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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El Código y la Medida (8 page)

BOOK: El Código y la Medida
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—Estaba moralmente obligado por el Código a entregártelo —dijo Boniface enigmáticamente—. Pero esta espada es…
mi
regalo.

Ofreció la espada ancha que había tenido sobre su regazo.

»
Tu padre, al parecer, se llevó consigo su espada, Hoja Resplandeciente, y su armadura, o las ocultó en algún sitio desconocido incluso para sus amigos más íntimos. Pero el hijo de Angriff Brightblade merece manejar un tipo de espada como la que ahora te entrego.

Tendió el arma al joven, con la empuñadura por delante. El acero emitió un fulgor apagado a la luz de las lámparas del cuarto.

—Hazla tuya —instó Boniface con actitud misteriosa—. Es brillante y de doble filo.

* * *

Boniface dejó a Sturm con la espada apoyada en el regazo. Durante una hora, o quizá dos, el muchacho pulió el arma. Podía ver su rostro reflejado en la reluciente hoja, distorsionado y con aspecto lobuno a causa de los bordes angulosos del acero. Cuando lord Gunthar Uth Wistan entró en el cuarto, Sturm apenas reparó en su presencia.

—Tendrás que estar más alerta en el Bosque Sombrío —observó el caballero mientras el sobresaltado muchacho se incorporaba de un brinco y dejaba caer la espada, que repicó contra el piso de piedra.

—Estaba… Yo…

Lord Gunthar pasó por alto los balbuceos del joven y tomó asiento en medio del golpeteo metálico y el rechinar de la cota de malla. Con cuidado, soltó en el suelo el paquete que llevaba, algo pesado y voluminoso, envuelto en una manta. A Sturm lo sorprendió que el hombre paseara por las estancias de la Torre vestido como si fuera a tomar parte en una batalla. Al verlo, cualquiera habría pensado que la Torre del Sumo Sacerdote estaba bajo asedio. Gunthar extendió la mano protegida con guantelete, en la que llevaba un manojo de verdes y frescas hojas.

—¿Las conoces? —preguntó con brusquedad.

Sturm sacudió la cabeza en un gesto de negación.

»
Roble negro —explicó el caballero, lacónico—. ¿Sabes el viejo dicho?

Sturm hizo un gesto afirmativo. Sabía mucho más sobre rimas y refranes populares que sobre hojas y árboles.

—"El último en reverdecer y el último en tirar la hoja", señor. O eso se dice allá, en Solace.

—Lo mismo se dice aquí —comentó Gunthar—. Razón por la cual es extraño que te enseñe estas hojas en invierno, ¿no te parece?

Dirigió a Sturm una mirada calmada, indescifrable.

—Eso significa que he de ponerme en marcha —apuntó el joven, mientras se agachaba y recogía la espada del suelo. El ambiente de la habitación le pareció de pronto muy cálido; un sutil aroma a flores entró a través de la ventana, transportado por una brisa del sureste.

5

De partidas y proyectos

Aquella mañana, todos, salvo los más descarados, desviaban la mirada.

En los helados corredores alumbrados con antorchas, mientras la noche llegaba a su fin y el toque de campana de la tercera guardia tañía profundo y solitario, los escuderos empezaron a despertarse y a preparar las armaduras de sus señores quejándose del tiempo y de la hora. Era un momento del día que, por lo general, bullía de actividad, chismorreos y chanzas pesadas, pero hoy las ocupaciones cesaban y las conversaciones se interrumpían cuando Sturm pasaba presuroso camino de los establos. Silenciosos, casi turbados, los caballeros y los escuderos evitaban su mirada.

Incluso los criados, por lo común indiferentes con los asuntos de la hermandad, murmuraban a su paso y hacían signos de protección.

—La despedida a un hombre condenado —rezongó para sus adentros Sturm mientras salía al gran patio central, a las sombras y a las últimas ráfagas de nieve de la temporada.

Levantado y ocupado en misteriosas tareas desde hacía un buen rato, Derek Crownguard se encontraba a tiro de piedra de la puerta del establo, envuelto en el vaho del aliento y en mantas. Un par de los Jeoffrey, sus compinches de fechorías, estaban con él. Todos aristócratas y pertenecientes a familias principales desde hacía generaciones, ninguno de los tres tenía asignadas ocupaciones matinales, y Sturm sólo podía conjeturar qué los había hecho abandonar los cálidos lechos y los sueños de grandeza. Cuando el joven entró en el establo para coger su silla de montar, colgada en la habitual clavija de la pared, la encontró atada y enmarañada con enredaderas secas y estrafalariamente adornada con ramas de pinocha. Escuchó risas en el exterior y tiró con furia de la silla. Las enredaderas se partieron, y el muchacho retrocedió tambaleante por la fuerza del impulso. Un coro de voces juveniles se alzó en la oscura y fría madrugada:

Devuelve a, este hombre al seno de Huma,

más allá del cielo imparcial;

concédele el descanso del guerrero

y guarda el último destello de sus ojos,

libre de la asfixiante nube de la guerra,

sobre las antorchas de las estrellas…

Sturm salió del establo. A despecho de sí mismo, sonrió sin poder evitarlo. Después de todo, los chicos entonaban el salmo funerario de los Caballeros de Solamnia.

