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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (26 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Ann-Hari no pertenece a Judah; no puede retenerla. La primera vez que la ve está ruborizada junto a la carretera, y él la coge y la desvirga con una vehemencia que sabe que no tiene mucho que ver consigo. Durante los pocos días que es solo suya trata de aprovechar el tiempo al máximo; trata de recorrer el arco entero de una vida de amor. No es una afectación sino un papel; se entrega totalmente. Ella mira por encima de su hombro mientras la monta, buscando otra cosa… no algo mejor, sino otra cosa, más. Hace amigos. Vuelve a su lado oliendo al sexo de otros hombres.

Su atropellado ragamol está cambiando. Utiliza la jerga de la ciudad, robada a los remachadores. Judah detecta una tranquila e implacable inteligencia bajo su zozobra, la voracidad de sus procesos adquisitivos. Le muestra los gólems que sabe hacer, ese crecimiento instantáneo en fuerza y tamaño. A ella le entretiene, pero no más que otras mil cosas.

Las mujeres del campamento se hacen mala sangre. Las putas, que diligentemente han seguido a estos hombres abandonando el tren perpetuo para trabajar con los excavadores de las montañas, están indignadas con sus nuevas rivales del campo, estas granjeras que trabajan sin cobrar por ello. Incluso algunos de los trabajadores se sienten amenazados por las jóvenes y voraces muchachas, que no venden ni ofrecen sexo, sino que lo buscan. No tienen reglas. Aún no han descubierto los tabúes: algunas incluso tratan de ir con los prisioneros del campamento, los rehechos cargados de grilletes. Los rehechos, aterrorizados, acuden a sus supervisores.

Una noche fría, Ann-Hari se presenta ante Judah, aterrada, ennegrecida, ensangrentada y magullada. Ha habido una pelea. Una banda de prostitutas ha ido de tienda en tienda. Aprovechándose de su número, han inmovilizado a los hombres que han encontrado, y a continuación han comprobado el rostro y la voz de todas las mujeres. Las lugareñas, las que no aceptan dinero por sus servicios, han sido arrastradas al exterior y embadurnadas con grasa de motor y plumas. Los gendarmes simpatizan con las trabajadoras y las han dejado hacer.

Ann-Hari estaba montando a un hombre en un extremo del campamento cuando la estrepitosa justicia de las putas la ha alcanzado. Se ha defendido. Ha golpeado con toda su fuerza de campesina. Ha conseguido derribar a tres putas, empuñando un barreno de mano con el que le ha perforado el estómago a una de ellas. Luego ha escapado de su víctima mientras esta se ponía blanca.

Judah nunca la había visto tan asustada. Sabe que es una pequeñez. No ha muerto nadie y seguramente nadie lo haga: la hoja del taladro es diminuta. Ahora, las chicas del pueblo conocen las reglas y a nadie le importará que Ann-Hari se haya atrevido a defenderse. Pero el temor que este estallido de violencia fugaz ha instalado en ella no se disipa, y parte de Judah se alegra, porque ahora que tiene miedo de quedarse puede convencerla para que se vaya con él. Quiere dejar estos parajes. Quiere cerrar tras de sí el ciclo del camino de hierro, volver a casa; y quiere otros ojos por los que ver.

Caminan durante dos días hasta llegar a una agonizante estación, hasta los trenes. Cogen asientos de tercera clase. Judah observa a Ann-Hari, que a su vez está observando los pastos y colinas que se alejan, el río que flanquean, sus propias heridas, la oscuridad de los túneles. Horas de silencio roto solo por el complejo ritmo de las ruedas, hacia la ciudad que no ha visto desde hace muchos meses, y que ella no ha visto nunca.

Está de vuelta, con la mirada de asombro de un pueblerino en Nueva Crobuzón. Ann-Hari y él viven en una tienda, sobre un tejado de Malado. Desde allí se ve la carcasa del puente Gran Calibre, que está inmovilizado desde que su sección giratoria sufrió una avería y ha ido oxidándose lentamente hasta convertirse en una mera escollera.

