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Authors: Leonardo Sciascia

Tags: #drama

El Consejo De Egipto (7 page)

BOOK: El Consejo De Egipto
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—Toda una impostura. La historia no existe. ¿Quién podría asegurar que existen las generaciones de hojas que han caído de un árbol, otoño tras otoño? Existe el árbol, existen sus hojas nuevas; más adelante también estas hojas caerán; y en cierto instante, también el árbol ha de desaparecer. La historia de las hojas, la historia del árbol. ¡Futilezas! Si cada hoja escribiera su historia, si aquel árbol escribiera la suya, entonces, diríamos: ah, sí, la historia... ¿Vuestro abuelo ha escrito su historia? ¿Y vuestro padre? ¿Y el mío? ¿Y nuestros bisabuelos y tatarabuelos...? Han descendido a sufrir podredumbre en la tierra, tal como las hojas, sin dejar historia tras de sí... Existe aún el árbol, sí; existimos también nosotros, como hojas nuevas... Y también nosotros nos habremos de marchar... Quedará el árbol, si perdura, pero también podría ser hachado, rama por rama: los reyes, los virreyes, los papas, los capitanes, en una palabra, los grandes... Hagamos con todos ellos un poco de fuego, algo de humo, para ilusionar a los pueblos, a las naciones, a la humanidad viviente... ¡La historia! ¿Y mi padre? ¿Y vuestro padre? ¿Y los borborigmos de sus vísceras vacías? ¿Y la voz de sus hambrinas? ¿Creéis que se oirá su rugido en la historia? ¿Que habrá un historiador dueño de un oído tan sensible como para percibirlo?

Fray Giuseppe cabalgaba sobre reales ímpetus de predicador. Y el monje se sentía presa de la mortificación, de la inquietud. Por detrás de la prédica, aparecía el impostor, el cómplice:

—¿Quizá es el bienestar lo que os corroe la conciencia...? Si es así, no tenéis más que decirlo: os pagaré el pasaje de regreso...

Para el monje, como resumen final, este argumento era el más convincente.

9

—Así, así está bien —dijo la condesa.

Con el rabillo del ojo se veía reflejada en el gran espejo. Ante ella, sobre el plano del escritorio
trumeau
, reducido a una vivida miniatura sobre la parte superior de una tabaquera, descansaba aquel cuadro de François Boucher que los casanovistas conocen como retrato de
mademoiselle
O'Murphy.

Estaban a la moda los cuadros vivientes y en la intimidad de una cita de amor, en el pequeño pabellón de deliciosas
boiseries
donde solía retirarse, pretextando ante su marido tremendas jaquecas, la condesa componía uno extraordinario. Imitaba a la perfección el cuadro de Boucher, con ayuda de la poca luz que le permitía emparejar sus años con los de Mademoiselle O'Murphy. Sólo dos elementos: una
dormeuse
y su propia desnudez. No era posible desear cuadro viviente más espléndido, ni imitación más minuciosa.

Di Blasi se acercó para observar la miniatura; luego volvió los ojos hacia el cuadro viviente. Se inclinó para besar la nuca, los hombros. Ligera, su mano recorrió aquel cuerpo cálido y suave, con movimientos ascendentes y descendentes que se demoraban en cada una de las mórbidas articulaciones, en cada pliegue, como si quisiera ejecutar una talla sobre una materia preciosa y dócil.

—Perfecto —dijo.

—Oh, eso no está en el cuadro —protestó la dama, pero se volvió para mirarlo, entreabiertos los labios, expuestos en totalidad los senos redondos, algo más grandes y pesados que los de
mademoiselle
O'Murphy, por cierto.

Una vez más estaban juntos sobre la
dormeuse
. Cuando emergía nuevamente a esa luz de laca y de oro, la condesa preguntó:

—El pintor, ¿cómo se llama el pintor?

—Boucher, creo, François Boucher.

De pie, mientras la miraba, tendida ahora de espaldas, ya no en grácil posición del cuadro viviente, sino desarticulada con la satisfecha languidez del deseo encalmado, pensó: «François Boucher: boucher, boucherie, vucciria. Vucciria. En cada lengua hay un misterio: para un francés los cuadros de este pintor, tan luminosos, tan sensuales, tan llenos de alegría, tal vez tendrán un matiz, un débil matiz de carnicería, de
vucciria
. Y yo, que sé francés, en este mismo momento estoy pensando: hasta ahora el nombre de Boucher ha presentado para mí el encanto, el deseo...»

El abogado empezó a vestirse. La mujer le miraba por entre sus párpados entornados, con un cierto sentimiento divertido: un hombre que se viste tiene algo de ridículo; demasiados ganchos, demasiados botones, luego las hebillas, por último el espadín.

—Estoy leyendo
Les mille et une nuits
, ¿sabéis? Es una obra maravillosa... Por momentos, es verdad, me resulta poco amena, pero es una maravilla... ¿Vos la habéis leído? —preguntó la condesa.

—No, aún no.

—Os la prestaré... ¿Sabéis que esos musulmanes son extraordinarios? Un sueño... viven como si soñasen... Palermo debía ser una delicia cuando ellos estaban aquí...

