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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Intriga

El club de la lucha (5 page)

BOOK: El club de la lucha
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El tipo del cuerpo de seguridad me dio estas explicaciones en el aeropuerto de destino —adonde llegué sin mi maleta— cuando estaba a punto de coger un taxi para ir a casa y encontrarme las sábanas de franela hechas jirones por el suelo.

Imagínese —me dice el tipo del cuerpo de seguridad— que al llegar aquí le dijese a una pasajera que su equipaje se quedó en tierra, allá en la Costa Este, por culpa de un consolador. A veces, es incluso un hombre completo. Las líneas aéreas tienen como norma no considerar de quién es el objeto cuando se trata de un consolador. Hay que emplear el artículo indefinido.

Un consolador.

Nunca «su consolador».

Siempre hay que decir que «el consolador» se puso en marcha accidentalmente.

«Un consolador se puso en marcha y provocó una situación de emergencia que obligó a retener su equipaje.»

Llovía cuando me desperté para coger mi conexión a Stapleton.

Llovía cuando me desperté y por fin estaba cerca de casa.

Un aviso por megafonía nos rogó que nos cercioráramos de que no dejábamos ningún objeto olvidado en los asientos. A continuación se oyó mi nombre. ¿Sería tan amable de presentarme a la salida, donde me esperaba un representante de la compañía aérea?

Aunque retrasé tres horas el reloj, seguía siendo más tarde de medianoche.

En la puerta estaba el representante de la compañía aérea y estaba también el tipo del cuerpo de seguridad para decirme: «¡Vaya!, la máquina de afeitar es la culpable de que su equipaje se quedara en Dulles». El tipo del cuerpo de seguridad llamaba «lanzadores» a los mozos de equipaje. Después los llamó «trepaescalerillas». Para demostrarme que podría haber sido peor, el tipo me dijo que al menos no se trataba de un consolador. Luego, quizá porque era la una de la madrugada y porque soy un tío y él era un tío, y quizá para hacerme reír, me dijo que, en el argot del gremio, a las auxiliares de vuelo las llamaban «camareras espaciales» y «colchones aéreos». Parecía llevar puesto un uniforme de piloto: camisa blanca con charreteras pequeñas y corbata azul. Mi equipaje ya había sido registrado y llegaría al día siguiente.

El tipo de seguridad me preguntó el nombre, dirección y número de teléfono, y luego me preguntó si sabía cuál era la diferencia entre un condón y la cabina de los pilotos.

—Pues que en el condón sólo cabe un capullo —me dijo.

Cogí un taxi de vuelta a casa con los últimos diez dólares.

La policía local también había estado haciendo un montón de preguntas.

La máquina de afeitar, que no era ninguna bomba, estaba todavía a tres husos horarios detrás de mí.

Y algo que sí era una bomba, una gran bomba, había pulverizado mis ingeniosas mesillas de café de Njurunda, que formaban un círculo compuesto por un yin, de color verde lima, y un yang, de color naranja. Habían quedado reducidas a astillas.

El conjunto de sofás de Haparanda, con fundas de quita y pon naranjas diseñadas por Erika Pekkari, ya no era más que basura.

Y no era yo el único esclavizado por el instinto de construirse un nido. Personas que conozco y que solían llevarse pornografía al cuarto de baño, ahora se llevan el catálogo de muebles de IKEA.

Todos tenemos el mismo sillón de Johanneshov tapizado con rayas verdes de Strinne. El mío, envuelto en llamas, cayó en una fuente desde una altura de quince pisos.

Todos tenemos las mismas lámparas de papel de Rislampa/Har, fabricadas con alambre y papel ecológico sin colorantes. Las mías ahora son confeti.

Todo ese tiempo pasado en el cuarto de baño.

La cubertería de Alie, de acero inoxidable y apta para lavavajillas.

El reloj de Vild de acero galvanizado que estaba en el recibidor, y que, por supuesto, no podía dejar de tener.

Y ¡cómo no!, las estanterías de Klipsk.

Y también las sombrereras de Hemling.

La calle del rascacielos resplandecía salpicada de todos esos objetos.

El juego de edredones de Mommala, diseñado por Tomas Harila y disponible en los siguientes colores:

Orquídea.

Fucsia.

Cobalto.

Ébano.

Azabache.

Cascara de huevo o brezo.

Me había costado toda una vida comprar esos trastos.

La laca de fácil cuidado de las mesitas de Kalix.

La mesas nido de Steg.

Compras muebles. Te dices a ti mismo: «Éste es el último sofá que necesitaré en toda mi vida». Compras el sofá y durante un par de años te sientes satisfecho de que aunque no todo vaya bien, al menos, has sabido solucionar el tema del sofá. Luego, la vajilla adecuada. Luego, la cama perfecta. Las cortinas. La alfombra.

Finalmente, te quedas atrapado en tu precioso nido y los objetos que solías poseer ahora te poseen a ti.

