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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (32 page)

BOOK: El consejo de hierro
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»Ha muerto gente, joder, dice el hombre. »Ha muerto.

El muchacho de las patas de insecto es uno de ellos. Las balas han abatido a varios rehechos. Un pedazo de madera lanzado por alguien ha cortado a un cacto por la mitad. Han amontonado los cuerpos de los gendarmes, rotos a mazazos, perforados por escarpias, las improvisadas armas del ferrocarril. Hay aturdidos plañideros junto a las zanjas que sirven de tumbas.

Los cazadores regresan. Las prostitutas, sentadas en las rocas de este desierto centro del mundo, observan el tren. Los fogoneros y guardafrenos se agitan mientras los rehechos llenan las calderas y aprietan las palancas y aquellos que tienen calderas propias roban el riquísimo coque. Los hombres vagan como aturdidos, preguntándose unos a otros qué ha ocurrido. Miran al sol, y a los árboles muertos y aguardan a que alguien tome el control.

Una extraña ansiedad, porque la calma que reina aquí ahora no puede durar mucho. Los gendarmes se han hecho con la torre del cañón y otro vagón. Los rehechos tienen el resto del tren. La torre de hierro chirría bajo el sol y el arma del pináculo rota.

Los hombres libres quieren tratar a Shaun y a Cañas Gruesas como líderes de la chusma rehecha, pero este honor le corresponde a Ann-Hari, al hombre de las tuberías, cuyo nombre, según le dicen a Judah, es Uzman, y a otros rehechos.

»Llevaos a vuestra gente. ¿Qué creéis que están haciendo ahí?, dice el portavoz de los trabajadores libres. Señala la torre. »Preparándose. Para acabar con vosotros. Hemos dejado las cosas bien claras. Si os retiráis ahora, nos pagarán, y no habrá castigos.

Se dirige a Shaun, pero es Uzman quien contesta.

»¿Os van a pagar a vosotros y dices que les devolvamos el tren?

Se hecha a reír, poniendo de manifiesto lo absurdo de la petición de los hombres libres. Quieren que aquellos rehechos vuelvan por su propio pie a la esclavitud. Uzman se ríe. »Aún no hemos decidido lo que vamos a hacer, dice. »Pero lo decidiremos nosotros.

Hay discusiones a gritos, como si aquello fuera una manifestación callejera, y no estuvieran a tiro de la torre. Rehechos con rehechos, peones, traga-herrumbre entre sí, excavadores. Del interior de la torre llega el ruido de unos preparativos. Los huelguistas observan desde detrás de las barricadas que han levantado. La luna muestra la mitad exacta de su cara. Está menguando. Bajo la luz que proyecta y las fosforescencias de los embrujos de luz, se reúnen los hombres y las mujeres del tren perpetuo.

»No podemos sentarnos a esperar, dice Cañas Gruesas. »La gente está empezando a marcharse. Solo los dioses saben cuántos gendarmes escaparon. Faltan demasiados caballos. Y carretillas. Y no son los supervisores los únicos que están huyendo, Uzman. Tenemos que conseguir que cedan.

»¿Que cedan el qué?, dice Ann-Hari. La cosa que Judah lleva dentro se agita. »¿Que cedan el qué? ¿Qué quieres de ellos, chaver? No pueden darnos nada. Ahora están asustados, por eso están en esa torre, pero cuando empiecen a tener que echar la mierda por los parapetos, saldrán disparando.

Se alzan las voces. La muchedumbre se vuelve hacia ellas, lentamente.

»Hay que hacer demandas, dice Cañas Gruesas. »Traerán refuerzos. Hay que tener una lista de demandas preparada.

Shaun dice:

»¿Cómo por ejemplo? ¿Quieres que liberen a los puñeteros rehechos? Eso es imposible. ¿Que reconozcan a los nuevos sindicatos? ¿Qué es lo que queremos?

