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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (53 page)

BOOK: El consejo de hierro
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—¿Que Rudgutter ha muerto? No puedo decir que me sorprenda. Ese bastardo llevaba una eternidad siendo Alcalde. ¿Y ahora le ha sustituido Stem-Fulcher? Que los dioses nos asistan.

Estaban aturdidos por los cambios.

—¿Que la milicia patrulla abiertamente? ¿De uniforme? ¿Qué demonios ha ocurrido? —Pomeroy les hizo un breve relato de la Guerra de los Constructos, el ataque contra los vertederos, el rumor de lo que se ocultaba en su interior. No parecía real, no se lo pareció ni siquiera a Cutter, que lo había vivido.

Durante mucho rato se negaron a creer lo que Cutter les contaba sobre los manecros.

—Nos persiguió uno —dijo—. En serio. Hace años, durante unos disturbios, Stem-Fulcher anunció que se habían, no sé cómo decirlo, puesto en contacto con nosotros, y que todos estábamos equivocados. —Los manecros, figuras de terror durante siglos, las manos salvajes de los cadáveres (según algunos), diablos escapados del Infierno (según otros), que se apoderaban de las mentes de sus anfitriones y convertían su cuerpo en algo mucho más poderoso de lo que habían sido. Si los condenados van a morir de todos modos, había dicho Stem-Fulcher, sería un sentimentalismo absurdo no extraer la conclusión evidente. Y, como es lógico, los vigilarían muy de cerca.

A pesar de ello, el anuncio había desencadenado nuevas revueltas provocadas por mera repulsión, la abortada Revuelta de los Manecros. La multitud que pretendía cruzar el Gran Alquitrán en lanchas para asaltar el Parlamento había sido derrotada por algunos de sus miembros, hombres y mujeres que, surgidos de repente de sus filas, escupían fuego por la boca, manecros diestros disfrazados con la carne de los condenados.

Cutter estuvo despierto hasta tarde. Tenía mucho miedo de cambiar.

—¿Y si la Torsión sale de ahí? —no dejaba de decir, y los rehechos trataban de tranquilizarlo, cada uno a su manera, uno diciendo que eran suficientes para hacerle frente y el otro que estaban lo bastante lejos, que no pasaría nada.

Aquella noche los atacaron.

Un sonido de desgarro despertó a Cutter y al abrir los ojos se encontró con un rostro que lo miraba fijamente a la grisácea luz de la Luna. Pensó que lo había traído consigo desde sus sueños. Oyó disparos. Se levantó alejándose del rostro que lo observaba, aquella expresión inquisitiva y monstruosa.

Cuando empezó a sentir la adrenalina, ya estaba en movimiento, ya se había levantado y estaba corriendo y pensando, ¿
dónde están los demás, que está pasando, qué hago
? Al entrar en el campamento vio con mayor claridad lo que estaba ocurriendo. Tropezó y trató por todos los medios de no caer al suelo.

Su grupo estaba a su alrededor, corriendo, disparando. Alguien lanzó un grito que hizo gritar a Cutter. Vio que la tienda se agitaba como una bestia hecha de andrajos mientras la criatura que estaba haciéndola trizas sacudía los jirones como si fuesen alas. Vio un movimiento ondulante y espástico y oyó el impacto de algo que caía a tierra, y luego otro. Las percusiones lo rodeaban por todas partes.

—¡Orugombres! —oyó gritar a Elsie—. ¡Orugombres!

La criatura desgarró la tela de su tienda y el viento la sacudió en el aire mientras por el centro surgía, como en un efecto teatral barato, lo que había venido a él con brutal y voraz curiosidad, lo que lo había olido desde el otro lado del hule de la tienda. Entre jirones temblorosos apareció su depredador. Larval. Kohramit.
Homo raptor geometridar
. Un orugombre.

Cutter no podía apartar la mirada. El rostro de la figura sonrió con lascivia y se abalanzó sobre él repentinamente, con un movimiento brusco y convulso que Cutter no fue capaz de comprender durante varios segundos.

Más alta que él y toda torso, con un tronco que parecía extenderse desde el suelo, una cabeza dos veces más grande que la suya y unos brazos largos y huesudos cuyas manos se arrastraban por el suelo con las palmas o los nudillos hacia abajo, abriéndose y cerrándose. Separó unos labios casi humanos y llenos de dientes negros, largos y afilados como clavos. Cutter no pudo verle los ojos. Dos sumideros, sendas masas de piel arrugada y sombras: si veía era gracias a la oscuridad. Se volvió y husmeó el aire, al mismo tiempo que echaba atrás la pelada cabeza y abría y cerraba lo mejor que podía aquella boca erizada de colmillos. Y entonces, en su desplazamiento, le enseñó a Cutter los cuartos traseros.

Colosal y perturbadoramente intubado, un cuerpo de oruga cuajado de acreciones de pelo, ventrículos que se abrían y esfínteres que se cerraban, grisáceo y moteado de colores admonitorios. El torso de hombre se unía como un coágulo a la parte frontal de aquel cuerpo de varios metros de longitud, los huesos de la cadera a la carne larvaria. El orugombre se movió.