—Pero una mujer como vos, rubia, de piel blanca y ojos celestes, sólo podría haber sido una esclava.

—No digáis tonterías... Quisiera saber algo más acerca de los árabes... ¿Qué hacían en Sicilia, en Palermo, cómo eran sus casas, sus jardines, sus mujeres...?

—Fray Giuseppe Vella...

—Oh, precisamente: vos lo conocéis, ¿verdad?, sois buen amigo de él.

—¿Queréis conocerlo? Es un hombre interesante... Algo ¿cómo decíroslo?, sombrío, misterioso... En una palabra, interesante.

—No digáis tonterías: para mí, sólo vos sois interesante. No, quería decir... Pues... mi marido está preocupado. Dice que en el
Consejo de Sicilia
hay algo que se relaciona con nuestra posesión. No sé con exactitud de qué se trata: quizá sólo el nombre, quizá la noticia de algún censo... Pero le preocupa pensar que más adelante, en el
Consejo de Egipto
, aparezcan algunas otras noticias al respecto...

—Por ejemplo la de que el feudo pertenecía a la Corona, con lo cual resultaría que vuestro marido detenta esas tierras merced a una antigua usurpación.

—Creo que sí, que se trata de eso... Es decir, creo que ésa es la preocupación de mi marido... ¿Podríais vos, tal vez, hablar una palabra con Vella, pedirle información...?

—Puedo pedirle información —sonrió Di Blasi.

—¿Sólo información? —y le dedicó un mohín coqueto, fugaz, mezcla de amenaza y promesa al mismo tiempo.

—Aquéllos son documentos históricos, amiga mía, pertenecen a la historia. El trabajo de Vella exige honestidad, cuidado especial... Pero —agregó con galante de broma— le diré a fray Giuseppe que una hermosísima dama vive sumida en angustias y temores, con la idea de que el
Consejo de Egipto
podría despojarla —acarició el cuerpo desnudo, la besó—, despojarla de una posesión, de una renta...

10

Sentado entre monseñor Airoldi y fray Giuseppe Vella, se hallaba don Gioacchino Requesens, para enterarse de las maravillas del
Consejo de Sicilia
.

—Os quiero leer —dijo en determinado momento monseñor— una cosa que os causará placer... En vuestra familia, si no recuerdo mal, tenéis el título del condado de Racalmuto...

—Nos viene por vía de los del Carretto —respondió don Gioacchino—. Una del Carretto se casó...

—Os la quiero leer —interrumpió monseñor—, os la quiero leer.

Se puso de pie; después de unos minutos de búsqueda, extrajo un quinterno de la pila que reposaba sobre la mesa. Satisfecho, volvió a sentarse. Sonreía como quien está á punto de hacer un regalo por sorpresa.

—Aquí está... os la leeré...: «Oh amo mío poderoso y venerable, el siervo de su grandeza con el rostro en tierra le besa las manos y le dice que el emir de Giurgenta me ha dado orden de que emprendiese el cuidado de contar la población de Rahal-Almut y de que luego me ocupara de escribir una relación a su grandeza y de enviarla a Palirmo. Los he contado a todos para hallar entonces que en dicha población viven cuatrocientos cuarenta y seis hombres, seiscientas cincuenta y cinco mujeres, cuatrocientos noventa y dos niños y quinientas dos niñas. Todas estas criaturas, ya sean musulmanas o cristianas, aún no han llegado a la edad de quince años. Hecha esta relación, con el rostro en tierra le beso las manos y me identifico así, el gobernador de Rahal-Almut Aabd Aluhar por voluntad de Dios siervo del emir Elihir de Sicilia... » Luego está la fecha ¿lo veis?:
24 del mes de reginal, 385 de Mahoma
, lo que vale decir 24 de enero de 998... ¿Qué os parece?, ¿qué decís?

—Interesante —respondió con frialdad don Gioacchino.

Se produjo un silencio embarazoso. Monseñor Airoldi se sentía desilusionado frente a la extraña actitud contenida de don Gioacchino.

—¿Eso aparece en el
Consejo de Sicilia
? —preguntó al cabo de unos instantes Requesens.

—Sí, en el
Consejo de Sicilia
—respondió, sin ocultar su disgusto, monseñor.

—¿Y en el
Consejo de Egipto
? —inquirió don Gioacchino.

—En el
Consejo de Egipto
, ¿qué? —preguntó, a su vez, monseñor, con cierta brusquedad.

Pero fray Giuseppe ya había comprendido la situación: don Gioacchino, justamente, se preocupaba por aquellas noticias que, acerca del condado de Racalmuto, pudiesen aparecer en el
Consejo
de Egipto
. Y la nueva aventura de fray Giuseppe tomaba especial nota de preocupaciones semejantes.

—Me refiero a si en el
Consejo de Egipto
habrá alguna otra noticia relacionada con este condado o con las demás tierras que pertenecen a mi familia.

—No lo sé —respondió monseñor y con actitud interrogante se volvió hacia fray Giuseppe.

