.

Cuando Tyler y yo inventamos el club de lucha, ninguno de los dos había luchado antes. Si nunca te has visto envuelto en una pelea, te haces preguntas sobre las heridas, sobre lo que eres capaz de hacerle a otra persona. Yo fui el primer tipo con el que Tyler tuvo confianza para pedírselo. Estábamos los dos borrachos en un bar donde no le importábamos a nadie y Tyler me dijo:

—Quiero que me hagas un favor. Quiero que me pegues lo más fuerte que puedas.

Yo no quería, pero Tyler me lo contó todo: que no deseaba morir sin cicatrices, que estaba cansado de ver sólo combates entre profesionales, que quería conocerse mejor.

Y lo de la autodestrucción.

En aquel momento la vida me parecía demasiado completa y tal vez hubiera que romper con todo para sacar lo mejor de nosotros mismos.

Eché un vistazo a mi alrededor y le dije:

—Está bien, de acuerdo, pero fuera, en el aparcamiento.

Así que salimos y le pregunté a Tyler si quería que lo golpeara en la cara o en el estómago.

—Sorpréndeme —dijo Tyler.

Le dije que jamás le había pegado a nadie. Tyler contestó:

—Vamos, ponte loco.

—Cierra los ojos.

—No —dijo Tyler.

Como cualquier otro tío en su primera noche en el club de lucha, cogí aire y describí una parábola con el puño en dirección a la mandíbula de Tyler, tal y como estaba acostumbrado a ver en las películas de vaqueros, pero mi puño chocó contra un lado del cuello de Tyler.

—Mierda —dije yo—; no ha valido. Probaré otra vez.

—Claro que ha valido —dijo Tyler. Y me lanzó un directo,
¡paf!
, igual que un guante de boxeo impulsado por un muelle, como en los dibujos animados del sábado por la mañana; justo en mitad del pecho. Caí hacia atrás y me di contra un coche. Nos quedamos los dos de pie, Tyler frotándose el cuello y yo apoyando una mano en el pecho, y sabíamos que habíamos llegado más lejos que nunca y que, igual que el perro y el gato de los dibujos animados, seguíamos vivos, pero estábamos deseosos de ver hasta dónde podíamos continuar sin dejar de estarlo.

—Genial —dijo Tyler.

Le pedí que me golpeara otra vez.

—No. Pégame tú —dijo Tyler.

Así que le lancé un gancho de chica justo por debajo de la oreja, y Tyler me derrumbó y me hundió el tacón del zapato en el estómago. Lo que sucedió después es indescriptible. El bar cerró, la gente salió al aparcamiento y nos rodeó para azuzarnos a gritos.

En vez de Tyler, fui yo quien finalmente acabé por darme cuenta de que podía acostumbrarme a todas aquellas cosas que no iban bien: la ropa limpia que volvía de la lavandería con los botones del cuello rotos; el banco que me anuncia que tengo un descubierto de cientos de dólares. El trabajo, donde el jefe se mete en mi ordenador y juguetea con los comandos de ejecución del DOS. Y Marla Singer, que me robó los grupos de apoyo.

No habíamos resuelto nada al terminar el combate, pero no importaba.

La primera vez que luchamos era un domingo por la noche y Tyler no se había afeitado en todo el fin de semana, así que me ardían los nudillos en carne viva por culpa de su barba de dos días. Tumbados boca arriba en el aparcamiento, mientras contemplábamos una estrella que apareció entre las farolas, le pregunté a Tyler contra qué había luchado.

Tyler contestó que contra su padre.

Tal vez no necesitábamos un padre para sentirnos completos. No es nada personal lo que determina quiénes son tus contrincantes en el club de lucha. Se lucha por luchar. Se supone que no se debe hablar del club de lucha, pero sí hablamos y durante las dos semanas siguientes empezaron a venir tíos al aparcamiento después de que cerrara el bar y, antes de que llegara el frío, otro bar nos había ofrecido el sótano en el que ahora nos reunimos.

Cuando los miembros del club de lucha se reúnen, Tyler recita las reglas que establecimos él y yo.

—La mayoría de vosotros —grita Tyler bajo el cono de luz, en el centro del sótano lleno de hombres— estáis aquí porque alguien quebrantó las reglas. Alguien os ha hablado del club de lucha.

»Lo mejor será que dejéis de hablar del club o ya podéis ir fundando otro club de lucha —dice Tyler—, porque la semana que viene, cuando lleguéis aquí, anotaréis vuestros nombres en una lista y sólo pasarán los cincuenta primeros. Los que entréis prepararéis un combate enseguida, si lo que queréis es luchar. Si no queréis luchar, hay otros tíos que quieren, por lo que tal vez deberíais quedaros en casa.

»Si ésta es vuestra primera noche en el club de lucha —chilla Tyler—, tendréis que luchar.

La mayoría de estos tíos está en el club de lucha por culpa de algo contra lo que tienen miedo de luchar. Después de unos cuantos combates el miedo es mucho menor.

