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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (28 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Para su vergüenza, Judah se aburre con el pueblo condenado. Trabaja lo mejor que puede en aquel frío húmedo, grabando capa tras capa las canciones de los lanzancudos, hasta el último ladrido débil y mal entonado, pero el escenario lo oprime. No hay árboles en aquel bosque, ni verdes madrigueras, no es más que un helado agujero de cieno y bandas de guerra, lanzancudos que parten a luchar, perseguidos por los fantasmas en los que sin la menor duda van a convertirse.

Judah no quiere verlo. Su criatura interior se pliega como una navaja. Tiene el alma de los lanzancudos en su cera. Los abandona por segunda vez.

Regresa al tren. Ha avanzado. Ve un millar de caras que no conoce. Las vías se han bifurcado. Está creciendo una ciudad. Qué maravilla.

Rieles resbaladizos, pulidos por el roce del tren. Avanzan entre cobertizos a medio construir y edificios vacíos, por patios, entre la madera combada de esta ciudad en estado de construcción que bisecan. Una de las vías se adentra en la parte más oscura de la ciénaga y se detiene bruscamente, rodeada de árboles.

Otra se pierde en dirección al oeste. Los hombres salen del claro llevando martillos goteantes y clavos, y están tan cubiertos de mugre y sudor como si vinieran de la guerra. Cada vez que exhalan, una fugaz bufanda de vapor los envuelve.

Al entrar en el claro donde está creciendo Villa Empalme, la criatura de Judah sacude las piernas con la felicidad de un niño contento, y Judah comprende que va a quedarse aquí, que ha vuelto y va a formar parte de lo que ve en lugar de ser un parásito de las vías. Ha venido por las intervenciones, de las cuales la canción es una. Y esto, este arabesco interminable de vías de hierro, es otra.

Es un veterano del ferrocarril, pero nunca ha trabajado en él. La cosa que lleva dentro lo empuja. Quiere que se sume al gran esfuerzo.

Siguiendo las vías, Judah abandona los bosques húmedos para adentrarse en las colinas, y el hierro es implacable. El amarillento firme de la vía asciende. Hay gente por todas partes. Tiros de caballos, el olor de las fogatas: hierba, madera, lignito. Judah llega caminando entre tiendas, las ve montadas sobre el techo del tren perpetuo. Grupos de rehechos y cactos allanan la tierra con arados de hierro. Los gendarmes patrullan en grupo.

El tren perpetuo avanza lentamente con pequeños giros de sus ruedas. Empujado por cuatro moles cuajadas de chimeneas de diamante, que escupen su humareda desde varios metros de altura. Inmensamente más grandes que las locomotoras de los trenes elevados de Nueva Crobuzón. Este modelo, diseñado para las tierras salvajes, lleva quitapiedras, y unos potentes faros delanteros, y los insectos rozan sus cristales como si fueran las yemas de incontables dedos. Su campana es como la campana de una iglesia.

Hay un vagón blindado con una torre artillada. Una oficina sobre ruedas, vagones cerrados que contienen los suministros, algo que parece un salón, un vagón (como mínimo) manchado de sangre, un matadero sobre ruedas, y después un vagón muy alto, con grandes ventanales, pintado de dorado y cubierto de símbolos de los dioses y de Jabber. Una iglesia. Cuatro, cinco enormes vagones con puertas minúsculas y filas de ventanitas, barracones con literas triples abarrotados de hombres. Los coches-cama se hunden bajo su propio peso por el centro, como si tuvieran grandes panzas hinchadas. Hay vagones de carga, abiertos y cerrados. Y tras ellos vienen las cuadrillas. La música de los martillos.

Están en una llanura, cubierta de maleza. Los que tienden las vías están acelerando, acercándose a los niveladores.

Judah es solo uno de los que caminan junto al tren. Nada lo distingue, salvo la sensación de que está esperando algo. Se siente exaltado. Pero se percibe una amargura en el aire. Ve cómo cuchichean los hombres y los cactos, y capta el miedo de los rehechos maniatados cerca de sus corrales. Los capataces van armados. Antes no era así.

Muchos kilómetros más allá, los topógrafos cartografían la tierra siguiendo las cartas trazadas diez años atrás por Weather Wrightby y sus hombres, cuando el viejo era él mismo un explorador. Tras ellos, en la tierra de nadie que se extiende entre el tren y los exploradores, los niveladores levantan su interminable y grueso terraplén. Y tras ellos, los pontoneros tienden puntales para salvar terrenos infranqueables, y los excavadores siguen perforando la roca.

Todo esto ocurre por delante. Judah carga traviesas.

Así es como se tiende una vía. Cada mañana, las campanas despiertan a cientos de hombres, que acuden al vagón-restaurante a tomar un desayuno de café y carne en cuencos clavados a las mesas, o comen en vagas congregaciones a lo largo de las vías. Primero los enteros: los duros peones humanos; los cactos del Invernadero de Nueva Crobuzón; algunos renegados de Shankell.

