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Authors: Leonardo Sciascia

Tags: #drama

El Consejo De Egipto (10 page)

BOOK: El Consejo De Egipto
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El abate se dirigió a la ventana que daba a la calle: junto a la puerta de entrada, otros dos esbirros. «Si me hubiesen robado de verdad, estaría fresco: al cabo de una semana llegan los esbirros... ¿Y para qué...? Para el tesoro de Santa Ágata construyeron puertas de hierro después del robo... Siempre es la misma la ley.»

Pero experimentaba una vaga inquietud, un presentimiento, y se puso a la tarea de quemar en la cocina aquellos pocos papeles, esparcidos aquí y allá, que para un ojo experto pudiesen ser reveladores de algún detalle de su juego o que pudiesen dar nacimiento a una mera sospecha.

Alto ya el sol, llegó el juez, con una compañía de esbirros. Era Grassellini, juez del Real Patrimonio. El abate se sorprendió ante tal aparición, puesto que esperaba ver a un juez de la Corte Criminal.

—Si fuera un simple robo —explicó el juez Grassellini— tendría que ocuparse de él la Corte Criminal. Pero dado que los objetos robados os pertenecían, sí, pero tan sólo en forma material, en tanto que moralmente pertenecían a Sicilia, al Reino, al Real Patrimonio... pues ha habido un pequeño conflicto de competencia entre la Corte Criminal y el Tribunal del Real Patrimonio, ya sabéis cómo son estas cosas... Pero hemos ganado nosotros, naturalmente... ¿No creéis que la razón ha de estar de nuestro lado, sin duda alguna?

—Claro que sí —respondió el abate—. Los papeles que sirven para hacer la historia son patrimonio del Reino, ni más ni menos que el palacio de los normandos o la tumba del rey Federico.

—Justamente ésa es la tesis que he sostenido yo. Y me complace que vuestra opinión sea concordante... En cambio, a mis colegas de la Corte Criminal les ha parecido un concepto revolucionario: para ellos no existe diferencia entre el hurto de una salchicha y el robo del
Consejo de Egipto
... Así se llama el códice que os han robado ¿verdad...? Por mi parte, hago una diferencia ¡vaya si la hago! —Hizo un guiño al abate y luego, con otro tono de voz, se dirigió a los esbirros—: revisadlo todo y recoged cada papel que encontréis, hasta el más pequeño, hasta el más mínimo de los trozos...

Los esbirros se desparramaron por la casa. El abate y el juez, durante unos momentos, se miraron a los ojos; en los del otro, cada uno leyó la medida de sí mismo, del propio juego: como si estuviesen sentados a la mesa de juego, con las cartas en la mano.

—Una simple precaución —explicó el juez— para evitar que los ladrones, si se les ocurriese volver a haceros otra visita, puedan llevarse alguna otra cosa de propiedad del Real Patrimonio.

—Creo que no han dejado nada tras de sí, al menos de aquello que vos buscáis. Pero habrá que ver... con gente tan experta como la vuestra...

—También yo estoy convencido de que no han dejado nada... Convencidísimo —dijo el juez, con feroz desilusión, como la del perro que no puede seguir a la liebre dentro del zarzal.

El abate comenzó a hablar del robo. Tres hombres enmascarados habían irrumpido en su dormir, de un modo tan brusco que en un primer instante no supo si pertenecían a un sueño o a la realidad. Luego se había hecho cargo de la situación y tenía frente a sí el cañón de una carabina. Pero no lograba comprender qué intereses podían haber movido a los ladrones cuando penetraron en su casa, la casa humilde de un hombre de estudio. Y, por supuesto, no se habían llevado nada que no fuesen papeles, papeles que para ellos debían carecer de valor.

—Pues tal vez también ellos son hombres de estudio —dijo con grosera ironía el juez Grassellini.

—¿Lo creéis? —preguntó Vella con un estremecimiento de temor—. Si las cosas son tal como las sospecháis, si mis enemigos han sido capaces de llegar a tanto, de ahora en más tendré que preocuparme por mi seguridad y por mi vida... —Recitó con tanta convicción que el juez se sintió sumido en la perplejidad durante unos segundos, atacado por la duda.

—Al efecto he ordenado que haya guardias en torno a vuestra casa, día y noche.

—Os quedo muy obligado... Porque me encuentro! mal desde aquella noche maldita; se me ha amargado la sangre, siento que me estalla la cabeza. Pero sabiendo que a mi alrededor hay vigilancia, podré acostarme tranquilo, sin miedos.

—De todos modos tenéis a aquel monje para haceros compañía, tan excelente, tan devoto... —insinuó Grassellini.

—Oh, no, se ha marchado hace tiempo... Para ser exactos, he sido yo quien le ha pedido que se marchara, pues no era tan excelente y tan devoto como vos creéis... Figuraos que aquí, en mi propia casa... —enrojeció, se le veía cohibido y, a la vez, rebosante de indignación—. Recibía, en una palabra, no os diré más... —Al cabo de más de dos lustros» Giuseppe Vella había tenido ocasión de descubrir el vicio del monje y ahora intentaba sacar provecho de ello.