Todos los miedos de Ann-Hari han quedado en la vía del tren y no hay nada que pueda impedirle descubrir Nueva Crobuzón. Cada día vuelve a su lado y le habla con excitación sobre la ciudad.

Nunca había visto khepri. »Aquí hay mujeres con cabezas que parecen insectos, le dice. Visita las Costillas. »Son más grandes que los árboles más grandes que he visto. Son viejas, y más duras que la piedra. Unos huesos que se elevan por encima de los tejados, algo muerto cuya tumba es la ciudad.

Ann-Hari recorre los trenes de Nueva Crobuzón, las cinco líneas y sus ramales, del parque Abrogate en el este a Terminus, al extremo de Campanario, a la estación del Páramo y a los barrios bajos. »Hay un edificio en ruinas al otro lado de una colina, justo donde termina el bosque, y las vías pasan entre los árboles, pero los trenes no llegan hasta allí.

Hay una estación en el bosque Turbio, al final de aquella vía muerta. Lleva mucho tiempo abandonada. Judah lo sabe pero nunca la ha visto. Ann-Hari visita el peligroso gueto de Salpicaduras, donde los pocos garuda que hay en la ciudad viven sobre los más míseros de sus subciudadanos, y pasea despreocupadamente entre sus apestosas y mugrientas calles hasta llegar al bosque, y a los restos cubiertos de follaje de la estación., y luego regresa, cogiendo el tren de la Perrera, para contárselo a Judah. Le está enseñando Nueva Crobuzón.

Le habla de la Casa Fucsia, de la plaza BilSantum y del parque de la Gárgola, del gueto abovedado de los cactos, los jardines zoológicos y muchas otras cosas que él visitó por última vez en su juventud, si es que ha llegado a visitarlas. Le habla de las razas que ve. Le encantan los mercados.

Judah gana lo justo para subsistir entreteniendo a las multitudes con su tosca golemetría. Un día crea una figura más sólida con madera y eslabones de hierro a modo de articulaciones. Le ata unos cordeles en los miembros, y a partir de entonces, mientras la hace bailar con su taumaturgia, tira de los hilos como si en realidad estuviera manipulándola. Saca mucho más cuando los curiosos creen que es un titiritero que cuando piensan que está animando la materia.

En sus habitaciones, junto a los muelles de Arboleda, los despierta cada mañana el sonido de las sirenas de las fábricas y la lenta estampida de la mano de obra. Ann-Hari entabla amistad con traficantes. Vuelve a casa con las pupilas dilatadas y oliendo a shazbah. Algunas noches no vuelve. Cuando está con Judah, duerme con él y coge su dinero.

Le gusta pasear. Judah recorre kilómetros con ella, entre casas elevadas, a la sombra de la mestiza arquitectura. Ella le pregunta el porqué de las construcciones y él no conoce las respuestas. Un día está con ella cuando pasa una pareja de khepri con los fajines entrelazados, con las patas de la cabeza temblando y envueltas en los chorros de aire amargo que son sus químicos cuchicheos. Judah nota que Ann-Hari se pone tensa y por primera vez en su vida percibe lo extrañas que son las khepri y repara en el roce metálico que emiten sus movimientos maxilares. Empieza a fijarse en lo insólito de todo.

Es época de bonanza. Hay dinero, y en las calles se compite por los mejores sitios. Judah ofrece a sus títeres danzarines entre cantantes y virtuosos, acróbatas y artistas de la tiza.

Ya es invierno, pero en la ciudad hace un calor insólito. Es una estación lánguida. Bajo la luz roja de las bengalas tintadas, los gólems de Judah actúan para los estudiantes de Prado del Señor. Los alumnos son hombres de abrumadora juventud, chicos de la clase alta elegantemente vestidos y algunos hijos de oficinista, aunque también hay mujeres entre ellos, e incluso unos pocos xenianos. Pasan junto al acrobático bailarín de madera de Judah. La mayoría son poco más jóvenes que él.

