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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (25 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Sin embargo, se queda con Bill Grasa, y se convierte también en forajido, en su camarada, y cambia la mula por un caballo robado. Porque Bill Grasa no puede dejar el ferrocarril por sí solo. Pasan el invierno en las colinas. Bill vuelve al ferrocarril una vez tras otra.

»Mira ahí, ese con los vagones viejos, es el tren de suministros para las cuadrillas, que se dirige a la ciénaga. Y esos otros son turistas de Nueva Crobuzón que vienen a ver las tierras vírgenes, y ese otro con las torretas en la parte trasera… Ese es el tren de la paga. Sonríe.

Judah siente curiosidad. Otros ya han robado algún tren en el pasado. Vívidos y audaces asaltos, jinetes y carruajes y librehechos con docenas de piernas prestadas, veloces como el viento, que siguen a los convoyes y disparan contra los soldados, abordan los trenes y se dan a la fuga con el botín.

El plan de Bill Grasa podría funcionar. Es elemental, totalmente desprovisto de sutileza, y podría funcionar porque Bill Grasa no siente miedo ni respeto por el camino de hierro. Otros han tratado de desmontar alguna sección de las vías para obligar al tren a detenerse y tenderle una emboscada. Bill quiere volarlas con el tren encima. Quiere cometer un acto de guerra. Judah siente un asombro tan intenso ante la imbecilidad del plan que es casi admiración.

»El barranco de Boca de Platentrañas, dice Bill Grasa mientras dibuja sobre la arena. »El puto puente tiene cientos de metros de longitud. Esperamos debajo y encendemos la mecha cuando entra el tren. Ese armatoste de mierda no lo aguantará. Se vendrá abajo.

La idea es que el tren se precipite al vacío y se haga pedazos contra las rocas del fondo del barranco, a treinta metros de profundidad, y aunque, es cierto, será un derroche, porque el fuego quemará algunas cajas fuertes, y el metal aplastado impedirá acceder a algunos vagones y la sangre de los soldados y los pasajeros manchará los billetes, seguro que algunos lingotes salen despedidos, seguro que la onda expansiva arroja algunas guineas al viento, y Bill Grasa no quiere más que recoger los despojos del suelo y del aire.

El genio de Bill Grasa es su limitada ambición. Un ladrón de mayor categoría insistiría en llevarse hasta el último estíver de los cofres y no podría soportar la idea de aquella carnicería mal concebida. A Bill le da igual que el grueso del tesoro se quede entre los restos del tren destrozado mientras él pueda sacar algo de dinero, y es tal la violencia y la audacia del plan, que podría llegar a funcionar.

La semilla que hay en Judah, no una conciencia sino alguna virtud nebulosa, se agita. No se siente vinculado a ella, pero lo carcome por dentro. No piensa participar en el plan de Bill pero no puede enfrentarse a él, así que debe fingir despreocupación mientras roban la pólvora y cabalgan por el paso de Platentrañas, entre cactus de invierno y rocas ennegrecidas, hasta llegar a la base de los arcos de madera del puente, para colocar los explosivos —Bill con una falta de cuidado que hace que Judah se aparte con miedo— en agujeros abiertos en la tierra helada. Solo después de eso, mientras esperan la llegada del tren y Bill duerme, puede actuar Judah.

Abandona su caballo y trepa por la empinada pared de roca, sintiendo tal frío en los dedos que teme que pueda perderlos. Corre durante casi un día hasta llegar a una cabaña situada junto a las vías, un apeadero, casilla de correo, y guardavías de la FT.

»Los gendarmes, dice Judah agitando sus heladas manos. »Hay que enviarles un mensaje.

Judah regresa un día y una noche después, con una montura nueva, kilómetro y medio por detrás de la policía montada de la FT. Cuando llega a la base del puente, hay dos gendarmes muertos, salpicados de manchas de la pólvora negra de Bill.

Bil ha desaparecido. Los soldados montan guardia. Judah los observa con desdén. Son un grupo variopinto: carecen de la presencia de los milicianos de Nueva Crobuzón. Son reclutas, no muy diferentes de los vagabundos y fugitivos, armados con sables y vestidos con fajines con los colores de la FT. Carecen de medios para perseguir a Bill, y aún más de voluntad. Ponen precio a su cabeza.

Judah está en peligro mientras Bill Grasa siga libre. Se une a la cacería.

Al principio piensa que el cazarrecompensas es humano, pero este acepta el encargo con una risita extraña y gutural, dobla el cuello y cierra los ojos de una forma que no es natural. Va montado en algo que no es un caballo, pero que tiene un cierto parecido con un caballo, que transmite la impresión de un caballo, el bosquejo de un caballo bajo la piel de la criatura real. Utiliza una pistola de cazoleta que escupe y murmura, y a veces parece un rifle, y a veces una ballesta. No le dice a Judah su nombre.

