La misma lista que el jefe encuentra en la fotocopiadora. El contador de la fotocopiadora todavía marca setenta y dos copias. La lista dice:
«Traer los artículos requeridos no garantiza la admisión en el entrenamiento, si bien ningún aspirante será admitido a menos que llegue equipado con los siguientes artículos y con la cantidad exacta de quinientos dólares en metálico para su entierro.»
Incinerar el cuerpo de un indigente cuesta por lo menos trescientos dólares, dijo Tyler, y ese precio iba en aumento. Todo el que muere sin esta cantidad mínima, termina diseccionado en una clase de anatomía.
El alumno debe llevar siempre el dinero en el zapato, por si resultara muerto. Así, su fallecimiento no será una carga para el Proyecto Estragos.
Por lo demás, el aspirante tiene que personarse con lo siguiente:
Dos camisas negras.
Dos pares de pantalones negros.
Un par de zapatos negros y fuertes.
Dos pares de calcetines negros y dos mudas de ropa interior lisa.
Un abrigo negro y grueso.
Esto incluye la ropa que el aspirante lleve a la espalda:
Una toalla blanca.
Un colchón de los excedentes del ejército.
Una escudilla de plástico blanco.
El jefe sigue todavía aquí, junto a mi mesa; cojo la lista original y le digo: «Gracias». El jefe vuelve a su oficina y me pongo a jugar un solitario en el ordenador.
Al regresar a casa le doy las copias a Tyler, y los días van pasando. Voy a la oficina.
Vuelvo a casa.
Voy a la oficina.
Vuelvo a casa y hay un tipo de pie en el porche. El tipo está delante de la puerta de casa con su otra camisa y los pantalones negros dentro de una bolsa marrón de papel que ha dejado sobre la cancela del porche donde lleva los tres últimos artículos: una toalla blanca, un colchón del ejército y una escudilla de plástico. Desde una ventana del piso de arriba Tyler y yo lo observamos hasta que Tyler me pide que lo despache.
—Es demasiado joven —dice Tyler.
El tipo del porche es Cara de Ángel, el chico a quien intenté destrozar la noche en que Tyler inventó el Proyecto Estragos. Tiene los ojos negros y el pelo rubio cortado al rape. Su hermoso ceño no muestra arrugas ni cicatrices. Si le pones un vestido y le pides que sonría, tendrás una mujer. Cara de Ángel está tan cerca de la puerta que la toca con los dedos de los pies. La mirada al frente, clavada en la madera astillada, los brazos a los lados y vestido con zapatos negros, camisa negra y pantalones negros.
—Deshazte de él —dice Tyler—. Es demasiado joven.
Le pregunto:
—¿Qué edad es demasiado joven?
—No importa —dice Tyler—. Si el aspirante es joven, le diremos que es muy joven. Si está gordo, que es muy gordo. Si es viejo, que es muy viejo. ¿Delgado?, demasiado delgado. ¿Blanco?, demasiado blanco. ¿Negro?, demasiado negro.
Así es como desde hace tropecientos años se han puesto a prueba los aspirantes en los templos budistas. Tyler quiere que le diga al aspirante que se largue y si sus convicciones son tan firmes que se queda en la entrada sin comida, amparo, olvidado durante tres días, entonces y sólo entonces, se le permitirá entrar e iniciar la instrucción.
Así que le digo a Cara de Ángel que es demasiado joven, pero sigue allí a la hora de comer. Después de comer, salgo y pego a Cara de Ángel con una escoba y de una patada le mando el saco a la calle. Desde el piso de arriba, Tyler observa cómo pego al chico con la escoba, por encima de la oreja, y el chico no se mueve; a continuación, de una patada mando el saco a la cuneta y le grito:
—Lárgate —le grito—. ¿No me has oído? Eres demasiado joven. Nunca lo conseguirás —le grito—. Vuelve dentro de un par de años y prueba de nuevo. Ahora vete fuera de mi porche.
Al día siguiente el chico sigue ahí; Tyler sale y le dice:
—Lo siento.
Tyler dice que lamenta haberle hablado de la instrucción pero que realmente es demasiado joven y que por favor se vaya.
El poli bueno. El poli malo.
Vuelvo a gritarle al pobre chico. Seis horas más tarde, Tyler sale y le dice que lo siente, pero que no. Tiene que irse. Tyler dice que llamará a la policía si no se va.
El chico no se mueve.
Su ropa sigue tirada en la cuneta. El viento arrastra la bolsa de papel rasgada.
El chico no se mueve.
Al tercer día, hay otro aspirante frente a la puerta de casa. Cara de Ángel sigue allí; Tyler baja y le dice:
—Pasa. Recoge tus cosas y entra.
Al nuevo tío, Tyler le dice que lo siente, pero que ha habido un error. Es demasiado mayor para la instrucción; que por favor se vaya.
Voy todos los días a la oficina. Vuelvo a casa y siempre hay en el porche uno o dos tipos esperando. Ninguno mira al otro. Cierro la puerta y los dejo en el porche. Durante una temporada esto sucede a diario, y a veces, los aspirantes se marchan, pero en la mayoría de los casos aguantan hasta el tercer día, así que casi están ocupadas las setenta y dos literas que Tyler y yo compramos y montamos en el sótano.