»Hay que adelantarse, dice Cañas Gruesas. «Enviemos nuestros propios mensajeros a Nueva Crobuzón, a hablar con los sindicatos, para hacer demandas conjuntas. Si consiguen regresar…

»Estás soñando. ¿Crees que van a hacer lo que dices? ¿Por nosotros?

»Tenemos que hacernos con el control de la situación. Ahora esto es nuestro, dice Uzman.

Alguien lo abuchea y chilla algo sobre los malditos rehechos. Ann-Hari grita y, en su agitación, su arcano ragamol de las colinas se manifiesta.

»Cierra el pico, le dice al agitador. »Maldices a los rehechos, como si eso fuera algo bueno. ¿Por qué estamos aquí? Vosotros luchasteis. Vosotros, señala a los excavadores, hicisteis huelga. Contra nosotras. Su segunda en el mando asiente. »Pero, ¿por qué peleasteis contra los gendarmes? Porque ellos, los rehechos, se negaron a comportarse como esquiroles. Se negaron. Recibieron golpes por vosotros. Para no romper vuestra huelga. Y lo hicieron por nosotros. Por mí.

Ann-Hari alarga los brazos hacia Uzman y lo atrae hacia sí; él se presta con sorpresa. Le da un beso en la boca. Es un rehecho: aquello es una trasgresión inaudita. Hay jadeos y exhalaciones, pero Ann-Hari ruge:

»Estos rehechos han ido a la huelga para no dejaros en la estacada. Vosotros lo hicisteis contra nosotras y nosotras contra vosotros, pero estos rehechos están al lado de todos, joder. Vosotros lo sabéis. Habéis luchado por ellos. ¿Y ahora les dais la espalda? Vuestra puta huelga ha salido adelante gracias a ellos, y también la nuestra, a pesar de que estábamos luchando unos con otros. Vuelve a besar a Uzman. Algunas de las prostitutas están horrorizadas, pero otras la vitorean. »Escuchadme bien, dice Ann-Hari. »Si alguien se merece un servicio a crédito, son estos malditos rehechos.

Las prostitutas más cercanas a Ann-Hari, las más militantes, buscan rehechos y empiezan a acariciarlos de forma ostentosa.

»Tenemos que mandar mensajeros a la ciudad, grita Cañas Gruesas, pero ya nadie le presta atención. Ahora solo escuchan a su amiga Ann-Hari.

Judah crea un gólem de tierra.

Es ya noche cerrada pero pocos están durmiendo. El gólem de Judah, cimentado con aceite y agua sucia, es más alto que él. El viejo convertido en profeta de la Tejedora se planta delante de Ann-Hari y profiere arcanas lisonjas dirigidas a la chica mientras Cañas Gruesas y ella discuten.

Llega un gendarme desde el tren, con una bandera blanca.

»Quieren hablar, dice una mujer con ruedas de quitina.

»Esperad, grita mientras se aproxima. »Queremos acabar con esto. No habrá recriminaciones. Hablaremos con la FT, traerán el dinero. Todo el mundo saldrá ganando. Vosotros, los rehechos, todo se puede hablar. ¿Qué tal una reducción de condena? Podemos hablar de todo. Todo es discutible.

El rostro de Ann-Hari es una explosión de rabia. El hombre se encoge de miedo y ella pasa a su lado y corre en dirección al tren, seguida por los rehechos, Cañas Largas, Uzman y Judah, quien da una palmadita al gólem en el trasero como si fuera un niño y con este gesto le infunde los embrujos que le otorgan la capacidad de moverse. Deja atónitos a todos los que lo ven.

Cañas grita a Ann-Hari:»Espera espera ¿qué vas a hacer? Espera. Y también Uzman está arguyendo, pero cuando los rehechos se ocultan detrás de sus barricadas, ella sale sencillamente a la luz, donde pueden verla los gendarmes de la torre. Lleva el mosquete de uno de los hombres.

Uzman y Cañas le gritan, pero ella se adentra en la tierra de nadie que rodea el tren. Solo el gólem de Judah la acompaña. El cañón de la torre rota hacia ella. Levanta el mosquete con la torpeza de quien nunca ha manejado uno. Se detiene allí con el grasiento hombre de tierra, los dos solos.