Hasta que llegué a casa desde el aeropuerto.

El portero surge de las sombras para decirme que ha habido un accidente y que la policía estuvo por allí haciendo un montón de preguntas.

La policía cree que puede haber sido el gas. Tal vez se apagó la llama piloto del horno o se quedó abierto uno de los quemadores y el gas fue saliendo hasta inundar todas las habitaciones desde el techo hasta el suelo. El apartamento tenía doscientos trece metros cuadrados y los techos eran altos, por lo que el escape tuvo que durar días y días hasta llenar todas las habitaciones. Cuando el nivel del gas llegó a ras del suelo, el compresor situado en la base de la nevera emitió un chasquido...

Detonación.

Las ventanas, que ocupaban desde el suelo hasta el techo, estallaron en sus marcos de aluminio y cayeron a la calle junto con los sofás, las lámparas, los platos y los juegos de cama envueltos en llamas, y las revistas anuales del instituto, los diplomas y el teléfono. Todo salió volando como una erupción solar desde un decimoquinto piso.

¡Oh, no, mi nevera no! Tenía los estantes llenos de frascos de clases diferentes de mostaza, algunas molidas, otras al estilo de los pubs ingleses. Había catorce salsas bajas en calorías y de distintos sabores y siete clases de alcaparras.

Lo sé, lo sé, una casa llena de condimentos y sin comida de verdad.

El portero se sonó la nariz y algo cayó en el pañuelo con la solidez de una pelota de béisbol atrapada por el guante de un receptor.

—Si quiere puede subir al piso decimoquinto —me dijo el portero—, pero no entre en el apartamento. Órdenes de la policía. La policía estuvo haciendo preguntas: si tenía alguna antigua novia que deseara hacerme esto o si me había ganado algún enemigo que tuviese acceso a dinamita.

—No vale la pena subir —dijo el portero—. Lo único que queda es la estructura de hormigón.

La policía no había descartado que fuera un incendio provocado. Nadie había olido el gas. El portero arquea una ceja. El tío se pasaba el tiempo flirteando con las sirvientas y enfermeras que trabajaban en los grandes apartamentos del último piso, y que esperaban en las sillas del vestíbulo hasta que las iban a buscar en coche después del trabajo. Yo había vivido aquí durante tres años; el portero se sentaba todas las noches a leer la revista
Ellery Queen
mientras yo, cargado de paquetes y bolsas, hacía equilibrios para abrir la puerta de la calle y entrar.

El portero arquea una ceja y me cuenta que hay gente que se va de viaje y deja una vela, una vela muy, muy larga, encendida en medio de un gran charco de gasolina. Hay personas que al pasar dificultades económicas hacen cosas así. Personas que quieren dejar de tocar fondo.

Le pregunté si podía usar el teléfono de recepción.

—Muchos jóvenes tratan de impresionar al mundo y compran demasiadas cosas —dijo el portero.

Llamé a Tyler.

El teléfono sonó en la casa que Tyler había alquilado en Paper Street.

Vamos, Tyler, por favor; sálvame.

El teléfono sonaba.

El portero se apoyó en mi hombro y me dijo:

—Muchos jóvenes no saben lo que quieren en realidad.

Oh, Tyler, por favor, sálvame.

El teléfono sonaba.

—Los jóvenes creen que se pueden comer el mundo.

Sálvame de los muebles suecos.

Sálvame del arte inteligente.

Y el teléfono sonaba, y Tyler contestó.

—Si no sabes lo que quieres —continuó el portero—, terminas teniendo un montón de cosas que no necesitas.

Ojalá nunca llegue a realizarme.

Ojalá nunca me sienta satisfecho.

Ojalá nunca llegue a sentirme perfecto.

Tyler, sálvame de sentirme perfecto y satisfecho.

Tyler y yo convenimos en encontrarnos en un bar.

El portero me pidió un número de teléfono en el que pudiera localizarme la policía. Seguía lloviendo. Mi Audi aún estaba en el aparcamiento, pero un aplique de ésos de luz halógena indirecta —marca Dakapo— había atravesado el parabrisas.

Tyler y yo nos encontramos y bebimos muchísima cerveza. Tyler me dijo que sí, podía mudarme a su casa, pero tendría que hacerle un favor.

Al día siguiente llegaría mi maleta con lo mínimo imprescindible: seis camisas, seis mudas de ropa interior.

Borrachos en un bar donde nadie se fijaba en nosotros y a nadie importábamos, le pregunté a Tyler qué quería que hiciera.

Tyler me dijo:

—Quiero que me pegues lo más fuerte que puedas.