Algunos le dan unos pocos estíveres, marcos y shekels: la mayoría no le da nada. Un joven repara en los movimientos de la criatura y en el flujo de taumaturgones, se detiene y descubre que la marioneta es un fraude.

»Eso es lo que yo hago, dice. »Es lo que hacemos aquí. Estoy en el programa de somaturgia, joder. ¿Tienes el descaro de venir aquí y utilizar tus miserables embrujos?

»Pues enfréntate a mí, responde Judah.

Y así es como el juego de los lanzancudos, la lucha de gólems, llega a Nueva Crobuzón.

La pequeña multitud de estudiantes observa mientras el arrogante joven lanza por encima de las gafas una mirada entornada a Judah, rubicundo, huesudo y fibroso, vestido con unos harapos de tercera o cuarta mano. Aunque la mayoría apoya a su compañero de clase, Judah percibe su ambivalencia, y comprende que los jóvenes de las familias adineradas casi preferirían que su compañero, un muchacho de clase media, hijo de una familia de trabajadores, perdiese frente a él, que es un completo extraño. Un sentimiento de solidaridad de clase casi lo impulsa a marcharse, pero las apuestas han empezado a circular y las posibilidades le favorecen: apuesta por sí mismo.

Susurra a su gólem, le dispara una ráfaga de siseos, como hacían los lanzancudos, y la criatura hace pedazos al hombre de tierra del estudiante. No es una victoria difícil.

Judah cuenta sus ganancias. El perdedor traga saliva varias veces y se le acerca. Es elegante e inteligente. »Buena pelea, dice. Incluso sonríe. »Posees técnica y poder. Nunca había visto a nadie conjurar a un gólem de ese modo.

»No aprendí aquí.

»Eso ya lo veo.

»¿Queréis probar otra vez? ¿Otra pelea?

»¡Sí! ¡Sí! Es otro de los estudiantes quien grita. »Ven mañana, titiritero, y habrá revancha, pero buscaremos a un
mierdaturgo
mejor que Pennyhaugh para enfrentarse a ti.

Ni Judah ni Pennyhaugh miran al estudiante que los ha interrumpido. Se miran el uno al otro y sonríen juntos.

Nunca podrá igualar a los circos de gladia, los ilegales mataderos de Cadnebar y sus imitadores, donde los entusiastas de los deportes de lucha real pueden presenciar duelos a cuchillo, enfrentamientos de dos humanos contra un cacto y peleas a mordiscos. Pero Pennyhaugh y Judah se convierten en socios, sistematizan lasreglas y su liga empieza a llamar la atención, hasta el punto de que las peleas de gólems se ponen de moda.

Al principio son sobre todo estudiantes de ciencias plásmicas los que acuden a presenciar los enfrentamientos, y luego algunos de sus profesores. Luego, a medida que se va corriendo la voz, empiezan a aparecer somaturgos autodidactos y brujos del arroyo, procedentes de las partes ruinosas de la ciudad. Estrictamente hablando, no es una práctica ilegal, pero tampoco cuenta con la sanción expresa de la ley y, como muchas otras actividades, corre constantemente el peligro de ser prohibida. Tarda muy poco en convertirse en un negocio, y a partir de entonces hay que pagar a los informadores de la milicia y a los bedeles y funcionarios de la universidad. Pennyhaugh se encarga de esto.

Son héroes inesperados, los mejores: vehementes, nerviosos y estudiosos. Se encuentran en escenarios cada vez más grandes. Se especializan. Erizan sus creaciones de cuchillas, o las acorazan con placas de latón, o las equipan con piernas punzantes o dorsales serradas. Son los golemacas, creados para la lucha, enfrentados entre sí.

