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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (21 page)

BOOK: El consejo de hierro
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El joven lanzancudo se aleja a cuatro patas de Judah Low. Vuelve la cabeza sobre un cuello que es todo tendones y pregunta sin palabras si va a seguirlo, cosa que él hace con torpes chapoteos que el lanzancudo tolera como si fuera un recién nacido.

Cuando el niño camina, sus miembros perforan las aguas con precisión. Judah Low parece arrastrar la ciénaga consigo, dejando tras de sí una amplia cicatriz. Tiene suerte de que las presas y los sires de esta cría de lanzancudo le dejen acompañarlo, puesto que a cada momento que pasa atrae una atención que más le valdría evitar. Para el caimán negro y las boas constrictoras, su avance debe de ser como las convulsiones de una criatura herida de muerte.

La comunidad del lanzancudos lo ha tolerado, e incluso le ha dado la bienvenida, desde aquella vez que salvó a dos jóvenes de un depredador de los prados que se había adentrado en la ciénaga. Judah todavía cree que la criatura estaba siguiéndolo a él pero cambió de dirección al ver a los dos pequeños. Cuando se alzó, siseando y empapada de cieno, los cachorros se quedaron quietos y utilizaron sus glándulas de camuflaje para secretar taumaturgones que les harían parecer tocones de árbol y no dos pequeñas criaturas inmóviles, pero la criatura se encontraba demasiado cerca como para dejarse engañar.

Pero entonces Judah había empezado a gritar y a golpear con el garrote su jaula de especímenes, organizando un escándalo tan impropio de la tenue quietud de los pantanos que resultaba apabullante. Nunca hubiese podido asustar a la criatura —una colosal amalgama de león marino, jaguar y salamandra, con unas protuberancias cubiertas de aletas capaces de aplastarle la cabeza— pero sí que logró confundirla. El depredador se zambulló bajo los juncos.

Desde entonces, desde que los dos pequeños a los que había salvado habían vuelto a
casa
y relatado su historia en una cavatina compuesta apresuradamente para subrayar su autenticidad, Judah había sido tolerado.

El lanzancudo no habla a menudo. Pueden pasar días.

Su comunidad carece de nombre. Las chozas que asoman entre los juncos y el agua están rodeadas de pasarelas y cubiertas de hamacas, y hay otros habitáculos, pozos excavados en la tierra húmeda. Insectos tan grandes como el puño de Judah deambulan volando de acá para allá, ronroneando como grandes y estúpidos gatos. A veces, los lanzancudos los ensartan y se los comen.

El oleoso pelaje de los lanzancudos exuda gotitas de lodo cenagoso. Se mueven como aves marinas. Son como aves, y como delgados felinos, de rostro inmóvil, casi sin rasgos.

Los sires cantan canciones de adoración si son rojos, y construyen herramientas y casas de juncos y trabajan las granjas de los manglares si son de alquitrán. Las presas cazan sacando una pata del agua con tal lentitud que para cuando las garras abiertas emergen ya se ha secado y no hay gotas que perturben la superficie cuando el asterisco de dedos se comprime formando un estilete que levita sobre su propio reflejo. Hasta que algún pez o alguna rana suculenta pasa y todo queda inmóvil, y la mano se introduce en el agua con la velocidad de un arpón y emerge instantáneamente, con los dedos abiertos y la presa ensartada en la muñeca, como un brazalete de carne sangrante.

Entre las casas, los jóvenes lanzancudos juegan con gólems de barro como los niños de Nueva Crobuzón juegan a las canicas y al pilla-pilla. Judah toma notas y saca algunos heliotipos. No es xenólogo. No tiene forma de decidir qué es lo importante. Lo que él quiere hacer con todos estos embrujos —el instintivo poder de camuflaje de los lanzancudos, sus gólems, sus hierbas medicinales, su despegue de los momentos— es investigarlos.