Tras ellos, esposados a las mesas por los guardias, los rehechos comen las sobras. Hay algunas mujeres entre ellos, rehechas con integumentos a vapor, de hierro y goma o de carne animal. Los prisioneros que tienen calderas reciben suficiente esquisto y coque de baja calidad para poder trabajar.

Los trenes esperan. Grandes vagonetas tiradas por caballos, pterapájaros o rehechos con cuerpo de buey marchan desde las montañas de rieles que hay a ambos los lados de la vía hasta la cabecera, y viceversa. Las cuadrillas se mueven unas con otras, interpretando una danza industrial. Un paso adelante y otro abajo, martillazo, llegan más rieles, las vagonetas se rellenan y vuelven a unirse a la vía en expansión. Tres metros, cientos de kilos de hierro cada vez, la vía avanza.

Por Jabber, ¿qué estamos construyendo
?, piensa Judah al ver el trabajo conjunto de tantos centenares. ¿
Que estamos haciendo
? Lo asombra su estrepitoso y fortuito esplendor.

Canta para sus adentros mientras trabaja, y sin que nadie lo sepa convierte cada frío rectángulo de madera en un gólem sin miembros, que durante el fugaz lapso de tiempo que dura su existencia se esfuerza en llegar desde la vagoneta de maderos a la grava del firme de la vía. Judah siente el inconsciente bregar de cada pieza y la ayuda. Carga más de lo que debería. Cuando llegan los aguadores desde el tren, hay empujones para beber primero, antes de que el polvo y la saliva estropeen el agua. Los numerosos rehechos esperan.

A sus compañeros de tienda, Judah les resulta simpático. Escuchan sus historias sobre las ciénagas y le cuentan sus penas.

»Los putos rehechos están causando problemas. Por la comida y tal. Y las putas no hacen más que subir los precios. Algunos dicen que el dinero está agotándose en casa. ¿Sabes algo de eso? Alguien me ha dicho que los precios están bajando y el dinero se acaba.

Tras los hombres de las traviesas, vienen los que cargan con los rieles y los remachadores, y detrás de ellos, gruñendo y balanceándose, cuidada con el mimo de un dios-bestia a vapor, se aproxima lentamente la intrincada mole del tren.

Judah presencia las palizas que se dan a los rehechos, y cada vez que lo hace, la presencia de su interior sufre tales espasmos que está a punto de desplomarse. En una ocasión se produce una pelea entre unos trabajadores libres y un rehecho que se comporta con la agresividad de los que han sido transformados recientemente. Los demás rehechos se lo llevan rápidamente y se limitan a acurrucarse en el suelo mientras los trabajadores la emprenden a golpes con ellos. Las mujeres rehechas llevan comida a los hombres de las traviesas. Judah les sonríe, pero ellas reaccionan como estatuas de piedra.

Cuando llega el día de paga, como un milagro, aparece un tren saliendo de la ciénaga. Los hombres libres suelen gastarse casi todo el dinero en Villafolla y en las destilerías. Judah no sale esas noches. Se queda en su tienda y escucha los ecos de los tiroteos, las peleas, los gendarmes, los gritos. Saca su voxiterador y reproduce las ásperas canciones de los lanzancudos. Hace anotaciones en sus cuadernos.

La cabecera
es un periódico que se edita en el tren. Es malhablado y salaz, y exhibe una partisana hostilidad hacia la FT, que, sin embargo, sanciona su existencia. Todos los hombres lo leen y discuten su contenido. En dos ocasiones, Judah sorprende a gente que lee subrepticiamente otros diarios.

Regresa al tren arrastrado por la corriente. Hace turnos cargando rieles.

Ahí traza la línea. El metal es implacablemente pesado. Bajo la luz plana del cielo se siente observado por las rocas. Cada riel pesa casi un cuarto de tonelada, y hay doscientos cincuenta rieles por kilómetro. Vive por los números.

Las cuadrillas están formadas por rehechos o trabajadores libres, no las hay mixtas. Usando tenazas o sus propios miembros de metal, descargan los rieles, cinco hombres o tres cactos o rehechos grandes por cada uno, y los depositan en el suelo con la delicadeza de comadronas. Los calibradores los sitúan en posición y se apartan para dejar sitio a los remachadores.

Judah convierte a cada uno de ellos en un gólem momentáneo y de forma absurda. En su grupo nadie percibe las trepidaciones, tenues como el aleteo de un pez, que utiliza el metal para tratar de ayudarlo. Impone ángulos a la tierra caótica. Se hace poderoso. Una vez duerme en el tejado del tren para saber cómo es. Hay cabras atadas allí arriba, y los hombres encienden pequeñas fogatas con cuidado.

Hay un cómico-chatarrero que recorre la vía, actuando. Judah observa cómo hace bailar a sus diminutas criaturas de tierra, pero no son gólems. No es más que materia controlada a distancia, una manipulación directa. Carecen de realidad circunscrita, de a-vida, de mente inconsciente aunque capaz de seguir instrucciones. Son como títeres.