Juntos, montado el uno en su caballo y el otro en aquel borrón de caballo, recorren las llanuras que atraviesan los meandros del ferrocarril, tierras que no han sido colonizadas sino infectadas, como la vida infectara los charcos al principio de los tiempos. Tras cuatro días de persecución con ideogramas trazados sobre la tierra embrujada, el cazarrecompensas encuentra a Bill Grasa y se enfrenta a él en una cañada. La piedra blanca está marcada, cuadriculada con rastros de cincel que forman una telaraña tras la cabeza del bandido.

»Tú, le grita a Judah con la indignación de un necio traicionado. El mercenario lo mata y sus armas devoran el cadáver.

Podría vivir así
, piensa Judah, y se marcha con el cazador. Van de pueblo en pueblo, siguiendo aquellos rastros que abandonan los gendarmes. Paran en estaciones secundarias de la FT y hojean los boletines de Se busca. El cazarrecompensas no pide a Judah que se quede ni lo obliga a marcharse. Habla con un silbante susurro, tan silencioso que Judah no es capaz de decir si su ragamol es correcto o no.

Hiere o mata a sus presas con las espinas de sus armas, o con sus redes vivientes, o con repentinos sonidos guturales, y arrastra los cuerpos hasta las estaciones para cobrar las recompensas, sin pedir nada para Judah ni compartirlas con él. La cuenta de cuatreros, violadores y asesinos va subiendo y el dinero entra a raudales. Aquellos a los que mata el no-hombre son chusma, pero la presencia que Judah lleva dentro está intranquila.

Durante tres días cabalgan por caminos de roca pálida. Cuajos de roca como floculaciones de aire gris que revientan como pompas bajo los cascos de los caballos. Las galerías de una mina, cuerpos de mineros y gendarmes, entradas a túneles donde el tuétano de dioses-bestia de épocas pretéritas se ha transformado en el mineral que sustenta a una tribu de trogloditas.

La Empresa Sagitaria extrae lo que puede de los huesos de aquellas vetas. Los trogloditas han expulsado a los mineros y no quieren que vuelvan. Los gendarmes quieren que se marchen. Esta es su misión.

Judah mira a su compañero mientras este va desempaquetando productos químicos.

Trata de sentir ecuanimidad. Nada se mueve, ni los pájaros ni el polvo ni las nubes. Es como si el tiempo estuviera esperando, Judah se vuelve y siente que reanuda lentamente su caminar mientras el cazarrecompensas prepara una enorme marmita con destilaciones y aceites, y la tapa, la pone sobre el fuego, extiende un tubo de cuero hasta la entrada y sella el túnel cubriéndolo con caucho y pieles. La noche está acabando. El fuego y la marmita de cobre los bañan en una temblorosa luz negruzca. El cazarrecompensas mezcla sus venenos.

Los trog deben de estar esperando en el vientre de la montaña. Seguro que están vigilando, piensa Judah. Seguro que saben que va a pasar algo. Piensa, no puede evitarlo, en los lanzancudos y en su absurda y fútil resistencia. A él no le importa, pero en su interior, el gusano de la incertidumbre, aquella rareza que no es consciencia sino una percepción de lo inmoral, sí, una bondad, está desperezándose. Suspira. »Abajo, le dice. »Abajo. Pero la rareza no obedece.

Se mueve en su interior, secretando un asco y una rabia que él sabe ajenos a sí, una mácula externa, pero suyos o no, los percibe igualmente. Se amontonan dentro de él. Judah piensa en los cachorros de lanzancudos y en los trog de aquella montaña.

Los productos químicos siguen combinándose y cociendo, y el cazarrecompensas les va añadiendo ingredientes hasta que la rojiza y cenagosa mezcolanza empieza a emitir gases y un humo grasiento y cáustico que el tubo canaliza en dirección a la mina. El cazador espera. Con un aullido, el veneno va penetrando en los túneles, impulsado a enorme velocidad por la ebullición del líquido.

La furia de Judah se apodera de él. Titubea unos segundos más —y nunca podrá dejar de pensar en los metros cúbicos de gas venenoso bombeados en ese lapso de tiempo— y entonces se aproxima a la marmita situándose a contraviento, e introduce la mano izquierda bajo la tapa. El cazarrecompensas lo mira, horrorizado y atónito.

El gas es ácido y caliente y Judah grita al sentir que se le agrieta la piel, pero no aparta la mano, y convierte el grito en un canto, y extrae de sus entrañas todas las energías que ha aprendido y las técnicas que ha robado, y las enfoca a través de una pepita pura y transparente de odio y venganza que encuentra en su interior, y las canaliza y expele con la catexia más pura y poderosa que jamás haya sentido, y la energía taumatúrgica brota de él y crea un gólem.

Un gólem de humo, un gólem de gas, un gólem de partículas y aire ponzoñosos.

Judah retrocede sujetándose la mano lastimada. La marmita sigue escupiendo humo, pero este ya no es bombeado hacia los túneles, sino que se acumula formando un bolo de polución sobre el borde, y sale de debajo de la tapa y del tubo. El humo brota de la marmita con unos miembros evanescentes que parecen de mono o de león y luego vuelven a retraerse y a emerger, y la nube se yergue formando una masa de ebullición con dos tres cuatro una ninguna patas, que camina, rueda o vuela contra el viento en dirección al cazarrecompensas, siguiendo las órdenes del agonizante Judah.