—¿Recibía qué?

—A una mujerzuela —respondió el abate con un susurro.

«Viejo zorro —pensó Grassellini— pones tus espaldas a buen recaudo; lo que el monje pueda revelar, una vez arrestado, tú lo atribuirás a su mala índole.»

Los esbirros, era evidente, se entretenían en hurgar rincones por amor al arte: al arte de desbarajustar el orden de una casa, de entremeterse en todo.

Con sutileza, el abate llevó a la conversación el nombre del marqués de Simonetti, que había sido colaborador de Caracciolo y en esos momentos cumplía funciones de ministro en Nápoles; Vella se preguntaba amargamente cuánto disgusto habría experimentado el marqués al tener conocimiento de que los papeles del
Consejo de Egipto
habían sido objeto de robo.

—Por eso es que me empeño en el caso —dijo Grassellini—. No querría que su excelencia dudara acerca de mi celo, de mi solicitud —pero su tono fue ambiguo, con un matiz y una expresión en los que se advertía una velada amenaza. Y por cierto que entretanto pensaba: «Te atraparé de tal modo que su excelencia no podrá mover ni siquiera un dedo por ti.»

No se hubiese dicho con justicia que Grassellini tenía algo personal en contra del abate Vella o en contra del ministro Simonetti. En ese momento se dejaba llevar por el específico olfato que algunos funcionarios tienen frente a las situaciones de cambio, olfato que les permite husmearlas en el aire antes de que se cristalicen y del que se valen para efectuar, en consecuencia, ese mínimo salto hacia el nuevo orden (o desorden) de las cosas. El juez había caído en la ingenuidad de comprometerse con Caracciolo hasta el extremo de convertirse en promotor de la fiesta de despedida y los nobles le habían arrancado la piel a jirones con su desprecio: por todos los medios al alcance de sus privilegios, la nobleza había intentado obstaculizarle la carrera y hacerle difícil la vida. Pero en aquellos tiempos del virrey Caracciolo, Grassellini era joven. Ahora, en cambio, poseía tanta experiencia y tan afilada nariz como para comprender que, aun cuando Simonetti permaneciese en su cargo de ministro o lo abandonara, la presión fiscal del gobierno sobre las rentas de los barones sicilianos estaba a punto de ceder, a causa de aquellos tumultuosos sucesos de otros países que habían desembocado en el nacimiento de un eco de temor y de reacción en la Corona. Se avecinaba un tiempo durante el cual el Rey tendría necesidad de los barones y de ello era indicio la preocupación que la corte ponía para dar largas a sus deudas, para acomodarlas, hasta para pagarlas. Por lo tanto, con el fin de redimirse ante los ojos de la nobleza siciliana, Grassellini se había arrojado en pos del asunto Vella para crucificarlo bajo el cargo de simulación, del que no sería nada difícil extraer más adelante el de falsedad. En las cosas de su oficio, el juez era tenaz y sutil y también, y a su manera, honesto: no dudaba de la falsedad y simulación del robo de los códices del abate Vella. Por cierto, era necesario proceder con tacto, con prudencia, dar la razón a una parte, es decir al ministro Simonetti, y luego a la otra, en este caso la nobleza. Junto con Simonetti caerían monseñor Airoldi y el abate Vella.

Los esbirros depositaron a los pies de Grassellini todos los papeles que habían hallado. El juez ordenó que fuesen empaquetados y lacrados. Con modales ceremoniosos y recomendándole que se cuidara, se despidió del abate.

—De inmediato me meteré en la cama —aseguró Vella—, porque ya no puedo mantenerme en pie.

Y de verdad se metió en la cama, pero después de haber escrito al marqués de Simonetti. En la carta, hablaba del martirio al que el juez Grassellini sometía al fiel y devoto servidor de la Corona y personal admirador de su excelencia, Giuseppe Vella, abate de San Pancracio.

3

A la hora del toque de vísperas, un
volante
de monseñor Airoldi fue enviado a casa del abate Vella para llevarle como presente un bote de manjar blanco y pastas de sésamo, dulces a los que el abate hacía objeto de su gula y que monseñor muy a menudo se preocupaba de mandarle. Junto a la puerta de entrada, el
volante
halló a dos esbirros que se apeñuscaban en el umbral, aburridos, alarmado, les preguntó:

—¿Qué ocurre?

—No ocurre nada, estamos aquí para cuidar al gato —respondió uno de los esbirros. Era evidente que ambos hombres consideraban cosa de poco jugo aquella de montar guardia junto al establo del que ya habían sido robados los bueyes.

—¿Y el abate?

—Está en la cama, dichoso de él.

El portal estaba abierto. El
volante
entró en la casa, con la intención de dejar el regalo en la sala, si era verdad que el abate estaba en la cama. Todas las puertas estaban abiertas y desde una habitación cercana llegaba una especie de estertor entrecortado por sollozos agudos y palabras mal balbuceadas. El hombre permaneció indeciso, con la bandeja en la mano, durante algunos momentos: no quería cometer la falta de delicadeza de entrar en la habitación del abate. Pero, por otra parte, esos sonidos le parecían más propios de un moribundo que de una persona dormida. Sin dejar la bandeja, atravesó la puerta de la habitación de Vella. En la media luz, en el fondo del cuarto, el rostro del abate parecía el de un reo ajusticiado: caído sobre las almohadas y cojines, con los ojos en blanco, faltos de pupilas y salidos de sus órbitas y la boca abierta.