Un día Tyler me da quinientos dólares y me dice que los lleve a todas horas en el zapato. Es el dinero de mi entierro. Es otra costumbre de los antiguos monasterios budistas.
Ahora vuelvo del trabajo y la casa está llena de extraños a los que Tyler ha admitido. Todos trabajan. La planta baja se ha convertido en cocina y fábrica de jabón. El baño siempre está ocupado. Grupos de hombres desaparecen durante días y vuelven cargados con bolsas de caucho rojo llenas de una grasa ligera y acuosa.
Una noche Tyler sube y me encuentra escondido en el dormitorio y me dice:
—No los molestes. Todos conocen su cometido. Forma parte del Proyecto Estragos. Nadie conoce el plan en su totalidad, pero están preparados para desempeñar su tarea a la perfección.
En el Proyecto Estragos la regla es confiar en Tyler.
Entonces, Tyler desaparece.
Los grupos del Proyecto Estragos se pasan el día derritiendo grasa. No duermo. Toda la noche oigo cómo otros grupos mezclan lejía, cortan barras y cuecen pastillas de jabón sobre envoltorios de galletas que luego envuelven en papel de seda y sellan con la etiqueta de la Compañía Jabonera de Paper Street. Todo el mundo, menos yo, parece saber su cometido, y Tyler no está nunca en casa.
Me abrazo a las paredes, soy como un ratón atrapado dentro de una maquinaria de hombres silenciosos con la energía de monos adiestrados, y que cocinan, trabajan y duermen en grupos. Tira de una palanca. Aprieta un botón. Una cuadrilla de monos espaciales prepara comida todo el día; y todo el día grupos de monos espaciales comen en las escudillas que ellos mismos trajeron.
Una mañana, al irme a trabajar, Bob el grandullón está en el porche vestido con zapatos negros, y camisa y pantalones negros. Le pregunto si ha visto a Tyler últimamente. ¿Lo ha enviado Tyler aquí?
—La primera regla del Proyecto Estragos —dice Bob el grandullón con los talones juntos y tieso como un palo— es no hacer preguntas sobre el Proyecto Estragos.
Así pues, ¿qué honrosa y descerebrada tarea le ha asignado Tyler?, le pregunto. Hay tíos cuyo trabajo consiste únicamente en pasarse el día hirviendo arroz, o lavando las escudillas o limpiando el cagadero. Todo el día. ¿Le ha prometido Tyler la iluminación divina si se pasa dieciséis horas diarias empaquetando pastillas de jabón?
Bob el grandullón guarda silencio.
Me voy a trabajar. Vuelvo a casa y sigue en el porche. No duermo en toda la noche y, a la mañana siguiente, Bob el grandullón está cuidando el jardín.
Antes de irme a trabajar, le pregunto a Bob el grandullón quién lo ha dejado entrar. ¿Quién le ha asignado esa tarea? ¿Ha visto a Tyler? ¿Estuvo Tyler aquí anoche?
Bob el grandullón me responde:
—La primera regla del Proyecto Estragos es no hablar...
No le dejo acabar y le digo:
—Sí, sí, sí, sí.
Y mientras estoy en la oficina, los grupos de monos espaciales cavan en el césped fangoso que rodea la casa y echan sales Epsom para reducir la acidez de la tierra, y echan paladas de estiércol de buey sacadas de establos, y bolsas con mechones de pelo traídas de peluquerías para repeler a los topos y a los ratones e incrementar las proteínas del suelo.
A cualquier hora de la noche los monos espaciales vuelven de algún matadero con bolsas de carne aún sangrante para incrementar el hierro del suelo, y harina de huesos para aumentar el nivel de fósforo.
Los grupos de monos espaciales plantan albahaca, tomillo, lechuga, retoños de olmo escocés, de eucalipto, de jeringuilla y de menta, que forman un trazado caleidoscópico. Un rosetón dentro de cada parcela verde. Otros grupos salen de noche a matar babosas y caracoles a la luz de las velas. Otro grupo de monos espaciales recolecta sólo las nebrinas y las hojas más perfectas para hervirlas y obtener un tinte natural. Consuelda, porque es un desinfectante natural. Pétalos de violeta, porque curan el dolor de cabeza; y aspérula, porque le da al jabón olor a hierba recién cortada.
En la cocina hay botellas de vodka de ochenta grados para fabricar jabón de azúcar moreno y también transparente con olor a geranio y jabón de pachulí. Robo una botella de vodka y gasto el dinero de mi entierro en cigarrillos. Marla se presenta en casa y hablamos de las plantas. Marla y yo paseamos bebiendo y fumando por los senderos de grava rastrillados que serpentean por el trazado caleidoscópico del jardín. Hablamos de sus pechos y de cualquier tema menos de Tyler Durden.