No conoce el nombre de ninguno; ni siquiera sabe si tienen nombres, pero hay algunos a los que bautiza por alguna característica física: Ojos-rojo y Viejo o El Caballo. Judah le pregunta a Viejo por las figurillas de barro. Juguetes, le cuenta su informador, O juegos: algo así. »O sea, ¿que los mayores ya no los hacéis?, pregunta Judah, y el lanzancudos resopla y dirige la mirada al cielo con azoramiento. Judah ya no se avergüenza con sus meteduras de pata. Por lo que ha podido averiguar, no es una cuestión de habilidad, sino de propiedad: que un lanzancudos adulto haga aquellas figurillas sería algo así como que un adulto de Nueva Crobuzón exigiera que lo llevaran al lavabo como un crío.

Judah acompaña a las presas. Parecen criaturas de vidrio bajo la luz del sol. Capturan montones de arañas de agua de una variedad que tiene caparazón, más grandes que la mano de Judah cuando se extiende. Ordeñan su seda tejiendo telarañas entre las raíces y las ramas sumergidas, convirtiendo los riachuelos en buitrones.

Judah ve algo insólito. Un pequeño pezmúsculo cortador, de vívidas escamas azules. Y entonces escucha un momento de canción, un ritmo exhalado en dos o tres capas reducida a la mínima expresión,
buh buh buh buh
, rápido e intrincado, entonado por varias presas juntas, y el pezmúsculo se detiene. Queda paralizado con el cuerpo detenido en torsión, inmóvil, congelado en el agua. Y una cazadora lo ensarta con la mano-saeta y en el mismo instante en que lo captura, sus compañeras y ella dejan de cantar y el pezmúsculo vuelve a retorcerse, pero demasiado tarde. Judah lo presencia de nuevo, días más tarde, un coro casi silencioso y un murmullo que durante un momento mantiene inmóvil a la presa.

En los canales más profundos nadan delfines de agua dulce. Son criaturas feas, de aspectoendogámico. Tienen el prominente morro de un sarcosuchus. Los jóvenes lanzancudos tratan de enseñar a Judah a hacer sus propias figurillas. Han decidido que es un niño, como ellos. Sus modelos son de una desesperada tosquedad y hacen que los pequeños exhalen los suspiros que son sus carcajadas.

Cuando ve cómo le cantan a las figurillas, él trata de imitarlos, consciente de que sólo está haciendo el payaso, y con una interpretación digna de un payaso:»Shallaballoo, dice. »¡Callam, callay, cazah! Y, por supuesto, no ocurre nada, por supuesto el barro de los pequeños lanzancudos echa a andar mientras el suyo se desmorona y cae.

Ha llegado el final del verano y el aire palúdico parece enrarecido. Suenan disparos. Al escuchar la distante percusión del rifle, todos los lanzancudos quedan como paralizados y se camuflan, y durante un segundo, Judah está solo en medio de un bosquecillo de árboles repentinos. En silencio, los moradores de la ciénaga recobran lentamente su aspecto. Todos ellos miran a Judah.

Son cazadores, y marchan cargados de pequeños cadáveres de mamíferos de la ciénaga. Están explorando el pantano, y cazando en él.

Uno de los hombres pasa a menos de diez metros de Judah, pero se ha convertido en parte del escenario, así que el hombre no lo ve ni lo oye, únicamente levanta el rifle y dirige una mirada estúpida hacia el arroyuelo que hay detrás de Judah. Otro de ellos es más observador. Apunta directamente al pecho de Judah, con movimientos que delatan una profundaexperiencia.

»Maldito disparo, dice. »Casi te mata. Lanza una mirada cauta cuando empieza a distinguir su ropa y a reparar en la palidez de su tez. Señala hacia el norte con el pulgar. »Se han ido por ahí. A cuatro o cinco kilómetros. Llegaréis al anochecer, dice.

