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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El Código y la Medida (6 page)

BOOK: El Código y la Medida
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Caramon abrió la boca como si fuera a responder, pero se limitó a echarse hacia atrás en su silla con actitud enfadada. Una vez más, las palabras lo habían superado. En alguna parte, allá abajo, por la calzada que serpenteaba entre los vallenwoods de Solace, el relincho de un caballo se alzó sobre el silbido del viento nocturno, seguido por el grito destemplado del jinete.

—Lo que ambos intentamos hacerte entender es que, si has oído cosas así en Solace, lo que oirás en las Vingaard será aún peor —intervino Raistlin, saliendo de sus reflexiones y observando al joven con una mirada intensa, inquietante—. Es demasiado pronto, Sturm. El norte es voraz, y la Orden… En fin, la Orden es como tú mismo has dicho.

—Tengo que ir ahora, Raistlin —argumentó Sturm. Se llevó la taza a los labios y dio un sorbo de la tibia y ahumada mezcla—. Tengo que ir ahora, por encima del Código y la Medida y de las últimas revelaciones que me hizo mi madre. Ya no lo soporto más.

—¿El qué? —preguntó Caramon, con la mente en otra parte. Pero la historia continuó en sus pensamientos: el incomparable Angriff Brightblade, un maestro con la espada, un héroe y un noble caballero que tuvo el valor de desaparecer de un modo grandioso en el asedio al castillo Brightblade.

Que tuvo el valor de dejar atrás a un hijo y demasiados interrogantes.

—He de saberlo —dijo Sturm con tono dramático—. Tengo que encontrar a mi padre. Sí, sí, tal vez esté muerto. Pero allí arriba, es un recuerdo en lugar de… Bueno, en lugar de una leyenda.

Raistlin suspiró. Esbozó una extraña y breve sonrisa y se volvió hacia la chimenea otra vez.

»
Todo cuanto mi padre hizo —continuó Sturm—, en torneos, en las guerras de Neraka, en defender castillo y familia…

—Te ha amargado la infancia —lo interrumpió Raistlin. Tuvo un golpe de tos, sin duda por un constipado, y agitó el té tibio de su taza—. Esto de ir en busca de padres es algo obsesivo —observó con ironía—. Tienes que poner buena cara a quien te está matando.

Caramon asintió lentamente con la cabeza, aunque no entendía en realidad. Su mirada siguió a la de su hermano. Los gemelos guardaron silencio, contemplando con fijeza las rojas brasas del hogar.

«Sí, es algo obsesivo —pensó Sturm enfadado mientras los miraba, satisfechos en su relación extrañamente equilibrada—. Pero jamás lo entenderéis. Ninguno de los dos. Pues, suceda lo que suceda, os tenéis el uno al otro para…, para…»

«Para mostraros quiénes sois.»

«Y nadie me está matando.»

Enredado en la maraña de sus propios pensamientos, Sturm se levantó de la mesa. Los gemelos apenas advirtieron su marcha cuando salió a la tonificante noche de Abanasinia. Caramon agitó suavemente la mano en un gesto de despedida, y la última imagen que Sturm tuvo de sus amigos fue verlos sentados codo con codo, enmarcados por la luz de la hoguera y uncidos por las sombras, cada cual perdido en sus propios sueños. »

4

Una historia de despedida

Ahora, con el viaje al norte y una estación en Solamnia tras él, todo cuanto Sturm guardaba de ese momento era su expectación y su melancolía.

Mientras el crudo invierno discurría hacia la primera semana de febrero, descargando todo su rigor, y la nieve barrida por el viento se arremolinaba en las oscuras laderas de las montañas Vingaard, Sturm dedicaba los días a los entrenamientos. Gunthar lo instruía en el manejo de la espada y en cabalgar; lord Adamant, en la supervivencia en bosques; y todos, en el más depurado estilo solámnico, en vigilias y rezos. Y en un hondo terror. Por las tardes, después de los entrenamientos, paseaba por las murallas de la Espuela de Caballeros, escudriñando hacia el sur, donde las Alas de Habbakuk bajaban hasta las colinas Virkhus, y después, más allá, a las Llanuras de Solamnia. Cuando estaba despejado y no hacía viento, el muchacho imaginaba atisbar un relieve verde al límite del horizonte meridional. «El Bosque Sombrío —pensaba. Y sentía un dolor en el hombro—. Y Vertumnus. A últimos de invierno y no estoy preparado, ni mucho menos.» En su mente, los enigmáticos comentarios de Raistlin habían sido desplazados por interrogantes más inmediatos. Se los planteaba cada noche, mientras paseaba por las almenadas murallas.

