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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (54 page)

BOOK: El consejo de hierro
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La tierra desafiaba al Consejo. Cambiaba en un proceso de acelerada corrosión, en una transformación tectónica de velocidad sicótica, como si allí el tiempo fuera ajeno a sus propias leyes. La tierra bullía. Había espacios de súbito y extremo frío, donde el hielo combaba los rieles, y zonas cálidas donde las paredes de roca se aproximaban a ellos y una colinas llenas de vida los acechaban.

Tendían sus vidas sobre un suelo que apenas era lo bastante sólido para sustentarlas, con unas traviesas que apenas eran lo bastante fuertes, y apenas estaban lo bastante juntas. Era un ferrocarril precario, que existía solo el tiempo justo para que pasara el tren y luego desaparecía. Levantado por los rehechos y por los consejeros jóvenes que nunca habían visto la antigua casa de sus padres. Sobre una vasta ciénaga, un marjal que devoraba las vías.

Cutter levantaba la vista de vez en cuando, dejaba el martillo o la carretilla llena de grava, y veía el fulgor de la mancha cacotópica en la distancia: el gruñido del cielo y el paisaje, una cara de niño, una explosión de hojas, un animal en la incertidumbre del aire y las colinas.
Ya ni siquiera lo vemos
, pensaba, lleno de asombro, y sacudía la cabeza. El cielo estaba despejado, pero un fino calabobos caía sobre ellos.
Te puedes acostumbrar al desatino más grotesco
, pensó.

Al correrse la voz de que la milicia los seguía se instaló entre ellos una especie de calma.

—Se detendrán en la mancha —dijo Judah, pero Cutter se dio cuenta de que ya no estaba tan seguro. Cutter sacaba heliotipos del tren estacionario, del inestable paisaje y de criaturas que no eran insectos ni lagartos, ni pájaros ni engranajes de metal sino algo fortuito, una obra de la Torsión inspirada en todas estas cosas.

Judah guardaba silencio. Parecía ensimismado. Una noche acudió a Cutter y dejó que se lo follara, cosa que Cutter hizo con la urgencia y el amor que no siempre era capaz de controlar. Judah le sonrió y lo besó y le acarició la mejilla, dioses, no como un amante sino como una especie de sacerdote.

Pasaba la mayor parte del tiempo en el vagón laboratorio, abarrotado con el detrito de sus brujerías. Encendía el voxiterador. Escuchaba una vez tras otra las grabaciones de los cantos de los lanzancudos. Cutter vio sus libros de notas. Estaban llenos: partituras musicales con rayas de colores, preguntas, interrupciones. Judah tarareaba entre dientes.

Una vez Cutter lo vio, de pie bajo la media luz del final del día, subido a la locomotora del tren perpetuo. Le oyó murmurar una canción-ritmo, mientras se daba palmaditas en el rostro con una mano y chasqueaba una síncopa con los dedos de la otra. Había unas motas alrededor de su cabeza, inmóviles, un puñado de manchas dispersas, moscas y mosquitos de las montañas que no se movían con el viento: una antinatural y profunda inercia. Cuando el tren, con una sacudida avanzó unos metros, Judah dejó tras de sí la nube de inmóviles insectos.

Los consejeros dracos volaban. Estaban buscando el final de la zona. Algunos de ellos, por descontado, no regresaban. Se esfumaban en un pliegue de aire o de repente olvidaban cómo se volaba o se osificaban o se convertían en cachorros de draco o en nudosas marañas de cuerda. Pero la mayoría sí volvía, y tras muchos días en aquellas regiones híbridas de lo monstruoso y lo cotidiano, dijeron a los consejeros de hierro que estaban aproximándose al final.

Tendieron sus últimos rieles siguiendo un camino que, según los geovidentes, era ambulatorio, se desviaría y confundiría a sus perseguidores. Con la locomotora cubierta de cabezas de depredadores nuevos, de carne reciente, y los vagones arañados y marcados por su presencia, el Consejo de Hierro emprendió el ascenso de una ladera. Cutter ya no era capaz de imaginar una tierra que no estuviese mancillada por el influjo de la Torsión.

Coronaron la loma precedidos por los martillazos y seguidos por las cuadrillas que levantaban el hierro a su paso. La mirada de Cutter recorrió un paisaje de humorroca azotado por los vientos. Era un lugar vívido y extraño, pero sin la patología, la aterradora y cancerígena fertilidad de la zona cacotópica.

—Oh, dioses —se oyó decir a sí mismo. Hubo una ovación, espontánea, de absoluto deleite—. Oh dioses Jabber joder joder y joder, hemos salido, hemos salido.

Tomaron una ruta que discurría por el mismo borde, por la cordillera litoral que separaba los últimos confines de la Torsión de la tierra sana. Tendieron su camino de metal sobre la llanura de humorroca y regresaron por él a la tierra natural.

El tren perpetuo se abrió camino por las tierras del humo sólido. Los vientos habían levantado grandes pliegues irregulares, cúmulo-nimbos de roca sobre cuya cara lisa tendieron rápidamente las vías, temiendo que pudieran revertir a su estado anterior en cualquier momento.