Terminaron los versos y se quedaron plantados ante él con actitud desdeñosa. Derek Crownguard estaba sofocado y jadeante por la desentonada interpretación, pero se erguía en la neblina frente a su rival, con su armadura de cuero sucia, llena de salpicones y manchas, y su rostro en un estado similar. Tras él, los dos Jeoffrey de semblantes pálidos, cuyos rasgos recordaban los de los murciélagos, resollaban con una risa maliciosa.

Una idea absurda se abrió paso poco a poco en la mente de Sturm. Si iba en verdad a satisfacer el deseo de Derek Crownguard y no regresaba de este extraño y malhadado viaje, ¿por qué no separarse de ellos del mismo modo en que su padre se había separado de su abatida y llorosa guarnición aquella noche legendaria en que había caído el castillo Brightblade? ¿Por qué no partir riendo?

De repente, sin ton ni son, Sturm se sumó al canto.

Permite que su último aliento

se refugie en el tibio aire,

por encima de los sueños de las aves de rapiña,

donde sólo el halcón recuerda la muerte.

Pronto se alzará a la sombra de Huma,

más allá del cielo imparcial.

La voz de Sturm se hizo más y más potente, ahogando primero la de un Jeoffrey, después la del otro, y por último la del cabecilla, el propio Derek. Desconcertados y un poco asustados, los escuderos empezaron a retroceder, seguidos por Sturm, que cantaba aún más alto.

Acobardados por completo, los Jeoffrey se dieron media vuelta y echaron a correr, dejando a Derek solo en el patio, retrocediendo. Sturm continuó avanzando hacia él y entonando el canto más y más fuerte, hasta que en las ventanas de la Torre parpadearon y se encendieron luces y los malhumorados caballeros fueron sacados bruscamente de su sueño por la broma pesada planeada por Derek que, de un modo tan inesperado, le había salido mal. El arrogante escudero retrocedió cada vez más deprisa; la risa y la expresión burlona acabó por desaparecer por completo de su semblante mientras miraba los duros ojos de este sureño que evidentemente no estaba en sus cabales. Tan absorto estaba Derek Crownguard en su retirada que no reparó en el joven jardinero, Jack, quien estaba parado detrás de él para descansar un momento de su desagradable tarea de arrastrar una carretilla llena de estiércol. Fue una verdadera pena que no se diera cuenta. Derek tropezó con la carretilla, pero su caída fue amortiguada por el blando y humeante contenido de aquélla. Se incorporó tambaleante de la carretilla, dio un traspié y cayó de bruces, en tanto que Sturm finalizaba el salmo Funerario con voz fuerte y exultante.

Stephan y Gunthar estaban en las almenas, por encima de los muchachos, asomados y observando el desarrollo del extraño concierto matinal.

—Es todo un Brightblade —dijo Gunthar con voz queda a su viejo amigo.

—No del todo Brightblade. Pero, con la intercesión de los dioses, sí lo bastante —concedió Stephan.

* * *

Sturm sonrió de nuevo mientras ensillaba su montura. Se sentía alocado, agitado y extrañamente libre.

Derek, rojo por la vergüenza y la rabia, había retrocedido, esta vez teniendo cuidado en dónde ponía los pies, y se había marchado dejando su arrogancia de familia privilegiada tras él, en el patio cubierto de nieve. Lord Boniface había salido furioso de la escalinata que conducía a la Espuela de Caballeros y cogió a su pringoso escudero por una manga que no estaba manchada.

—¿Cómo osas perder la mañana haciendo payasadas cuando tienes pendientes cientos de tareas que te he encomendado para antes del amanecer? —bramó Boniface.

Cruzaron precipitadamente el patio, el caballero reprendiendo a su escudero y vapuleándolo con preguntas a cuál más indescifrable. Jack, el jardinero, se cubrió la boca desdentada para ocultar una sonrisa, y empujó la carretilla en pos de ellos al tiempo que tarareaba en voz baja la canción entonada por Sturm.

Sturm soltó una queda risita mientras contemplaba el desfile. Sin duda, Derek iba a recibir un buen rapapolvo y después lo mandarían a sus alfombrados aposentos donde, furioso y abochornado, se cocería en su propia salsa pensando en lo que tendría que haber hecho o dicho cuando el advenedizo de Solace se había vuelto hacia él riendo como un poseso y cantando salmos fúnebres a voz en cuello.

—Dale un día,
Luin —
susurró el joven a su yegua, que soltó un afable resoplido en la decreciente oscuridad del establo—. Dale un día a Derek y, conmigo ya lejos, en la calzada, a saber cómo será la historia de lo ocurrido esta madrugada en el patio.