—¿Por qué vino el Hombre Verde a la Torre? ¿Por qué este Yule fue distinto de cualquier otro? ¿Por qué fui elegido y qué quiere de mí? ¿Qué me espera en el Bosque Sombrío? Y sin reparar en espada, caballo e instrucción, ¿cómo puedo prepararme para hacer frente a un hombre de sombras y magia?

* * *

Lord Stephan Peres observaba al muchacho desde su estudio, con creciente preocupación. Desde la ventana veía la solitaria linterna titilando en la gris penumbra de la madrugada. Había observado los entrenamientos de Sturm y los preparativos para la partida, y, aunque el muchacho era un alumno aventajado, estaba muy verde al empezar y no habría mejorado mucho cuando acabara su instrucción.

Esa falta de destreza podría resultar ser la perdición de Sturm, pensaba, sombrío, el anciano caballero.

Para empezar, estaba el tema del ambiente en las zonas rurales. Los campesinos de Solamnia nunca habían perdonado a los caballeros por su supuesta participación en el Cataclismo, la espantosa hecatombe que había asolado el mundo con terremotos y fuego hacía más de trescientos años.

El rencor seguía latente entre los aldeanos, y aunque la hostilidad y la rebelión quedaran encubiertas largos períodos, tal vez diez o doce años en ocasiones, los disturbios resurgían de manera esporádica, como había venido ocurriendo en los últimos cinco años, en los que las insurrecciones habían menudeado.

Y como había ocurrido de nuevo, evidentemente, en las frías semanas que siguieron al banquete de Yule.

Las Alas de Habbakuk, esas amplias y terrosas lomas que se extendían al sur de la Torre del Sumo Sacerdote y proporcionaban una ruta más fácil al interior de las montañas, se habían convertido recientemente en un tremedal de agujeros y trampas burdamente realizadas. Los caballeros experimentados no tenían problema en reconocer las señales: un montón de hojas secas de vallenwood en un sendero bien transitado, un desacostumbrado juego de luces y sombras en los matorrales que salpicaban las suaves pendientes. Estaban acostumbrados a las estratagemas de los campesinos, como lo estaba incluso hasta el más inexperto de los escuderos que había crecido a la vista de la Torre.

Pero Stephan estaba preocupado por el joven Brightblade, que había evitado el desastre por los pelos en tres ocasiones, mientras deambulaba por las Alas con sus compañeros. La última vez, la astuta y vieja yegua del muchacho,
Luin,
había mostrado más juicio que su diestro pero incauto jinete, al salvar de un salto el agujero en el que se habrían matado ambos, en tanto que Sturm salía despedido de la silla por el inesperado brinco. El hombro herido le había dolido durante días, pero eso le preocupaba menos a Stephan que las circunstancias curiosas del incidente.

Era como si las trampas hubiesen sido puestas a propósito para Sturm, y sólo para él.

Stephan se recostó en el alféizar de la ventana y reflexionó sobre los borrosos acontecimientos del banquete de Yule: la llegada de Vertumnus, la lucha y el misterioso desafío. Eran todos recuerdos difusos en la memoria de un viejo. Stephan pensó que en el otoño, cada mañana, había dos, tres o cuatro pájaros menos en las almenas. Otro tanto ocurría con la memoria: un día, con la primera helada, levantabas la vista y sólo permanecían los pájaros más resistentes.

La primavera era un tema más misterioso. A lo largo del invierno, las órbitas de las lunas habían cambiado, apareciendo primero por el oeste, luego por el noroeste y después completamente por el este, donde deberían encontrarse en pleno verano. La roja Lunitari y la blanca Solinari alteraron posiciones y fases, y los astrónomos afirmaban que la negra Nuitari también lo había hecho. Al principio resultó alarmante, pues los propios astrónomos, los científicos y los eruditos mantenían que las cambiantes lunas podrían anunciar la proximidad de un trastorno mayor. Quizás el Cataclismo se repetiría, trayendo con él los terremotos, el desplazamiento de continentes y la destrucción total. Quizás era algo aún peor.

Pronto, no obstante, tales temores se habían aplacado. Las lunas se movieron de un lado al otro del cielo durante varias noches, y no se abrieron grietas en el suelo. Con gran alivio, los residentes de la Torre volvieron a la rutina diaria, y los soldados de infantería empezaron a cruzar apuestas sobre el punto donde las lunas aparecerían cada anochecer. Por último, hasta los habitantes más trasnochadores de la Torre del Sumo Sacerdote —los astrónomos, los centinelas y el siempre vigilante Sturm— dejaron de prestar atención al mudable espectáculo del firmamento.