Los animales del pantano guardan silencio. No se oyen los cantos de los insectos ni los tenues chapoteos de la fauna. Judah se queda casi quieto. Este es un momento crítico y aunque no puede culpar a nadie más que a sí mismo por estar allí, no le queda más remedio que cerrar los ojos y pensar en todo lo que ha pasado. No va a dejar que el momento termine; con voluntad testaruda y bastarda se aferra a él como un perro molestando a un hombre, hasta que el propio tiempo se desangra y Judah regresa, más triste.

»Oh vaya, dice. Es como una criatura bastarda deltiempo. Hay un estremecimiento.

Hay una lengua de tierra, un embarcadero. Hay un claro al borde de un gran pantano, acres de líquido apacible, liso y tachonado de detritos. Hay una nueva senda que discurre entre árboles empapados, hasta un corrillo de tiendas y carromatos, cabañas con techo de moho sobre la tierra domesticada. Hay disparos.

Judah lleva un regalo en la mochila y un ramo de flores de la ciénaga. Ve un grupo de hombres con desgastadas camisas blancas y pantalones gruesos. Están estudiando unos mapas y examinando con mirada entornada unos instrumentos de aspecto extraño. Las fogatas en las que preparan las cazuelas con su comida, exhalan columnas de humo grasiento que parecen nubes de tinta de calamar. Le dan a Judah algo parecido a una bienvenida. Debe de parecer un espíritu de barro y cieno. Los animales rehechos, intranquilos, pisotean el suelo cuando se aproxima.

El líder está de pie. Un hombre entrado en años, pero esbelto y duro como un perro. Judah solo lo mira a él, y lo sigue al interior de su tienda de lona alquitranada.

Una luz tamizada atraviesa la lona. Hay sencillos muebles de arboscuro, un camarín que puede convertirse en una cama, en los angostos confines.

El viejo huele el maltrecho regalo. Judah está confuso: ha olvidado los modales de la ciudad. ¿Se ha equivocado dándole las flores a este viejo? Pero el hombre responde con elegancia: huele las flores, que aún conservan parte de su belleza, y luego las pone en agua.

Parece sereno. Tiene el pelo blanco, recogido en una pulcra coleta. Sus ojos son un azul muy intenso. Judah registra su bolsa (los guardias se ponen tensos y levantan sus pistolas) y saca una figurilla.

»Esto es para usted, dice. »De parte de los lanzancudos.

El hombre la recibe con lo que parece un placer muy genuino.

»Es un dios, dice Judah. »Como artistas y escultores, no son gran cosa. Solo hacen cosas sencillas.

Es un espíritu ancestral envuelto en cuerda. Hecho por el propio Judah. El hombre observa la cara embozada.

»Quiero preguntarle algo, dice Judah. »No sabía que fuera a estar aquí en persona…

»Siempre estoy cuando empezamos a roturar una región nueva. Es un trabajo sagrado, hijo.

Judah asiente como si acabara de oír algo muy importante.

»Hay gente en la ciénaga, señor, dice. »Estoy aquí por ellos, creo.

»¿Crees que no lo sé, hijo? ¿Crees que no sé por qué estás aquí? Por eso te he dicho que lo que hacemos es trabajo sagrado. Estoy tratando de ahorrarte la pena.

»No son como se dice en el bestiario de Shac, señor…

»Hijo, respeto el
Potencialmente sabio
tanto como el que más, pero no hace falta que me digas eso. Hace mucho que sé que no es un dechado de… ah, precisión, podríamos decir. Pero este caso no está abierto a discusión.

»Pero señor, necesito saber… Lo que quiero saber es dónde creen que pueden ir exactamente, porque ellos, esta gente, los lanzancudos, no, no… no sé que podrían hacer contra ustedes.

»No me gusta hacerle daño a nadie, pero por los dioses y por Jabber que ahora no vamos a dar la vuelta. No hay nada bronco en su voz, pero su fervor hace que Judah sienta un escalofrío. »Debes comprender lo que se avecina, hijo. No tengo planes para tus lanzancudos, pero si se interponen en mi camino, sí, mi camino los aplastará.