Para entonces, los contornos de la fortaleza se definían bajo una pálida luz gris. Las lámparas de la torre parecían más mortecinas y, en lo alto, los murciélagos y otras criaturas de la noche se apresuraban a buscar refugio en cuevas o sobrados de graneros. En las llanuras, el horizonte cobró forma.

El sol había salido cuando Sturm condujo a
Luin
al patio, hacia las puertas del sur. Lord Stephan se encontraba allí para despedirlo; la niebla se enredaba en los blancos mechones de su barba. También Gunthar se hallaba presente e inspeccionó al joven con severa minuciosidad, asegurándose de que su montura estuviera bien ensillada y que llevara la nueva armadura con la debida propiedad solámnica.

—Te queda un poco… grande, muchacho —comentó el Caballero con expresión contrariada mientras dirigía una mirada excéptica al peto, tan amplio que parecía que Sturm le había metido en una jaula—. Tal vez deberías cambiarla por otra más adecuada para tu talla.

Sturm sacudió la cabeza.

—Sin duda habría alguna que me encajara mejor, sí
.
Pero ¿más adecuada que ésta, lord Gunthar? No lo creo. Soy Un Brightblade citado a un duelo por lord Silvestre. Mi legado cabalga conmigo hacia los dioses saben dónde. —El muchacho ocultó una sonrisa. Era un parlamento que había preparado mientras cepillaba a su yegua, y le parecía muy rimbombante y al estilo de la Medida, una oportuna frase de mutis para su partida y un oportuno prólogo para la gran aventura que le aguardaba.

«Pequeño palurdo pomposo —pensó lord Stephan con afable socarronería—, bailando dentro de ese cascarón de peto. Ya veremos qué tal hacen frente "el Brightblade" y su legado a lo que se le avecina.»

—Los dioses saben dónde, Sturm Brightblade —anunció Stephan en voz alta, mientras las enormes puertas de roble de la Torre del Sumo Sacerdote se abrían a sus espaldas—. Pero tu primer punto de destino es indudablemente el Bosque Sombrío, y parece que lord Vertumnus… insiste en mostrarte el camino a ese lugar.

Sturm abrió los ojos desmesuradamente al mirar por encima del hombro de Stephan. De manera inexplicable, habían crecido enredaderas en los adoquines, al pie de las puertas del sur, y se habían extendido a lo largo del pasadizo como una inmensa telaraña verde. Y fuera, en las Alas de Habbakuk, descendiendo hacia el sur y el este hasta los cerros rocosos, una estrecha franja de hierba había brotado de la nada. Durante la noche se había propagado desde las puertas de la fortaleza hasta las Llanuras de Solamnia, reluciente como fuego verde y perfecta como una cinta o la alfombra de un dignatario.

—El tal Vertumnus es un buen anfitrión —intentó bromear Sturm, aunque su tono no era convincente. Se frotó el hombro, en el que de pronto sentía un doloroso latido—. Un buen anfitrión, sin duda, ya que se molesta en guiarme desde la Torre hasta sus dominios.

Sus palabras sonaron ahogadas en aquella atmósfera brumosa.

—Confío en que la empresa no sea tan fúnebre como tu amigo Crownguard conjetura —insistió lord Stephan—. No obstante, no puedo mentir y decirte que el camino que te aguarda será fácil. Pero ojalá el Gran Dragón y Mantis te guíen, y el Libro Gris se abra y te muestre su sabiduría.

«Condenadamente pomposo por mi parte también —pensó Stephan—. Debe de ser la hora temprana y esta exhibición de verdor.»

También había cogido por sorpresa a los caballeros el que la magia de Vertumnus llegara hasta las propias puertas de la fortaleza. Era una estrecha franja de hierba, cierto, pero poderosa. Lord Gunthar había salido al exterior y la había tocado, primero con su espada y después con la mano desnuda. Stephan había hecho otro tanto, y el tacto de la hierba primaveral en sus dedos había sido cálido y flexible; y con el tacto había llegado una extraña e indefinible ansia por las profundidades de las tierras agrestes, por el verdor lujuriante de los bosques.

—Que el Gran Dragón y Mantis te guíen —deseó otra vez, mientras Sturm conducía a su montura con cautela entre el laberinto de vegetación hacia el camino mágico de Vertumnus. Alfred y Gunthar observaron su marcha desde las almenas, y a los dos caballeros el muchacho les pareció vulnerable, débil, sin la preparación necesaria. No por primera vez, lord Stephan lamentó que el Código y la Medida les impidiera a todos ellos tomar las armas y seguir al muchacho.

El chico sería un Brightblade —indudablemente era el hijo de Angriff en imagen y espíritu—, pero lo que aguardaba más allá…

* * *

Boniface arrastró a su farfullante y rabioso escudero hasta un rincón apartado de los jardines. Cerca había un cobertizo donde se guardaban las herramientas de los jardineros entre estatuas rotas y restos de un sistema de irrigación gnomo que jamás había funcionado.

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