—Allí abajo está el camino por el que vinimos —dijo Judah. La senda que excavaran en su momento se la había tragado una inundación de roca.

Judah, Cutter y Cañas Gruesas caminaban por la cara de sotavento de la nube sólida, junto al borde del cacotopos.

—Algunos estamos asustados —dijo Cañas Gruesas—. Las cosas se nos han ido de las manos. Da la impresión de que no tenemos elección en lo que estamos haciendo. —Su voz sonaba débil en aquel viento cálido.

—A veces no hay elección —dijo Judah—. A veces es la historia la que decide. Solo hay que confiar en que la historia no se equivoque. Mirad, mirad, ¿no es eso?

Habían encontrado lo que buscaban: una pared vertical de roca, babeado de hiedra, en la que asomaban algunos arbustos. Había algo diferente en el suelo, el resto de una acanaladura, de una antigua excavación explosiva. Un sendero visible bajo dos décadas de vegetación.

—Por ahí es por donde vinimos —dijo Judah—, la primera vez.

Se detuvo junto a la pared de nubosa roca y arrancó una planta, y Cutter vio que no era una planta sino un hueso que brotaba de la roca. Un carpiano marchito, con varios jirones de cuero desgastado adheridos.

Judah dijo:

—Fue demasiado lento.

Un hombre incrustado. Atrapado por una marea de humorroca. Cutter lo miró con los ojos muy abiertos. Alrededor del hueso había un círculo de aire, el delgado espacio que había ocupado la carne del brazo, que se había descompuesto en su interior. Seguro que había un vaciado con forma de hombre, excavado por las larvas y las bacterias. Un defecto en la roca, un osario con forma de hombre. Relleno de huesos y polvo de huesos.

—Un consejero o un miliciano. Ya no me acuerdo. ¿Y tú, Cañas? Había otros. Aquí y allá. Cuerpos en la roca. —Treparon a la cima del risco. El Consejo de Hierro se movía tras el tintineo de sus martillos, rodeado por una nube de dracos que parecían hojarasca levantada por el viento entre la humareda de sus chimeneas. Cutter siguió su avance con la mirada. Percibió la rareza de sus contornos, sus torres de ladrillo y piedra, los puentes de cuerda que comunicaban sus vagones, sus huertas y el humo de sus chimeneas, ecos de las nubes de roca que había en su cabeza y en su cola.

Más al este, los cañones oxidados de las armas de la milicia asomaban por la pared de roca.

En la tierra que había al otro lado, la tierra que se extendía hasta la propia Nueva Crobuzón, había llegado el otoño. Los consejeros dirigieron miradas incrédulas al agua, a los bosques, a las colinas y a sus propios vagones. No podían creer a dónde habían llegado.

Los mapas heredados de cuando el Consejo de Hierro todavía pertenecía a la FT volvieron a ser de utilidad. El tren perpetuo estaba todavía sumergido en la tinta más fina, el cuadriculado beige que indicaba tierra ignota, pero hacia el este las indicaciones iban haciéndose más precisas. El punteado del bosque bajo, las acuarelas de las ciénagas, los contornos de las colinas marcados con líneas precisas. Aquella no era la región en la que habían tendido sus vías, pero estaba dentro de la esfera de influencia de la ciudad.

Lo comprobaron y volvieron a comprobarlo. Fue una revelación. Estaban aturdidos y asombrados.

—Aquí, al otro lado del lago. Mar de Telaraña está al sur. Tendríamos que evitarla, dirigirnos al norte del lago lo antes posible. Llevaremos la justicia del Consejo a Nueva Crobuzón.

Ni siquiera el saber que la milicia los seguía los asustaba ya.

—Nos siguen. Han entrado en la mancha —le dijo Judah a Cutter—. Han activado un gólem trampa que dejé en el cacotopos. —Ningún miliciano se había adentrado tanto. Debe de ser un regimiento de elite, consciente de que el Consejo regresaba a Nueva Crobuzón.

—Iremos a las colinas. —Varios días por delante, se levantaba una espina dorsal montañosa que se extendía durante ochocientos kilómetros hasta llegar a Nueva Crobuzón—. Los despistaremos. Cruzaremos las colinas con el tren. Hasta Nueva Crobuzón.

Aún les quedaban meses de viaje, pero avanzaban deprisa. Enviaron exploradores para comprobar dónde podían necesitar puentes o vados, dónde tendrían que desecar ciénagas las cuadrillas, dónde excavarían túneles los excavadores y geotaumaturgos. La historia aceleró su paso.

Drogon el susurrero estaba radiante. Hablaba constantemente al oído de Cutter, diciéndole que no podía creer que hubiesen pasado, que lo hubiesen conseguido, que estuvieran tan cerca de su hogar.
Hay que poner esto por escrito
, dijo.
Tiene que dejar constancia. Nadie lo había hecho nunca, y muchos lo han intentado. Todavía nos espera un largo camino, por una tierra que nadie conoce demasiado bien, pero vamos a conseguirlo
.

Judah, sentado sobre el tren, observaba el paisaje, despojado bruscamente de toda antinaturalidad.