Entonces los problemas más sutiles se hicieron patentes. Las aves, acostumbradas a migrar a la luz de las lunas y a utilizar su posición como guía, se encontraron perdidas y desconcertadas. Los petirrojos y las alondras llegaron con antelación a la zona, para poco después guarecerse temblorosos en aleros y almenas cuando las nieves y los vientos retornaron.

Una mañana, lord Stephan se llevó una sorpresa al encontrar tres gaviotas posadas en la ventana de su dormitorio. Engañadas por los rápidos cambios de las lunas, se habían aventurado muy lejos de cualquier mar. Tenían las plumas desarregladas, y las puntas de las alas cubiertas de hielo.

Sometido a la veleidosa atracción de Solinari, el caudal del río Vingaard aumentó primero, después descendió, y luego volvió a crecer, amenazando con sobrepasar los viejos muros de contención construidos hacía más de un siglo por los antepasados de Sturm, los Brightblade y los Di Caela. Las ipomeas y otras plantas nocturnas rebrotaban desatinadamente en los jardines y viveros de la Torre; fuera, en las granjas, los espárragos, los ruibarbos y las hortalizas apuntaron en los sembrados antes de tiempo, con gran sorpresa de los agricultores y la consternación de la mayoría de sus hijos pequeños.

Las mayores perturbaciones, no obstante, se dieron en otros planos más especulativos. La magia, por supuesto, gira en torno a las fases de las lunas, y sus extraños y erráticos alineamientos en la bóveda celeste trastornaron la práctica del arte hasta el punto de que sólo los augurios más poderosos escaparon del fracaso. Los vientos y el tiempo eran tan variables como las lunas, y unas luces fluctuantes salpicaron las Alas de Habbakuk. Varios hechiceros se presentaron ante lord Stephan con salchichas, linternas o zapatos pegados a los rostros o a otras partes más ocultas de sus cuerpos, ya que la constante contienda entre magos era tan propensa a trastocarse y a salir por la culata como a tener éxito.

Lord Stephan había recibido con gesto ceñudo a los quejosos hechiceros, esforzándose por adoptar una expresión escandalizada y compasiva, aunque lo cierto es que apenas podía contener la risa. Por último, en presencia de un Túnica Roja en cuyas orejas crecían sin cesar hojas de vid, sugirió que, aunque fuera un pobre consuelo, cuando llegara el otoño sus lágrimas se volverían vino.

Los cambios operados en el joven Sturm, sin embargo, no fueron tan divertidos. Con su expresión lúgubre y sus continuos paseos por las almenas, puso a prueba la paciencia de todos los caballeros, hasta del más mesurado. Sus largas visitas vespertinas a la Cámara de Paladine suscitaron toda clase de hipótesis.

—Suplicando, sin duda, que sobrevenga un nuevo Cataclismo —había rezongado lord Alfred a lord Stephan esa mañana en la escalinata—. Si la tierra se abriera y se lo tragara, sería justo lo que desea. Y lo que nos gustaría a muchos que le pasara.

—Vamos, Alfred —lo amonestó el anciano caballero, si bien su tono apaciguador no resultaba convincente—. Si no puedes mostrar indulgencia en memoria del padre del muchacho, entonces recuerda la carga que lleva sobre sí. Es hora de dejar de lado los pensamientos desabridos y ayudar al chico con los últimos preparativos.

La primavera se aproximaba a las montañas Vingaard, a despecho del vagabundeo de las lunas y el desconcierto de plantas, pájaros y magos. Los días transcurrieron y, aunque el calendario era la única medida fiable del paso del tiempo, se avecinaba la fecha de partida del muchacho.

* * *

Sturm estaba a solas en su cuarto, en el que entraba la tenue luz de la tarde. Había pasado una larga mañana en el patio central con Gunthar, quien lo instruía rudamente en las particularidades del manejo de la espada. Todavía jadeante por el esfuerzo y con los hombros entumecidos y ardiéndole, Sturm se quitó los pesados brazales e hizo un gesto de dolor cuando el metal y el almohadillado frotaron las magulladuras que se había hecho al caer de la yegua mientras cabalgaba por las Alas, pero también las otras más recientes, producto del entusiasmo de su instructor en el combate de entrenamiento. Había sido un «torneo cortés», en el que se utilizaban armas de mimbre, romas y sin filos, pero Gunthar era tremendamente fuerte y sus golpes resultaban contundentes a pesar de las precauciones.