—Ni siquiera yo lo sé aún —explicó fray Giuseppe—. Apenas he comenzado el trabajo —pero lo dijo con un tono tal que don Gioacchino quedó sumergido en el convencimiento de que en el
Consejo de Egipto
habría lo suficiente como para reducir a los Requesens, según el pensamiento literal de don Gioacchino, a «cubrirse el culo con la mano», o sea como para reducirlos a la total desnudez.

—Comprendo —exclamó monseñor, con la cara cubierta por una repentina luz; para lograr que fray Giuseppe también comprendiese, le explicó—: Mira, nuestro amigo don Gioacchino se preocupa al pensar que podría surgir la prueba o la sospecha de una usurpación en lo tocante a alguna de las tierras y posesiones de su familia.

—Oh —exclamó fray Giuseppe, con aire de fingido estupor e inocencia.

—De verdad no me preocupo —dijo don Gioacchino—. Estoy seguro de que acerca de las posesiones de mi familia no puede surgir ni tan sólo la sombra de semejante sospecha... Pero ya sabéis qué es lo que sucede a menudo: una equivocación, un
quid pro quo
...

—Ese peligro no existe —aseguró monseñor.

—No existe —se hizo eco fray Giuseppe.

—Comprendo —dijo don Gioacchino.

Creía ser el primero, entre los nobles de Palermo, que había advertido el peligro que representaban el
Consejo de Egipto
y el astuto hombre que lo traducía. Con el viento que soplaba desde Nápoles, con aquel loco del virrey...

En realidad muchos otros habían comprendido ya esto mismo. La casa de fray Giuseppe se había convertido en meta de una procesión de pesebre: en el huerto balaban los corderos, una enorme jaula estaba tan llena de pollos que las pobres aves no podían moverse dentro de ella, y los frutos, quesos y dulces se acumulaban en todos los rincones de la casa... Sin hablar de los presentes en onzas sonantes, y las invitaciones a comer que llovían desde todas partes.

11

—La condesa de Regalpetra —decía el abogado Di Blasi a fray Giuseppe Vella— vive sumergida en preocupaciones por vuestra causa.

—¿Por mi causa? Pero si apenas la conozco...

—Teme que el
Consejo de Egipto
traiga a luz algún dato que perturbe la normal percepción de sus rentas. De modo que me ha pedido que os pregunte...

—¿Os importa mucho?

—La condesa, en este momento, sí. El problema de sus rentas, mucho menos.

—Pues examinaré el texto y luego os podré decir algo. Pero creo que no tiene nada que temer. —La sonrisa de fray Giuseppe dejó ver un relámpago de entendimiento, de complicidad, casi como si estuviese a punto de agregar: «Gracias a vos, que la recomendáis, gracias a la amistad que con vos mantengo.»

En ese instante, frente a las preguntas de fray Giuseppe, frente a su sonrisa. Di Blasi tuvo la impresión de que el capellán era hombre capaz de sacrificar a la amistad un pasaje del
Consejo de Egipto
, una noticia histórica, un documento. Era una impresión fugaz, una mínima duda acerca de la probidad profesional de fray Giuseppe. En fin, si se consideraba que casi todos los sicilianos ponen la amistad por encima de cualquier otra cosa, no había nada de extraño en el hecho de que fray Giuseppe participara de tal sentimiento. Más tarde, mucho tiempo después, el pequeño episodio cobró su significado exacto en la memoria del abogado Di Blasi: Fray Giuseppe estaba dispuesto a sacrificar no una noticia histórica, sino un posible chantaje, en aras de la amistad. De todos modos, resultaba humana y consoladora la certeza de que un hombre como aquél pusiera un sentimiento desinteresado por encima de la impostura y del chantaje y en nombre de la amistad renunciara al placer y al beneficio material.

Un tanto preocupado, Di Blasi estaba a punto de aclarar a fray Giuseppe que sólo como cosa de broma le había hablado de las inquietudes de la condesa y que él mismo estimaba que del
Consejo de Egipto
debía venir a luz lo que en el texto había, ya redundase o no en perjuicio de quien fuere; pero en ese momento, jubiloso como un perro que hubiera hallado a su amo, el príncipe de Partanna se arrojó hacia fray Giuseppe:

—¡Mi muy querido abate Vella! ¡Dichosos los ojos que os ven! ¿Dónde os habíais metido? Hace ya una semana que no logro veros en ninguna parte...

—El trabajo —dijo fray Giuseppe—, el trabajo...

—Aquel bendito
Consejo de Egipto
, lo sé, lo sé... Pero un poco de esparcimiento es indispensable... ¿Sabéis que os encuentro más flaco...? Tendríais que cuidaros, amigo mío, pensar en algún reposo, hacer algún viaje de placer. Podríais venir a mi casa, conmigo... Bien conoceréis el dicho: mejor asno vivo que doctor muerto. ¿Qué? ¿Queréis dejar vuestra piel y vuestros huesos en el
Consejo de Egipto
?

—De no haber trabajado como lo he hecho, no podría ahora comunicaros que en el
Consejo de Egipto
he hallado a un ilustre ancestro de vuestra familia: Benedetto Grifeo, que en árabe se transcribe Krifah, embajador de la Corte de Sicilia ante el gobierno de El Cairo...

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