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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El Código y la Medida (10 page)

BOOK: El Código y la Medida
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Pero Sturm conocía a los campesinos, sabía el profundo rencor que abrigaban contra la Orden. Fuera el pueblo que fuera, a pesar de lo acogedoras que parecieran sus luces, el Martín Pescador, la Corona y la Rosa no tendrían una buena acogida en sus hogares.

El muchacho suspiró y volvió la vista hacia el este, donde, difusas en la incipiente claridad del alba y la decreciente luz blanca de Solinari, las dos torres de un gran castillo se alzaban en el horizonte. No era el castillo Brightblade, desde luego, pero era un castillo, y los castillos en estos parajes ofrecían refugio a aquellos vinculados con el Código y la Medida.

Despacio, con deliberada lentitud, Sturm condujo a su montura hacia el este, en dirección a las torres que parecían levantarse como niebla desde el suelo, frente a él.

Estaba a punto de rayar el día cuando las almenas aparecieron, y bajo la luz grisácea del amanecer atisbo el difuminado estandarte del castillo, blasonado en un enorme escudo sobre las puertas occidentales.

El estandarte mostraba el deterioro del tiempo y los elementos; la pintura estaba desconchada, pero Sturm conocía lo bastante la historia de su familia para distinguir los símbolos: una roja flor de lis sobre una nube blanca en un campo azul.

—¡Di Caela! —musitó Sturm—. ¡La mansión ancestral de mi bisabuela! Nos encontramos bastante más al sur de lo que deberíamos estar, mi buena
Luin.
Pero en cierto modo, supongo, estamos en casa.

La yegua relinchó ante la perspectiva de un refugio cercano. Poco a poco, su paso se hizo trote, luego un galope suave, y con redoblada energía transportó a Sturm Brightblade hacia las deslustradas puertas del hogar de sus antepasados.

6

El bosque sombrío

En las profundidades del Bosque Sombrío, tumbado en una hamaca de enredaderas y hojas, lord Silvestre cerró los ojos y dejó a un lado su flauta. La luz se refractaba a su alrededor, verde y ámbar, como si la propia fronda fuera un cristal combado y oscuro.

La hamaca estaba suspendida entre dos añejos robles, sobre los basamentos de unas ruinas aún más vetustas. Las piedras cubiertas de musgo salpicaban el claro a semejanza de dientes desgastados, contorneando débilmente los cimientos de un pequeño edificio, quizás un monasterio o abadía, sin duda desalojado y abandonado al deterioro en algún momento de la Era del Poder.

Los ojos de Vertumnus parpadearon y se abrieron de repente. Posadas sobre su cabeza, en las ramas de uno de los viejos robles, había dos ninfas que lo contemplaban con expresión perpleja.

—¡Pudiste matarlo! ¿Por qué no lo hiciste? —siseó la más menuda de las dos, que llevaba recogido el oscuro cabello en un rodete. Su voz era sonora y siniestra.

Vertumnus no respondió. Despacio, cruzó las manos sobre el pecho y, por un instante, semejó la estatua de un rey sepultado, inmóvil, regio e insondable. Las ninfas rebulleron inquietas sobre él; la más alta de las dos descendió gateando por el extremo de la hamaca con la agilidad de una araña por su tela, hasta llegar junto al brazo de Vertumnus; se acurrucó contra él, con la cara enterrada en la maraña de su frondosa barba verde.

—Yo sé que no te sientes inclinado a matarlo —susurró seductora, con una voz que recordaba una música de flauta y su tacto el suave roce del aleteo de un pájaro—. Y a nosotras no nos importa. Pero amedréntalo, confúndelo y haz que regrese impotente con sus hermanos de credo. ¡Hazlo! ¡Hazlo ahora!

Vertumnus soltó una risita queda, y el viento silbó entrelazado con su risa.

—Sois tan sanguinarias como estirges, todas vosotras, las moradoras de robles —dijo con voz retumbante—. Y tan necias e insistentes como urracas.

Las hojas crujieron al espantar a las ninfas con un ademán.

»
¡Largaos las dos! —ordenó—. Ya ha amanecido y es hora de que duerma.

Se estiró, y la ninfa que estaba acurrucada a su lado rodó por el borde de la hamaca y cayó sobre el manto de hojas secas que cubría el suelo del bosque. Enfurruñada, miró de hito en hito al portentoso ser verde, cuya voz rebosaba magia y prodigios extraños, que se mecía soñoliento en las ramas suspendidas sobre su cabeza.

—No eres uno de nosotros —lo acusó—. Todavía no. Y tampoco eres ya uno de ellos, aunque quizás añores los tiempos pasados.

Vertumnus se limitó a reír y se dio media vuelta en la hamaca. Sacudió la cabeza, y una lluvia de bellotas cayó entre las enredaderas entrelazadas; por un instante, el aire rieló con una miríada de arremolinadas sámaras, las aladas semillas de olmos, fresnos y arces. Sus oscuros ojos chispeantes contemplaron a la ninfa con una mirada cálida y divertida, pero indescifrable.

—¿Quién eres tú, pequeña Evanthe, para decir si siento añoranza o anhelos?