Judah lidera las clasificaciones. No le cuesta ganar. Las toscas técnicas aprendidas de los lanzancudos funcionan. Pierde algunas veces, pero en este implacable laboratorio aprende con rapidez.

»Posees un raro talento, Judah, le dice Pennyhaugh.

Pennyhaugh no puede vencer a Judah, pero puede entrenarlo. No comprende las extrañas técnicas de los lanzancudos, pero puede someterlas a toda clase de pruebas y combinarlas con las que sí conoce. Conecta a Judah a un taumatógrafo, estudia su catexia, la concentrada estriación de su mente.

»Eres muy fuerte, le dice.

Ann-Hari acude dos veces a presenciar las peleas. Apoya a Judah y sonríe cuando este gana, pero eldeporte no le interesa. Lo suyo son los motores. Va a las estaciones terminales de las líneas ferroviarias para ver cómo frenan los trenes. Acudea aquellas fábricas en las que se le permite pasear entre los trabajadores, observando las máquinas.

Judah sigue ganando. Su destreza lo excita. Durante algún tiempo, Pennyhaugh y él recurren al más viejo de los trucos, pretender que pierden para que suban las apuestas, pero el ascenso de Judah es notorio.

Es una estrella, Cenagalumno Low. Otro es Lothaniel Durayne, un profesor de somaturgia que lucha con gólems-felino de alquitrán bajo el nombre de Loth el Félido. Los nombres artísticos sonun éxito. Está la Mecedora, una mujer silenciosa que, según Pennyhaugh, es una científica de la milicia. Sus golemacas luchan agitando unas colas metálicas hechas de eslabones. Este trío se alterna en la cabeza de la clasificación, pero es Judah quien la ocupa la mayor parte del tiempo.

Cuanto más poderoso es el somaturgo, mayor es la cantidad de masa que puede controlar. No tardan en establecerse límites a los pesos. No se permite pelear nada que sea más pesado que un perro grande. Judah se pregunta cuánto podría llegar a controlar si lo intentara.

Como organizadores, Pennyhaugh y Judah, que además son, respectivamente, corredor de apuestas y líder de los golemistas, amasan una importante cantidad de dinero. Las peleas de gólems saltan a las páginas de la prensa de Nueva Crobuzón y esoatrae a mucho más público. Judah estáempezando a aburrirse. Ya solo se enfrenta a Loth y a la Mecedora. Los observa cuando animan sus construcciones. Escucha sus embrujos. Lucha para ganar dinero, pero sobre todo lucha para aprender.

Cada vez que sus gólems se mueven, Judah siente el vínculo con los lanzancudos. »Quiero saberlo todo sobre esto, dice. Pennyhaugh lo lleva a la biblioteca de la universidad y le muestra los textos relevantes. Lee los títulos:
Teorías de somaturgia, Los límites del alcance plásmico, El debate abvital, superado. »Quiero saberlo todo
, dice.

Es un invierno dulce. Judah lleva a Ann-Hari a patinar sobre hielo. A ella le encanta que lo reconozcan al pasar. »¡Cenegalumno!, dice alguien. A Judah no le gusta tanto.

Caminan por las calles cubiertas de escarcha de las tiendas del Curvo, engalanadas con cintas de luces y flores invernales. Beben chocolate caliente aderezado con ron. Ann-Hari no lo mira. Sus ojos pasan sobre él y sonríe, y es una sonrisa genuina, pero no está mirándolo a él.

Adiós
, piensa Judah, y le devuelve la sonrisa.

Al llegar la nieve, borra durante algunas horas la faz de la arquitectura: las arrolladas cornisas de las iglesias antiguas, los contrafuertes de piedra oscura y las incontables terrazas de hormigón extrudido o decantado y de ladrillo, y las casuchas de los trabajadores, demasiado humildes o demasiado toscas como para tener estilo propio. Se convierten en meras ondulaciones bajo la nieve; y luego, al sacudírsela de encima como si fuera una película de sudor, vuelven a ser ellas mismas.

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