Nunca ha creado nada tan grande. Es poco manejable e inestable, y el viento le arranca la sustancia a jirones, así que va menguando a medida que avanza, pero no lo bastante deprisa, y cuando alcanza al cazador, que está disparando inútilmente contra él, arrancándole finas volutas con las fugaces espinas que expelen sus armas, sin ver a Judah tras él, sin ver cómo mueve las manos y dirige al gólem como un titiritero, la criatura retuerce una cola de gas. Envuelve al cazarrecompensas en un abrazo sin mente, impidiendo que respire otra cosa que su propia materia, y la piel inhumana y las delicadas membranas de su interior se cubren de pústulas, revientan, y lo asfixian anegando sus pulmones.

Cuando el no-humano ha muerto, Judah ordena al menguante gólem que dé un salto, y entonces lo libera al viento. Con un espasmo, su criatura desaparece. Se venda la mano y desvalija el cadáver del cazarrecompensas. Todavía despide un tenue olor a gas.

Judah no sabe mucho de la comunidad trog que el humo ha envenenado. Sabe que solo ha ganado una batalla. Sabe que la Empresa Sagitario presionará a la FT hasta conseguir que envíen otro cazarrecompensas a este osario, y que encontrarán los residuos de este fallido envenenamiento, este cadáver. Judah sabe que los trog serán erradicados y su hogar se perderá en la niebla de la historia, pero al menos él no ha tomado parte y ha intentado hacer algo.

Los trog morirán. Ojalá pudiera dejar algo para ellos. Ojalá pudiera darle a esas rocas la forma de un guardián y ordenarle que esperara y despertara llegado el momento. El no-caballo del cazarrecompensas huye de él y se pierde entre las rocas, dejando tras de sí un rastro de líquenes con forma de animal.

Aquí ya he terminado
, piensa Judah. Le tiembla la mano. Todo él tiembla.
He creado un hombre, o algo que parecía un hombre
. El esfuerzo de su somaturgia, de sustentar la forma de la criatura, de matar, lo ha dejado exhausto. Tiembla de miedo y asombro por lo que ha hecho, por haber sido capaz de hacerlo, por haber creado un gólem de aire denso y no de arcilla.
He terminado con esta tierra salvaje. Es nuestra presencia lo que la vuelve así
. No puede creer lo que ha sido capaz de hacer.

Judah vacía la marmita y esparce las cenizas humeantes. Regresa al camino de hierro.

En algo parecido a un sueño, se ve atraído por la estela de los trenes. Se reencuentra con el firme de la vía en un lugar completamente desierto. Su caballo está cansado. Tiembla en medio de una nubecilla de neviza. Judah dirige sus pasos a las colinas, a una aldea desde la que se divisan los trabajos.

Aunque los hombres tienen sus necesidades cubiertas, aunque, incluso aquí, tan lejos de la cabecera de las vías, hay una tribu de prostitutas en sus burdeles de tela, las cuadrillas de niveladores y artificieros suben algunas veces a la aldea de pastores en la que Judah aguarda y observa. Las lugareñas van con los hombres de Nueva Crobuzón, aunque sus familias que, impotentes, lo desaprueban y tratan de impedirlo, reciben palizas por ello. Los aldeanos se ocupan de los heridos y soportan las intrusiones. »¿Qué podemos hacer?, dicen. Son víctimas de la abnegación, de la templanza.

Una nueva calma se ha apoderado de Judah desde que aquella línea penetrara en su ciénaga. Contempla el mundo a través de un cristal.

Se convierte en una especie de narrador de historias de la ciudad para sus anfitriones. Permiten que se aloje en el campamento de tiendas. Le agradecen que no sea tan brutal como los hombres del tren perpetuo. Le hacen preguntas en un bárbaro ragamol:

»¿Es verdad el camino agria la leche?

»¿Es verdad mata niños en el vientre?

»¿Es verdad estropea la pesca en el río?

»¿Cómo se llama el camino?

»Yo estaba al final, dice Judah. »¿Cómo se llama el camino? La pregunta lo sorprende.

Ha encontrado una joven de las colinas que duerme con él. Se llama Ann-Hari. Es varios años más joven que él, desafiante y bonita. Él la ve como una muchacha, aunque a veces su entusiasmo y su mirada parecen más adultas y calculadoras que ingenuas.

Judah la quiere para sí. Ann-Hari está perdida para su familia y su aldea. Hay varias como ella, chicas sobre todo, aunque también algunos muchachos, transformados completamente por la llegada de estos rudos forasteros y la respiración de los pistones de los trenes. Sus familias se lamentan por su pérdida mientras permiten que se marchen, o se los venden a los ferroviarios a cambio de baratijas de los talleres. Los jóvenes se unen a las cuadrillas de niveladores y empiezan a desecar los ríos. Las muchachas encuentran otros oficios.

BOOK: El consejo de hierro
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