Hay eslóganes pintados en los trenes y en las rocas. Aparecen todas las mañanas. Algunos de ellos no son más que vulgaridades, otros alusiones personales, otros mensajes polémicos,
QUE TE FOLLEN WRIGHTBY
. En dos ocasiones, cuando la campana despierta a Judah en la oscuridad del amanecer, hay carteles pegados a los trenes y los árboles.

Algunos son muy sencillos: S
ALARIO
J
USTO,
S
INDICATOS,
L
IBERTAD PARA LOS REHECHOS
, con una doble R debajo. Otros son una masa de caligrafía minúscula. Judah trata de leerlos mientras los capataces los hacen trizas.

R
ENEGADO
R
AMPANTE
,
Suplemento de Cabecera 3

La lista de muertos sigue aumentando, debido a los recortes en las medidas de seguridad provocados por las dificultades financieras. Las vías se tienden sobre los huesos de los trabajadores, libres y rehechos…

»¿De qué coño van esos tíos, por Jabber?, dice un hombre. »¿Quién no quiere un salario justo? Y si alguien quiere tener un sindicato, por mí no hay inconveniente. ¿Pero qué es eso de rehechos libres? Son putos criminales. ¿Es que esos gilipollas no lo saben?

La valentía de los disidentes cautiva a Judah. Salen a hurtadillas de noche, cuando patrullan los gendarmes. Si los atrapan no volverán a salir. Acabarán convertidos en parte del paisaje.

Los ejemplares del
Renegado Rampante
aparecen debajo de las mesas, sobre las rocas. Es un pésimo sistema de distribución, pero es el único que tienen. Judah los coge y los lee cuando está a solas.

Apenas es consciente de los dramas de la vía. Un día, mientras está trabajando, apenas repara en un lejano tiroteo. Más adelante se entera de que un grupo de librehechos y trancos, cuyo territorio se encuentra teóricamente mucho más al este, ha atacado a las cuadrillas que vienen tras ellos. Los hombres han conseguido repelerlos, pero a los gendarmes les preocupa que una raza tan orgullosa como los trancos se haya aliado con los descastados librehechos para luchar contra el ferrocarril.

Con el paso de las semanas, de los kilómetros y de las toneladas, llega la primavera y los días empiezan lentamente a extenderse. La tierra que rodea el camino de hierro se torna yerma. Judah se refugia con el resto de su cuadrilla detrás de un carromato volcado mientras una familia de tranco los ataca con extraños proyectiles. La torreta artillada del tren perpetuo gira y empieza a plantar cráteres como si fueran flores.

Judah lee el
Renegado Rampante
.

Los borinaces, o trancos, tienen razones de sobra para odiar a la FT. Sus tierras están siendo saqueadas por el dinero de Nueva Crobuzón, y el estado y la milicia no tardarán mucho en seguirlo. ¿Quién no ha oído las historias de Nova Esperium y de la masacre de los nativos? Cada trabajador muerto es una desgracia, pero la culpa no es de los borinaces, cuya venganza tal vez recaiga sobre el objetivo equivocado pero cuyos temores son muy reales. La culpa es de Weather Wrightby, y del Alcalde, y de las clases pudientes de Nueva Crobuzón, que se amamantan de la teta de la corrupción. Nosotros decimos: ¡Por un ferrocarril del pueblo, y en paz con los nativos!

Villafolla se cierra. Judah no la frecuenta. Prefiere su propia mano o el abrazo avergonzado de los hombres en las hoyadas, todos los días de la cadena, al hastío de las putas.

Cada semana, en las empalizadas donde pernoctan los rehechos hay una concesión a la sociabilidad, una fiesta en la que las rehechas son entregadas a los rehechos y se reparte licor barato bajo la mirada de los supervisores. Judah observa a las mujeres cuando, acabada la fiesta, son obligadas a bañarse en el río helado, chillando de frío y bebiendo purgantes para prevenir los embarazos. Un centinela supervisa la operación. Se muestra amable con ellas. Les venda los mordiscos y moratones y castiga a los rehechos que se exceden mucho o muy a menudo. »No hay derecho a usar así a esas mujeres, dice.

Es habitual que el tren de la paga se retrase. Si son solo un día o dos, apenas hay murmullos, pero a veces pasa hasta una semana sin que los obreros cobren. Tres de las veces que se produce esto hay una huelga. Por medio de algún caótico procedimiento democrático, los peones de vía dejan las herramientas y bloquean el tren hasta que tienen sus shekels en el bolsillo. Su propia masa, su número, los desconcierta. Cientos de hombres musculosos, entre los que descuellan las figuras altas, verdes y poderosas de los cactos. Las prostitutas, los cirujanos, oficinistas, estudiosos, exploradores y cazadores acuden a verlos.

Judah se encuentra entre ellos, temblando de excitación. Aquello es como una liberación para él, y por un breve lapso de tiempo se siente uno con la cosa que lleva dentro. Nunca está en la primera oleada de huelguistas —como Cañas Gruesas, el remachador cacto que, según cree Judah, colabora con el
Rampante
, o como Shaun Sullervan, el pendenciero factótum— pero siempre se suma a la segunda.

BOOK: El consejo de hierro
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