Un día aparece en el periódico que un grupo de hombres vestidos de negro irrumpió en un concesionario de coches de lujo de uno de los mejores barrios y empezó a pegar golpes con bates de béisbol a los parachoques delanteros de los coches para que explotaran los
airbags
y se dispararan las alarmas.
En la Compañía Jabonera de Paper Street, otros grupos recolectan pétalos de rosas, anémonas y lavanda, y guardan las flores en cajas con una pastilla de sebo puro para que absorba el aroma y fabricar así jabón con olor a flores.
Marla me hablaba de las plantas.
La rosa, dice Marla, es un astringente natural.
Algunas de las plantas tienen nombres de esquela necrológica: luisa, rosa, ruda, melisa. Algunas, como la reina de los prados y la vellorita, la caléndula o la eufrasia, parecen nombres de hadas de Shakespeare. La lengua cerval con su olor a vainilla dulce. El olmo escocés, otro astringente natural.
La raíz de lirio, el lirio azul.
Todas las noches Marla y yo paseamos por el jardín hasta que estoy seguro de que Tyler no va a venir esa noche a casa. Justo detrás de nosotros siempre hay un mono espacial que nos sigue para recoger la hebra de toronjil, ruda o menta que Marla ha aplastado y puesto bajo mi nariz. Una colilla de cigarro. El mono espacial rastrilla el sendero tras él para borrar nuestras huellas.
Y una noche, en un parque de la parte alta de la ciudad, otro grupo echó gasolina alrededor de cada uno de los árboles, y también entre ellos, y provocaron un perfecto incendio forestal en miniatura. Apareció en el periódico: las ventanas de las casas de esa calle se derritieron con el fuego; los neumáticos reventaron y los coches aparcados se desplomaron sobre las ruedas pinchadas y derretidas.
La casa alquilada por Tyler en Paper Street es un ser vivo y húmedo debido a toda la gente que respira y suda en su interior. Hay tanto ajetreo de gente que la casa se mueve.
Esta noche Tyler tampoco ha venido a casa. Alguien taladró los cajeros automáticos y los teléfonos públicos, acopló unos encajes en los orificios y llenó hasta rebosar de grasa mecánica o pastel de vainilla los cajeros automáticos y los teléfonos públicos.
Y Tyler nunca estaba en casa, pero al cabo de un mes, unos cuantos monos espaciales llevaban la quemadura del beso de Tyler en el dorso de la mano. Luego, estos monos espaciales también desaparecían, y había nuevos aspirantes en el porche para reemplazarlos.
Y todos los días los grupos llegaban y se iban en coches diferentes. Nunca veías el mismo coche dos veces. Una noche oí a Marla en el porche de entrada gritándole a un mono espacial.
—He venido a ver a Tyler... Tyler Durden. Vive aquí y es amigo mío.
El mono espacial dice:
—Lo siento, pero eres demasiado... —titubea— ...demasiado joven para la instrucción.
—¡Anda y que te follen! —dice Marla.
—Además —prosigue el mono espacial— no has traído los artículos exigidos: dos camisas negras, dos pares de pantalones negros...
—¡Tyler! —chilla Marla.
—Un par de zapatos negros fuertes.
—¡Tyler!
—Dos pares de calcetines negros y dos mudas de ropa interior lisa.
—¡Tyler!
Oigo que la puerta se cierra de un portazo. Marla no se queda a esperar los tres días.
Casi todos los días, después del trabajo vuelvo a casa, y me hago un sandwich de mantequilla de cacahuete.
Al volver a casa, uno de los monos espaciales está leyendo a la asamblea de monos espaciales que están sentados ocupando toda la planta baja:
—«No sois un hermoso copo de nieve individual. Estáis hechos de la misma materia orgánica corrompible que todos los demás, y todos formamos parte del mismo montón de abono.»
El mono espacial continúa:
—«Nuestra civilización nos ha hecho a todos iguales. Ya nadie es totalmente rico, o blanco, o negro. Todos queremos lo mismo. Como individuos no somos nada.»
El conferenciante se detiene cuando entro a prepararme el sandwich, y todos los monos espaciales permanecen sentados en silencio como si me encontrara a solas. Les digo:
—No os preocupéis, ya lo he leído. Yo lo mecanografié.
Hasta es probable que lo haya leído mi jefe.
—Todos somos un montón de basura —les digo. Vamos, seguid con vuestro jueguecito. No os preocupéis por mí.
Los monos espaciales esperan callados mientras me hago el sandwich y cojo otra botella de vodka y subo las escaleras. A mis espaldas oigo:
«No sois un hermoso copo de nieve individual.»
Soy el Corazón Roto de Fulano porque Tyler me abandonó. Porque mi padre me abandonó. ¡Oh! Podría continuar así indefinidamente.
Algunas noches, al salir de la oficina, voy a otro club de lucha en el sótano de un bar o en un garaje y pregunto a todo el mundo si han visto a Tyler Durden.
En todos los clubes nuevos, siempre hay alguien a quien nunca he visto antes —de pie bajo la luz solitaria en el centro de aquella oscuridad, rodeado de hombres—, que recita las reglas de Tyler.