Seis

Íbamos por la segunda pantalla de la demostración para Microsoft cuando noto en la boca el sabor a sangre y tengo que tragármela. Mi jefe no conoce el material, pero no me dejará presentar el proyecto con un ojo morado y media cara hinchada por los puntos de sutura que me han cosido en el interior de la mejilla. Los puntos se han soltado, lo noto al rozar el carrillo con la lengua. Imaginaos un sedal enmarañado en la playa. Me los imagino como los puntos de sutura negros de un perro después de haberle hecho un zurcido, y sigo tragándome la sangre. Mi jefe es quien presenta el proyecto con mis notas y yo manejo el proyector portátil, por lo que me encuentro apartado en un extremo de la habitación a oscuras.

Tengo los labios cada vez más pegajosos de sangre por haber intentado limpiármelos con la lengua y cuando se enciendan las luces y me vuelva hacia los consejeros de Microsoft —Ellen, Walter, Norbert y Linda— para decirles: «Gracias por venir», tendré la boca brillante de sangre y la sangre asomará por los intersticios de los dientes.

Puedes tragar casi medio litro de sangre antes de sentir náuseas.

Mañana toca club de lucha. No pienso perderme el club de lucha.

Antes de la demostración, ese tal Walter de Microsoft, que tiene un bronceado color de patata frita con sabor de barbacoa, sonríe abriendo su mandíbula de fría excavadora como si fuera una herramienta de marketing. Walter, con su anillo de sello, estrecha mi mano, la envuelve con su mano suave y tersa, y dice:

—No me gustaría ver cómo quedó el otro tipo.

La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.

Le digo a Walter que me caí.

Me lo hice yo mismo.

Antes de la presentación, tras sentarme frente al jefe para explicar en qué parte del texto van las diapositivas, y cuándo quiero proyectar el fragmento de vídeo, el jefe me dice:

—Pero ¿dónde te metes los fines de semana?

—No quiero morirme sin unas cuantas cicatrices—, le digo.

De nada sirve ya lucir un cuerpo hermoso y macizo. Cuando veo esos coches de color cereza, tan desfasados, que desde 1955 esperan comprador a la entrada de la tienda de automóviles, siempre pienso: «¡Vaya basura!».

La segunda regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.

Tal vez durante el almuerzo acuda a tu mesa un camarero que desde el fin de semana lleva los ojos morados como si fuera un panda gigante. Sabes que se los pusieron así en el club de lucha, cuando un chico de noventa kilos le aplastaba con la rodilla la cabeza contra el suelo de hormigón, y le golpeaba una y otra vez el puente de la nariz, con un ruido seco y compacto que se oía por encima de los gritos, hasta que el camarero tomó aire y, escupiendo sangre por la boca, se rindió.

No contestas nada porque el club de lucha existe sólo entre las horas en que el club de lucha abre y el club de lucha cierra.

Te encontraste al chico de la copistería. Sabes que hace un mes el muchacho no se acordaba de hacer tres agujeros con la taladradora en un pedido, ni se acordaba de poner los clasificadores de colores entre los paquetes de copias. Pero este muchacho fue un dios durante diez minutos cuando le viste dejar sin respiración de una patada a un contable que lo doblaba en tamaño, para caer luego sobre él y molerlo a golpes hasta el momento en que tuvo que parar. Ésta es la tercera regla del club de lucha: cuando alguien dice basta o resulta herido, aunque esté fingiendo, se da por terminada la pelea. Aun así, cuando ves al chico, no puedes felicitarlo por el gran combate que libró.

Sólo dos tíos por combate. Un combate cada vez. Se lucha sin camisa ni zapatos. El combate dura lo que haga falta. Éstas son las otras reglas del club de lucha.

Estos tíos no son los mismos en el club y en la vida real. Aunque felicitaras al chico de la copistería por su lucha, no estarías hablando con la misma persona.

El que yo soy en el club de lucha no es nadie que mi jefe conozca.

Después de una noche en el club de lucha, se baja el volumen del mundo real. Nadie conseguirá cabrearte. Tu palabra es ley y si alguien rompe esa ley o pone en duda tu palabra, ni siquiera eso te cabrea.

En la vida real, soy un coordinador de campañas de retirada, que viste camisa y corbata, se sienta amparado por las sombras con la boca llena de sangre y pasa las diapositivas mientras el jefe dice a los de Microsoft por qué escogió un tono especial de azul cianita para un icono del programa.

El primer club lo inauguramos Tyler y yo a puñetazos.

Antes me bastaba con limpiar el apartamento o escribir un informe pormenorizado del coche cada vez que llegaba a casa enfadado, sabedor de que mi vida no iba a cumplir las expectativas del plan quinquenal. Llegaría un momento en que moriría, sin una sola cicatriz, sólo quedarían un coche y un apartamento muy agradable. Allí estaría el apartamento hasta que el polvo o el siguiente propietario se adueñara de él. Nada es inalterable. Incluso la
Mona Lisa
se está pudriendo. Desde que comenzó el club de lucha, la mitad de los dientes me bailan en la mandíbula.

Tal vez la autosuperación no sea la respuesta.

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