—No estamos seguros —le dijo a Cutter—. No podemos decir eso. —Pasaba mucho tiempo solo, escuchando su voxiterador.

—Judah, Cutter —dijo Elsie—, deberíamos volver a la ciudad.

Había pasado en silencio aquellos días, desde la muerte de Pomeroy. Había encontrado una serenidad que le permitía vivir en su soledad.

—No sabemos lo que está ocurriendo allí; no sabemos en qué estado se encuentra. Tenemos que avisarles de que vamos. Podríamos influenciar las cosas. Podríamos cambiarlas.

Todavía les quedaba un largo camino, y había muchas cosas que podían detenerlos.

Tiene razón
, le dijo Drogon a cada uno de ellos.
Tenemos que saberlo
.

—No creo que importe —dijo Judah—. Iremos, más adelante. Iremos y prepararemos una bienvenida, la prepararemos para ellos.

—Pero no sabemos lo que podemos encontrarnos…

—No. Pero no supondrá mucha diferencia.

—¿De qué estás hablando, Judah?

—No supondrá diferencia.

Bueno, si él no quiere ir, me da igual. Iré solo
, dijo Drogon.
Voy a regresar a la ciudad, creedme
.

—Nos encontrarán, lo sabéis, ¿no? —dijo Elsie—. Aunque viremos hacia el norte. Mar de Telaraña se enterará de que estamos aquí.

—Bueno, ni que el Consejo no pudiera vérselas con la gente de Mar de Telaraña, joder… —dijo Cutter, pero Elsie lo interrumpió.

—Y si Mar de Telaraña nos encuentra, Nueva Crobuzón no tardará mucho en hacerlo. Y entonces tendremos que hacerle frente de nuevo. A los que nos están siguiendo y a los que saldrán a nuestro encuentro.

Uno de los vagones del tren perpetuo estaba cambiando. Creían que habían pasado por el borde de la Torsión sin sufrir demasiado, que la única consecuencia de su viaje era el vagón sanatorio, lleno de pacientes afectados por extrañas dolencias o agonizantes. Pero parte de la miasma cacotópica actuaba con demasiada lentitud como para ser percibida. Había tres personas en el furgón de mercancías cuando empezó el sarcoma de la Torsión. El tren estaba cruzando unas lomas tapizadas de vegetación de altura, entre formas de roca que arañaban el aire. Una mañana, mientras caía una lluvia tan fina que parecía polvo y los peones tenían que calentarse las manos después de cada martillazo, las puertas dejaron de abrirse. Los consejeros que había dentro solo pudieron lanzar gritos por las grietas de la madera.

Usaron un hacha contra el furgón, pero el arma rebotó sin levantar siquiera la pintura o astillar la madera, y los consejeros comprendieron que se trataba de los últimos dedos de la mancha cacotópica. Pero para entonces las voces de los que estaban dentro se habían ido apagando con lasitud, como si aceptaran una especie de rendición.

A lo largo de toda la noche se volvieron más y más lánguidas. Al día siguiente el vagón había cambiado de forma. Ahora era bulboso y estaba distendiéndose, mientras la madera se estiraba y sus tres víctimas emitían apagados sonidos acuáticos. Las paredes se volvieron traslúcidas y empezaron a distinguirse formas en su interior, formas flotantes, como si estuvieran sumergidas en algún fluido. Las planchas, los clavos y la fibra de madera se volvieron primero opalescentes, y luego transparentes, mientras el furgón empezaba a rebosar grasa sobre las ruedas y los consejeros del interior parecían cada vez más tranquilos en aquel medio denso por el que nadaban. Todo lo que se guardaba en los cajones perdió la forma y quedó flotando allí, como un montón de impurezas.

El furgón se convirtió en una vasta célula membranosa, con tres núcleos que conservaban aún una vaga forma humana flotando en el citoplasma. Observaban a sus compañeros y los saludaban con atrofiados brazos-flagelo. Algunos consejeros querían desacoplar aquella monstruosidad, dejar que se alejara rodando sobre las vías y prosperara o pereciese de acuerdo a su nueva biología, pero otros dijeron, «son nuestras hermanas las que están ahí dentro», y no se lo permitieron. El largo tren continuó su marcha llevándose la corpulenta y temblorosa criatura amoébica y a los sonrientes habitantes de su interior.

—En el nombre de Jabber, ¿qué es eso? —preguntó Cutter a Qurabin.

—Nada en el nombre de Jabber. No lo sé. Hay cosas que no quiero averiguar. Y aunque quisiera, hay cosas que no tienen significado, preguntas sin respuesta. Eso es lo que es.

Dos semanas después de haber salido de la zona cacotópica, tuvieron su primer encuentro desde hacía veinte años con alguien del este. Un grupillo de nómadas que salió a recibirlos desde las colinas. Una banda de librehechos, veinte o treinta en total. Formaban una banda variopinta y curiosa, con una rareza entre sus filas, un vodyanoi rehecho entre hombres y mujeres reformados para servir en la industria o como ejemplo.

Se aproximaron al tren con cautelosa cortesía.

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