»No vamos a hacer tratos con vosotros, bastardos, grita, y aprieta el gatillo, a pesar de que las balas no pueden perforar el blindaje. Al oír el disparo, los rehechos salen corriendo para protegerla y Judah escucha que el capitán, desde lo alto de la torre, grita algo que lo mismo podría ser «alto» que «fuego». Ordena a su gólem de tierra que se coloque delante de Ann-Hari un instante antes de que suene, primero una sola vez y luego otras muchas, la brusca percusión de las armas de los gendarmes.

Todo el mundo se tira al suelo menos Ann-Hari y el gólem, y hay gritos y sangre. Los disparos cesan. Hay tres cuerpos inmóviles. Otros, rehechos en su mayoría, pero también hombres libres, piden ayuda a voces. Ann-Hari está inmóvil. El gólem está cubierto de agujeros pero su densa sustancia ha detenido las balas.

»No no no, está gritando el capitán. »No he…

Pero los rehechos ya no están dispuestos a esperar. Rugen. Alguien empuja a Ann-Hari hacia atrás y Judah la ve, y ve que está sonriendo, y siente ganas de sonreír también.

Se desata una pequeña guerra. »¿Qué estás haciendo?, grita Cañas a Ann-Hari, pero la pregunta ha dejado de tener sentido. Los gendarmes, los trabajadores libres, las prostitutas y los rehechos luchan y los dos bandos se clarifican: los rehechos y sus amigos; los gendarmes y quienes se oponen a esta exultante histeria. Judah siente miedo, pero no cambiaría por nada del mundo este violento parto.

Los rehechos atacan la torre con armas, crudas bombardas y miembros poderosos como martillos neumáticos, lanzan rocas y rieles que hacen tintinear la torre. Un hombre que se encuentra junto a Judah, y que tiene un racimo de pinzas de cangrejo en la barbilla, muere bruscamente al recibir el disparo de un gendarme. Judah ordena a su gólem que se mueva lentamente alrededor de la torre, y la criatura se va disgregando en grumos de su carne terrosa.

No oye la detonación del cañón pesado. Hay un carruaje volcado, por cuyas ruedas asoman hombres y mujeres, y un segundo después es una erupción, una expansión ígnea de afiladas astillas de madera incinerada y sangre, abriéndose sobre una cavidad que sufre una hemorragia de humo. Judah parpadea. Ve los restos. Se da cuenta de que la cosa oscura que se arrastra hacia él arrastrando una cola de molusco es una mujer, con la piel teñida de rojo y negro, una capa de tinta craquelada sobre la carne. Se pregunta por qué no hace ningún ruido mientras se le quema el pelo, pero entonces comprende que se ha quedado sordo. Le zumban los oídos. La boca del cañón exhala como un fumador lánguido.

Rota. Los rebeldes, los rehechos, las prostitutas y los trabajadores libres que los secundan corren para escapar de su furia.

Judah se levanta. Despacio. Da unos pasos y hace que su gólem se mueva. El cañón gira con la imprecisión de un motor mal engrasado. El gólem pega su mugrienta forma al vagón. Levanta los brazos, imitando y exagerando los pequeños movimientos de Judah, empieza a trepar, dejando un reguero de su propia materia.

El cañón vuelve a disparar. Escupe una bocanada de humo grasiento, y tanto la cabecera de la vía como la gente que se ha refugiado allí, a varios metros de distancia, revientan. El gólem trepa por la torre apoyándose en los machones y las tuberías. Utiliza como asideros y peldaños las mismas armas con las que los gendarmes le apuntan. Ajeno totalmente a su propio bienestar, como ninguna criatura viviente podría serlo, va menguando y descomponiéndose en terrones a medida que asciende, pero ya, aunque debilitado, cuajada su grasienta piel de grava de maderos y rieles, despojándose de las mismas piernas, que caen al suelo, informes como excrementos, casi ha ganado la cima. El arma gira y Judah le ordena a su gólem que introduzca el brazo hasta el fondo del cañón.