»¿Sabes lo que ves aquí?, dice. »Cada uno de nosotros, y cada uno de los que van a venir, hasta el más asqueroso trabajador, cada oficinista, cada zorra, cada cocinero, jinete y rehecho, cada uno de nosotros es un misionero de una nueva iglesia y no hay nada que pueda impedir que el trabajo sagrado siga adelante. No lo digo con malicia. ¿Tienes algo más que decirme?

Judah lo mira con terrible tristeza. Tiene que esforzarse por hablar.

»¿Cuánto tiempo?, dice al fin. »¿Qué planes tienen?

»Creo que ya lo sabes, hijo, dice el viejo con calma. »¿Cuánto tiempo? Tendrás que preguntárselo a las colinas. Y luego tendrás que preguntarle a los dioses y espíritus de tu pantano cuánta arena limpia y pura pueden comer.

Sonríe. Toca a Judah en la rodilla.

»¿Estás seguro de que no hay nada más que quieras decirme? Tenía la esperanza de oír otras cosas de tus labios, pero supongo que si hubiese algo, a estas alturas ya me lo habrías dicho. Quiero darte las gracias por el dios que me has regalado y estaré en deuda contigo si vuelves con el pueblo lanzancudo y les dices que cuentan con todos mis respetos y mi gratitud. Sabes que iremos a verlos muy pronto, ¿verdad?

Señala un mapa que hay en la pared, un mapa de toda la tierra que se extiende entre Nueva Crobuzón y el bosque Turbio, y las ciénagas, y el puerto de Myrshock, y se prolonga varios cientos de kilómetros por el interior del continente, en dirección oeste. Los detalles son vagos: es una tierra en disputa. Pero Judah fija la vista en la zona cuadriculada del corazón de la ciénaga.

»Sé lo que estoy viendo, dice el anciano, y hay auténtico afecto en su voz. »En mis tiempos he visto muchos casos así. Es una afectación, hijo, pienses lo que pienses ahora. Pero no voy a darte discursos. No es una recriminación. Solo te diré que la historia viene hacia aquí, y es mejor que tu tribu se aparte del camino.

»Pero, maldita sea, dice Judah. »¡Esta tierra no está desierta!

El viejo parece confundido.

»Lo que tienen, lo que han tenido en esa ciénaga durante siglos, sea lo que sea, tiene todo el derecho a hacer frente a la historia que viene de mi mano, si es que puede.

Allá en la ciénaga, entre los lanzancudos, Judah no sabe qué decir. Las frondas se han reunido tras él, una capa de vegetación tupida que él sabe falsa.

Los niños tratan de enseñarle otra vez a hacer sus gólems. Nunca ha demostrado la menor aptitud, siempre se ha creído sin talento. Un anciano lanzancudo se acerca mientras Judah está estirándose y lo toca en el pecho. Judah abre los ojos y siente que algo se mueve en su interior. Esté en el contacto, en el aire de la ciénaga, o en las cosas crudas que ha estado comiendo, de pronto percibe una afinidad nueva, y lleno de asombro descubre que, aunque débilmente, puede hacer que su figura de barro se mueva. Los niños lanzancudos lo aclaman con sus zumbidos.

»Va a venir alguien, dice al llegar la noche. Los lanzancudos se limitan a devolverle miradas diplomáticas. »Vendrán hombres, e inundarán vuestra ciénaga. Dividirán vuestras tierras en parcelas y harán retroceder las aguas.

Judah recuerda el mapa. Una pulcra trisección. Marcas de tinta que se convertirán en una transformación de la tierra, millones de toneladas de grava desplazada, y un holocausto para los bosques.

»No se detendrán por vosotros. No se desviarán por vosotros. Debéis marcharos. Debéis iros al sur, a los territorios de caza de los demás clanes, al interior, lejos de aquí.

BOOK: El consejo de hierro
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