Sturm soltó un gruñido y tiró los brazales al suelo. Se tumbó boca arriba en el duro lecho y miró el techo; tenías las mejillas enrojecidas por el esfuerzo y la vergüenza. Esfuerzo, porque lord Gunthar lo había hecho emplearse a fondo. Vergüenza, porque un hombre mucho mayor que él lo había vencido con facilidad, enlazando la derrota final con instrucciones impartidas con voz calmada…

—¡Levanta el escudo, Sturm! —había gritado Gunthar, perdiendo los estribos por un momento—. ¡Jadeas y te mueves arrastrando los pies como lord Raphael!

El joven se había encogido al oír esto. Lord Raphael tenía ciento veintitrés años y balbucía con senil enajenación acerca del Cataclismo, que realmente no recordaba.

Despacio, los dos hombres giraron en círculo uno en torno al otro, alumno y tutor. Los ojos de Gunthar no se apartaban del muchacho ni por un momento, pendientes de la espada roma que se balanceaba en su mano derecha.

—Tienes baja la guardia, muchacho —lo apremió Gunthar—. ¡Vertumnus te ensartará con su espada antes de que te dé tiempo a levantarla!

Entonces Sturm dio un traspié, y Gunthar le propinó un empellón hacia atrás que lo sentó en el duro suelo del patio. El caballero lo miró ceñudo y le explicó con un tono frío y cortante que lord Silvestre no esperaría cortésmente a que se pusiera de pie.

—El Hombre Verde no pertenece a la Orden. No puede esperarse que combata con dignidad y de acuerdo con la Medida. No hay Medida en las tierras agrestes, razón por la cual hay una Medida aquí. ¡Tú serás la Medida en ese encuentro!

Ahora, en la soledad de su cuarto, Sturm cerró los ojos. Una llamada en la puerta lo sobresaltó. Debía de haberse quedado dormido, pensó consternado, mientras se debatía con los lazos de las grebas. La puerta se abrió, y lord Boniface Crownguard de Foghaven entró en la habitación, con la espada ancha en la mano y sobre el hombro una bolsa grande de lona, en cuyo interior repicaba algo metálico. Cerró la puerta tras de sí.

Durante un fugaz instante de pesadilla, el muchacho pensó que la instrucción se iba a reanudar con otro vapuleo a manos de lord Boniface. Por un momento, incluso imaginó que algo peor, más siniestro, estaba a punto de tramarse en el umbrío cuarto de huéspedes. Pero Boniface soltó su carga sin hacer ruido, casi con delicadeza, y se sentó en una esquina del catre de Sturm, con la espada al través sobre sus rodillas.

Tenía las botas manchadas de barro y llevaba pegadas hojas secas de vallenwood en las suelas.

—Te vi con Gunthar. Te cansas con demasiada facilidad —dijo lord Boniface con aspereza.

—Y Gunthar no se cansa con suficiente rapidez —respondió Sturm con una débil sonrisa, dejando de lado su temor y su desconcierto.

El caballero soltó una risita queda.

—Pero eres el chico de Angriff Brightblade —concluyó Boniface, y Sturm lo miró esperanzado—. En algún rincón soterrado de tu ser. Sí. Es sólo cuestión de dejar salir el Brightblade que hay en ti. Verás, Angriff habría permanecido con Gunthar en el patio hasta alcanzar la victoria; así de simple. Hasta que la muerte o el Cataclismo sobrevinieran, Angriff solía competir conmigo espada contra espada, y aunque yo era el mejor en esta disciplina… —Boniface hizo una pausa y carraspeó—. Aunque yo era el mejor espadachín —continuó—, tu padre habría vencido a fuerza de puro coraje, osadía y entereza.

El caballero hizo otra pausa y miró con curiosidad al muchacho que tenía a su lado.

»
También había una especie de afinidad con la propia espada —dijo pensativo—. Como si algo en su ser pudiera percibir los pensamientos y movimientos del metal. Habría sido un buen forjador o armero de no sentir la llamada vocacional de la Orden. Pero tales cosas eran sutiles, casi inconscientes, como si las recibiera heredadas en la sangre.

—Ninguna de las cuales he heredado yo —declaró Sturm con desánimo—. Ni afinidad, ni coraje, ni osadía, ni entereza.

—Y, sin embargo, saldrás a hacer frente a lord Silvestre tras someterte a un considerable esfuerzo de entrenamiento y estudio —contestó Boniface suavemente—. ¿Qué calzada tomarás para el viaje?

—Dicen que el mejor camino es siempre el más directo —respondió Sturm—. Tengo intención de cabalgar en línea recta hacia el alcázar de Vingaard y después hacia el sur, río abajo, hasta el gran vado. Allí cruzaré el Vingaard, y después tomaré el brazo meridional y seguiré a lo largo de la ribera hasta el mismo Bosque Sombrío. Una ruta sencilla y sin obstáculos.

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