Le llega hasta el codo. La tierra del gólem bloquea el arma. Esta dispara y se produce un extraño movimiento, un retroceso tembloroso. El cañón revienta y el gólem se convierte en una lluvia de porquería. Brota una nube de humo y aire ardiente, la torre se estremece, y la cabina se ilumina y se parte brutalmente, con el techo convertido en una garra de dedos metálicos.

La detonación exhala una gran bocanada turbia y un hombre muerto cae entre los restos. El cadáver del cañón se ladea. Los restos del gólem llueven sobre Judah. Los rebeldes lo aclaman. No puede oírlos pero los ve.

Los renegados toman el tren. Los gendarmes arrojan las armas y salen cubiertos de sangre, con los ojos chamuscados y llorosos.

»No, no, no, grita Uzman. Está devorando carbón, y sus bíceps se hinchan. Junto con Cañas y Ann-Hari, y con otros cuyos rostros Judah no reconoce, los hombres del
Renegado
interrumpen las palizas cuando parece que van a tener resultados trágicos. Requisan los cuchillos. La gente protesta pero cede. Los gendarmes son encadenados en el mismo sitio donde antes estaban los rehechos.

»¿Y ahora qué? Allá donde va, Judah oye la misma frase.

El tren es de los rehechos. Hacen banderas para su nuevo e inesperado país, y las agitan desde lo alto de la torre reventada. Nadie duerme aquella noche. Los supervisores de los excavadores desaparecen en los yermos, y muchos hombres y algunas prostitutas se van con ellos.

»Enviad un mensaje, por el amor de los dioses, dice Cañas Gruesas. »Hay que buscar ayuda, dice, y Uzman asiente. A su alrededor están los demás cabecillas del repentino motín. Cada uno de ellos defiende su idea con desmañada elocuencia. Se toman decisiones.

Ann-Hari les dice a todos:»Ya no hay vuelta atrás, no podemos volver. Tenemos que seguir adelante. Y señala el desierto.

Escogen mensajeros. Jinetes. Un rehecho con unas piernas a vapor que parecen dedos extendidos y que ascienden por las laderas rocosas a velocidad tremenda mientras su torso humano se bambolea como un pasajero involuntario. Otro, un hombre musculoso convertido en una extraña criatura de seis miembros: está cosido por debajo del abdomen al cuello de un gran lagarto bípedo, de una especie que los nómadas de los páramos han aprendido a domesticar para usarlos como cabalgaduras. Se yergue hasta gran altura sobre dos patas inclinadas y una cola tiesa, con sendos brazos acabados en garras justo debajo del inicio de su piel humana. Lleva meses trabajando como explorador, cargando con un gendarme armado a la espalda.

»Adiós, les dice Uzman. »Seguid las vías. Sin que os vean. Tenéis que llegar a los pueblos. A los campamentos. A Empalme. Y, por Jabber, sobre todo tenéis que llegar a Nueva Crobuzón. Contadles lo que ha ocurrido. A los nuevos sindicatos. Decidles que necesitamos ayuda. Conseguid que vengan. Si nos ayudan, si nos traen herramientas, puede que lo consigamos. Rehechos y libres: que vengan todos.

»Uzman, dicen ellos, y asienten, como si el propio nombre fuera una afirmación.

Los jinetes montados se marchan envueltos en nubes de polvo, el hombre de las patas a vapor en un momento de invertebrada velocidad. El hombre-reptil acelera saltando sobre los brezos que jalonan el lecho del ferrocarril. Las aves y demás criaturas que vuelan los observan. Las que no son aves viran con los zigzagueantes espasmos de los peces en el mar.

Las prostitutas dejan que algunos hombres estén con ellas, bajo estrictas condiciones, desarmados y con alguna centinela cerca. Desde lo de Uzman y Ann-Hari, algunas de ellas han estado con rehechos.

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