De alguna parte, en medio de las gruesas y extensas ramas de un enebro, descendió un búho enorme y aterrizó en las guías de la hamaca, con una ramita de arándano azul en el pico.

Vertumnus guiñó un ojo al búho y miró irónico a las malhumoradas ninfas.

—Y ahora —bostezó—, iros a algún roble, y mi compañero y yo dormitaremos y soñaremos los sueños de los nocturnos y los sabios. —Vertumnus arqueó una ceja, se volvió hacia el búho, y de nuevo despidió a las ninfas con un gesto, esta vez más impaciente.

Airadas, las dríadas se deslizaron hacia el centro del bosque, y miraron atrás por encima del hombro una, dos veces, a aquel indómito misterio verde entre los habitantes de la fronda.

—¡Nunca serás uno de nosotros! —gritó la pequeña con voz zahiríente—. ¡Aunque seas tan verde como un retoño de árbol, como un puerro tierno, nunca serás como nosotros, lord Silvestre!

Un instante después, las dos desaparecían en la abigarrada luz de la profundidad del bosque. Vertumnus sonrió y cerró los ojos.

—Diona, jamás imaginarás lo poco que eso me importa —susurró, mientras se llevaba la flauta a los labios.

Con actitud reposada, el Hombre Verde alzó la vista a la oscura bóveda de la fronda y rozó la flauta con los labios; luego la apartó y dijo algunas palabras acariciadoras al búho en un lenguaje de silbidos, arrullos y murmullo de viento en las ramas altas, y la enorme ave se acomodó en la frondosa mata de su cabello. Vertumnus alzó otra vez la flauta, y los otros salieron de las sombras y se acercaron: el ruiseñor y el halcón peregrino, el alce, la ardilla y el murciélago, y un solitario lince de ojos ambarinos. Lentamente, lord Silvestre empezó a tocar en el sublime modo noveno que los bardos llaman «branchalino». El desconcertado búho levantó el vuelo cuando la hamaca en la que yacía el hombre se cuajó con el rebrote de hojas nuevas. Aunque el mundo y el tiempo a su alrededor experimentaban todavía los últimos coletazos del invierno, de repente era pleno verano.

Vertumnus tocó, y los capullos de flores se hincharon y se abrieron a su alrededor entrelazando los finos y huecos pedúnculos con su barba y su cabello. Rápidamente cambió al modo décimo, el sereno y alegre «matherino», y el aire se impregnó de dulces fragancias. En las ramas sobre su cabeza, los pájaros canores se mecían embriagados por los encantadores aromas, y de manera gradual empezaron a sumarse con sus cantos a la melodía, como lo habían hecho en la niebla de las Llanuras de Solamnia.

Los ojos del Hombre Verde relucieron de placer, pues el modo undécimo era el próximo: el modo «solinio», la Canción de la Luna Blanca, la Dadora de Visiones. Por todo Ansalon, se irguieron orejas y se volvieron hacia la suave y casi inaudible melodía que empezaba a surgir en el Bosque Sombrío.

Los dedos verdes danzaron ágiles sobre el cuerpo de la flauta, veloces y fugaces a medida que el ritmo se aceleraba. Vertumnus miró el parche gris del cielo del amanecer que se alzaba sobre él, visible a través de la opaca red de ramas, y observó cómo lo iba llenando el blanco rostro de Solinari.

Los ojos de Vertumnus centellearon y se abrieron de par en par. El baile empezaba. Las ramas ya no oscurecían el firmamento, sino que, atrapadas en música y luz, parecieron encogerse en una red de cicatrices sobre la faz de la gloriosa luna.

La rielante superficie del orbe se tornó verde a medida que Vertumnus tocaba, encapotándose con una distante tormenta celestial. Las nubes se arremolinaban y bullían en silencio, y en medio de la turbulencia surgieron imágenes que poblaron la superficie de la luna.

Era como un espejismo, como una escena más vivida que un recuerdo, pero menos que un atisbo. Cruzando la superficie de Solinari, como si se movieran a través de la faz de un orbe, un grupo de una docena de enanos caminaba penosamente sobre rocas insustanciales.

Vertumnus estrechó los ojos y siguió tocando.

Dos de los enanos hicieron un alto en su fantasmagórica marcha, sombras cernidas al borde de la luna. Se miraron el uno al otro y sacudieron las cabezas de un modo curioso, como si intentaran sacar algo que les obstruía los oídos.

Los labios de Vertumnus esbozaron una sonrisa sobre la embocadura de la flauta. Siempre ocurría igual: la música les llegaba como una confusión mental, algo elusivo que no recordarían un instante después de que saliera de su límite auditivo. Con todo, el modo solinio era la canción de los cambios. Aquellos que la tuvieran al alcance del oído, cambiarían con la música; es decir, si escogían escuchar. Para algunos, el cambio sería sutil, para otros, profundo, pero todos los que tenían oídos para escuchar quedarían marcados en lo más hondo de su ser, y después la canción nunca los abandonaría.

Los enanos se desvanecieron tan rápidamente como habían surgido de las nubes en la luna, y en su lugar aparecieron tres caballeros montados en corceles, con los rostros tapados con unos cubrecuellos para resguardarse del cortante viento invernal.