Muchos que ahora son buenos amigos se conocieron en el club de lucha. Voy a reuniones y congresos, donde veo rostros de contables, jóvenes ejecutivos o abogados con la nariz rota y abultada como una berenjena bajo el vendaje, o con un par de puntos de sutura bajo un ojo, o con la mandíbula inferior sujeta por un alambre. Todos son jóvenes apacibles que escuchan hasta que llega la hora de tomar decisiones.

Nos saludamos con un ademán de cabeza.

Más tarde, mi jefe me preguntará cómo es que conozco a tantos de esos tíos.

Según él, cada vez hay menos caballeros en el negocio y más macarras.

La demostración sigue adelante.

Me fijo en Walter, el de Microsoft. He aquí a un joven de piel pálida y con la dentadura perfecta, con un empleo de esos por los que te molestas en escribir a la revista de licenciados para informarte. Sabes que es demasiado joven para haber luchado en ninguna guerra y, aunque sus padres no se habían divorciado, su padre nunca estaba en casa. Me mira a la cara, la mitad afeitada y limpia, y la otra, magullada y malévola, oculta en la oscuridad. La sangre brilla en mis labios y puede que Walter esté pensando en aquel convite informal y vegetariano al que fue el pasado fin de semana, o en el ozono, o en la desesperada necesidad —por el bien de la Tierra— de que se detengan los crueles experimentos de productos con animales, pero también es probable que no esté pensando en todo eso.

Siete

Una mañana aparece flotando en el retrete, como una medusa muerta, un condón usado.

Así conoció Tyler a Marla.

Me levanto a mear y allí, en la taza del váter, aparece el condón contra un fondo de pinturas rupestres hechas con porquería. Te preguntas: «¿En qué piensa el esperma?».


¿Qué es esto?


¿La bóveda de la vagina?

¿Qué pasa aquí?

Toda la noche soñé que estaba follándome a Marla Singer, a Marla Singer mientras fumaba un cigarrillo, a Marla Singer mientras entornaba los ojos. Me despierto solo en la cama y la puerta de la habitación de Tyler está cerrada. La puerta de la habitación de Tyler nunca está cerrada. Estuvo lloviendo toda la noche. Las tablas del tejado se hinchan, se comban, se tuercen, y la lluvia se cuela y acumula en el techo de escayola y cae goteando por la instalación de la luz.

Cuando llueve tenemos que quitar los fusibles. Uno ya ni se molesta en encender las luces. La casa que Tyler ha alquilado tiene tres pisos y un sótano. Nos movemos por ella con velas. Cuenta con varias despensas y porches cubiertos donde puedes dormir, y en el rellano de la escalera hay ventanas con vidrieras. En el salón hay galerías con asientos junto a las ventanas. Los zócalos de madera están grabados y barnizados y miden casi medio metro de altura.

La lluvia se filtra en hilillos por toda la casa y la madera se hincha y se contrae, y los suelos, zócalos y marcos de las ventanas escupen milímetro a milímetro los clavos, que se van oxidando.

En todas partes tropiezas con los clavos oxidados o te los enganchas en el codo y sólo hay un cuarto de baño para los siete dormitorios y ahora hay en él un condón usado.

La casa está a la espera de algo, un cambio en la zona o un testamento que ordene su derribo. Le pregunté a Tyler cuánto tiempo llevaba aquí y me dijo que unas seis semanas. El propietario original de la casa comenzó a coleccionar en la noche de los tiempos, y continuó durante toda su vida, revistas del
National Geographic
y del
Reader's Digest
. Grandes pilas de revistas en inestable equilibrio que crecen cada vez que llueve. Tyler dice que el último inquilino doblaba las páginas satinadas de las revistas y hacía papelinas de coca. La puerta de casa no tiene cerradura desde que la policía o quien fuera le dio una patada. Nueve capas de papel pintado se hinchan en las paredes del comedor: estampados de flores debajo de rayas de colores, debajo de dibujos de pajaritos, debajo de papel de China.

Nuestros únicos vecinos son un taller de máquinas cerrado y, en la acera de enfrente, un almacén grande como un bloque de pisos. En casa hay un armario con rodillos de dos metros para enrollar los manteles de damasco; así nunca tenemos que plegarlos. Hay un ropero tapizado de madera de cedro. Los azulejos del cuarto de baño tienen pintadas unas florecillas más bonitas que las de la mayoría de los juegos de té de porcelana de las listas de boda, y en el váter hay un condón usado.

Llevo como un mes viviendo con Tyler.

Tyler viene a desayunar con chupetones por todo el cuello y el pecho, y yo estoy enfrascado en la lectura de un
Reader's Digest
atrasado. Ésta es la casa perfecta para traficar con drogas. No hay vecinos. En Paper Street no hay más que almacenes y la fábrica de papel. El olor a pedos del humo de la papelera y el olor a jaula de
hámsters
de las astillas de madera que se amontonan en pirámides anaranjadas en torno a la fábrica. Ésta es la casa perfecta para traficar con drogas porque durante el día pasan por Paper Street camiones de tropecientos dólares, pero por la noche Tyler y yo estamos solos en un kilómetro a la redonda.

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