El
volante
se acercó al lecho para llamar:

—Abate, abate Vella...

El estertor se hizo más fuerte, los sollozos más continuos. Luego comenzó a hacerse nítido un delirio coherente: los códices, el robo, la gente que quería mal al pobre enfermo.

—Pobrecito, mira en qué estado le han puesto —murmuró el
volante
; luego se encaró con el enfermo—. Abate, vengo de parte de su excelencia... Monseñor Airoldi ¿recordáis a monseñor Airoldi? —le hablaba como si se tratase de un niño—. Me ha mandado traeros este manjar blanco y las pastas de sésamo que tanto os apetecen...

Las pupilas del abate afloraron en el blanco de sus ojos de ajusticiado y por un momento se mantuvieron fijas en la bandeja que el
volante
le mostraba.

—Ponla aquí —dijo el abate, señalando la columnilla que había junto a su cama.

De inmediato siguió en su delirio.

De ese modo, antes de la noche, toda Palermo supo que el abate Vella estaba a punto de morir. Y la noticia suscitaba reacciones y juicios contradictorios, discusiones interminables e incluso no pocas apuestas. Había quien consideraba que la enfermedad, como el robo, era ficticia. En cambio otros creían en ella y se lamentaban con amargura. Unos la atribuían al terror por la inminencia del descubrimiento de la impostura; otros, a la injusta persecución y al episodio del robo. Tarde en la noche, los esbirros se vieron obligados a acudir primero al barrio de la Albergaría, donde se había encendido una riña entre mujeres que, acerca del caso del abate Vella, habían tomado partidos opuestos: unas se compadecían de él y otras lo vituperaban. Más tarde, los mismos esbirros intervinieron en la Kalsa, donde los pescadores se destripaban en pro y en contra de la autenticidad del
Consejo de Egipto
.

En la Gran Tertulia, en el palacio Cesara, las opiniones de los nobles sobre el caso Vella fluían dentro de sentimientos mucho más unánimes. En ese momento, la reacción era indignada frente al proceder del juez Grassellini y de cautela y sospecha con respecto del abate. Pero la sospecha era vaga, tambaleante, y estaba velada por un respeto que, en apariencia, se tributaba al estudioso, si bien en realidad correspondía al chantajista todavía temible, todavía sostenido por el apoyo de la obra impresa y del real favor.

—Ni siquiera es capaz de cumplir las funciones de esbirro —decía el príncipe de Partanna—. Recibe una denuncia de robo y todo lo que hace es una requisa en casa de quien ha sido robado: cosas de locos...

—Es un rufián, eso es, un rufián —exclamó airado el marqués de Geraci.

—Pues sí, no cabe duda: tiene alma de rufián... Ya se comportaba así con el
paglietta
. ¡Hermosa fiesta de despedida le organizó...! Ha intentado hacerlo con el príncipe de Caramanico, ese buenazo... Un rufián... Pero yo me pregunto: ¿a quién le ha encendido la vela ahora...? ¿Al canónigo Gregorio? Ni pensarlo. ¿Al marqués de Simonetti? No me parece lógico que el marqués vaya a atacar a Vella luego de haberlo protegido tanto. ¿Al arzobispo? Al arzobispo esta historia no le importa un bledo... ¿A quién, pues? —preguntaba don Francesco Spuches mientras hacía girar a su alrededor una mirada vacía.

—Quizá a vos —dijo el marqués de Villabianca.

—¿A mí?

—Digo a vos para decir a mí, a nosotros, a todos nosotros: a la nobleza, en una palabra... Pensad por un instante en lo que sucedería si Grassellini lograse reunir pruebas, pruebas concretas, pruebas de valor legal, para apoyar las sospechas del canónigo Gregorio y de aquel austríaco... ¿cómo se llama el austríaco?

—Hager.

—... y de Hager, que sostienen que el
Consejo de Sicilia
y el
Consejo de Egipto
son falsos...

—Imposible —dijo Cesarò.

—¿Cómo lo sabéis?

—Pero si están de por medio hombres como monseñor Airoldi, como el príncipe de Torremuzza... ¿creéis que hombres como ellos se hayan dejado engañar? ¿Y el profesor Tychsen? ¿Dónde ponéis al profesor Tychsen?

—Que se quede donde está... Y en cuanto a monseñor Airoldi y al príncipe de Torremuzza, me quito el sombrero ante el saber que poseen. ¿Pero creéis que el canónigo Gregorio y el austríaco Hager merecen menos respeto...? Por otra parte, sólo he planteado una simple hipótesis: que los códices del abate Giuseppe Vella sean falsos... ¿Qué sucede si, Grassellini de un lado y Hager del otro, presentan pruebas seguras de que los códices son falsos?

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