Uno de ellos, que llevaba descubierta la cabeza, y cuyo cabello oscuro estaba salpicado de canas, tiró de las riendas y se detuvo bajo unos enebros nevados. Medio oculto en las sombras de los árboles perennes y en la esquiva luz de luna, alzó la vista al cielo, escuchando la música con vigilante concentración.

Algo en su porte resultaba muy familiar…, ciertamente familiar…

Pero, antes de que Vertumnus tuviera ocasión de examinarlo con más detenimiento, se desvaneció en el verde torbellino de nubes sobre la luna. Lord Silvestre bajó la flauta, y de repente, como si un viento arrasador hubiese barrido su superficie, Solinari resplandeció con una luz plateada…

Entonces, de pronto, inexplicablemente, empezó a menguar.

Vertumnus sacudió la cabeza con actitud entristecida; al hacerlo, los verdes mechones de su cabello soltaron gotitas de rocío. Ahora volvería a localizar al chico, antes de que la luna fuera un semicírculo, un segmento, antes de que desapareciera en la oscuridad del novilunio. Encontraría al que ocuparía su tiempo hasta que llegara la primavera. Alegremente, entonó una simple y divertida contradanza en modo octavo, tan sencilla que apenas tenía algo de magia. Las ninfas, al oír la tonada desde su recóndita morada en el corazón del bosque, salieron de los árboles y se aproximaron a él arrastrando tras de sí una estela de hojas de roble y una extraña luz plateada.

—Hay otros danzantes mucho más prometedores, Vertumnus —dijo Diona.

—Uno de los caballeros —sugirió Evanthe—. Incluso un par de enanos resultarían más interesantes.

El Hombre Verde siguió tocando, como si no las hubiese oído. Ciertamente, Sturm parecía un candidato poco prometedor, un joven singularmente carente de imaginación, condicionado por las costumbres y el convencionalismo. Lo que las ninfas no sabían era hasta qué punto le atañía este Brightblade, hasta qué punto había entrado en conflicto con el combate de Yule al paso de los meses. Era hora de que el muchacho aprendiera una dura lección sobre sangre, obstrucción y rutilante superchería en el corazón de su amada Orden. En ausencia de su padre, Vertumnus se había responsabilizado de darle esas lecciones. Lo que Evanthe había dicho antes era cierto. Vertumnus había tenido varias oportunidades de matar a Sturm Brightblade. Aquello oscuro que había perseguido al muchacho en las llanuras ocultas por la niebla, y que no obedecía a hombre alguno y sólo a muy pocos dioses, danzaba al son de Vertumnus. Se había aproximado al chico y casi lo había alcanzado, pero en el último momento el Hombre Verde lo había alejado con su flauta hacia Kalaman y la bahía de más allá.

Era demasiado pronto para cosas oscuras, demasiado pronto para someter al chico a una prueba tan rigurosa. Ya habría suficientes peligros y el riesgo de una muerte fortuita. Pero no ahora, pues la danza acababa de empezar. Y faltaban dos semanas para que llegara la primavera.

Rápidamente, en la niebla y la luna menguante, Vertumnus buscó a Brightblade. La música recorrió las llanuras como un viento, bordeó el alcázar de Vingaard, descendió por el gran río hasta el alcázar de Thelgaard, y siguió buscando, registrando todo Solamnia hasta que…

Con las últimas notas solemnes de la melodía, la niebla se disipó ante un antiguo castillo, ruinoso y deshabitado. Los oscuros ojos de Vertumnus se abrieron de par en par.

Las ninfas intercambiaron una mirada indescifrable.

—Está ahí, Evanthe —susurró Vertumnus.

Los últimos retazos de niebla se disiparon, y apareció Brightblade, trémulo e inestable sobre el sudoroso lomo de su yegua. Debilitado por la niebla, el fuego y la galopada suicida, el muchacho parecía menguado, muy pequeño dentro de aquella absurda armadura solámnica.

—Casi infunde pena —dijo Diona, cuya mano morena descansaba sobre el hombro del Hombre Verde.

—A mí no —contestó Vertumnus, con un último atisbo de invierno en la voz—. Mis ramas están desnudas de compasión.

Así pues, él, el búho y las ninfas observaron al muchacho mientras cruzaba los desvencijados portones del castillo Di Caela.

—¿Conoces ese lugar, lord Silvestre? —susurró zahiriente Evanthe, con los labios pegados al oído del Hombre Verde.

Vertumnus sonrió, pero no respondió nada. Sturm desmontó y condujo a la yegua por los adoquines cubiertos de musgo del patio, pasando ante chamizos y edificios en mal estado, en dirección a las puertas de caoba de la torre del castillo, con algunas señales del deterioro causado por los elementos, pero todavía intactas. El muchacho probó el picaporte y, tras dar unos tirones, consiguió abrir la puerta de par en par.

—¡Tu bailarín es fuerte! —se mofó Diona.

Vertumnus puso un índice verde sobre los labios de la ninfa y apretó juguetón hasta que ella dio un respingo y volvió la cabeza.

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