Tenía un manojo de pequeñas patas palpitantes en la parte delantera, por debajo del pálido torso, y dos o tres pares de protopatas hipertrofiadas al final del cuerpo. Levantó la parte trasera formando un gran arco, clavó las protopatas en la dura tierra, izó el peso del cuerpo superior con una sacudida y enderezó aquel tubo de corporalidad, con el torso humano al final de aquella alargada fisonomía de larva que se sacudía de forma vacilante en el aire, y se apoyó en las esponjosas protopatas traseras.

Volvió a husmear el aire. Se arqueó de nuevo, asió el suelo, se estiró y tiró del cuerpo trasero. Movimientos de oruga. Un tanteo, una convulsión hacia Cutter.

El hombre disparó y echó a correr. El orugombre aceleró. Los consejeros trataron de defenderse como pudieron. Había varios orugombres en las esquinas del campamento. Una de las mulas rebuznó, y se oyeron unos gritos…

A la luz de la luna, Cutter vio a otro de aquellos hombres larva, masticando, con la boca y la parte superior del cuerpo manchados de sangre teñida de negro por la oscuridad. Cuando se alimentaba, su rostro era una parodia.

Uno de los orugombres emitió un rugido elíctrico. Los demás se unieron a él, escupiendo porquería por la boca.

Las mulas y los pequeños camellos que llevaba el grupo empezaron a aullar. Shuech disparó, y el puño de metralla arrancó cráneo y masa cerebral, pero el orugombre, demasiado estúpido o demasiado tozudo para morir, no cayó. Se aproximó con su grotesco cimbreo larvario y, con una mano coriácea, agarró a un hombre y lo atravesó de parte a parte. El hombre empezó a gritar, pero no tardó mucho en detenerse, porque el orugombre lo hizo pedazos.

Shuech arrojó cacodyl ardiente y la cáustica sustancia se esparció sobre una de las orugas, que se sacudió sin demasiada urgencia tratando de apagar el fuego. Volvió a emitir aquel sonido desde el fondo de la garganta y, al tiempo que se levantaba sobre sus protopatas traseras, se convirtió en una antorcha que los iluminó a todos.

Las criaturas bloqueaban todas las salidas. Estaban atrapados en una terraza sobre un barranco, con el suelo cubierto de una gravilla demasiado suelta que impedía correr. Cutter se pegó a la roca y disparó. Alguien gritó. Judah murmuraba.

El orugombre más retrasado hizo rechinar sus dientes. Su cabeza reventó. La materia roció a sus compañeros. Pomeroy recargó el lanzagranadas.

Cutter vio que empezaba a crecer una sencilla vida vegetal en las huellas que dejaba un taumaturgo del Consejo de Hierro, un residuo de musgo-magia. El musguista emitió un gruñido y una masa de manchas moteó la piel de uno de los orugombres, una película de briofitas que empezó a ocluirle la boca y los orificios de los ojos. El monstruo se encabritó, sacudido por convulsiones, y al tratar de arrancarse la película vegetal con las uñas se lastimó y empezó a sangrar un líquido espeso.

Los consejeros disparaban chakris, gruesos discos planos, o flechas con puntas como guadañas. Los orugombres sangraban copiosamente, pero no se detenían, Judah se adelantó con una furia casi sagrada en el rostro. Tocó el suelo. Un espasmo recorrió sus nudosas manos.

Durante un segundo no ocurrió nada, pero entonces, justo delante de los orugombrcs, la tierra empezó a combarse y a adoptar la forma de un humano colosal, una intervención somática en la roca y el regolito… y entonces algo vaciló en el éter y se rompió. Judah se tambaleó y cayó pesadamente sobre la grava. El suelo recobró la normalidad. La forma humana que había empezado a desagregarse de él volvió al caos.

Cutter gritó el nombre de Judah. Judah tenía la cabeza entre las manos. Uno de los orugombres estaba a un paso de él.

Pero Pomeroy estaba allí, con la espada en la mano. Con una valentía sicótica y condenada, mientras Elsie chillaba de espanto, hundió el arma en el abdomen humano del orugombre.

Era un hombre muy fuerte. La criatura incluso se detuvo un momento al sentir la estocada, y Pomeroy soltó la espada, retrocedió un paso y acudió a ayudar a Judah, quien se recuperó y levantó la mirada en el mismo instante en que el orugombre cogía a Pomeroy por la cabeza. Su enorme palma se cerró sobre la cabeza del hombre y empezó a zarandearlo con el salvajismo ausente de un bebé.

Cutter oyó el crujido del cuello de Pomeroy y el chillido de Elsie. El orugombre sacudió el cuerpo de Pomeroy. Judah se agazapó y volvió a levantar el gólem de tierra. Esta vez nada lo interrumpió. Se adelantó de una gran zancada, derramando parte de su sustancia, y golpeó al más cercano de los monstruos. El enorme puñetazo hizo volar a la criatura. Su mitad de oruga se flexionó; cayó y golpeó el suelo con un explosivo chapoteo.

Elsie estaba llorando. Los demás orugombres estaban aproximándose y Judah cerró el puño y el gólem se interpuso en su camino. Caminaba con unos pasos que eran los pasos de Judah, hubiera jurado Cutter, imitados por la tierra. Se situó delante de los consejeros y derribó a otra de las criaturas.

Tras un momento de indecisión, que los exhaustos consejeros aprovecharon para disparar, los orugombres empezaron a retroceder frente al poderoso gólem. Dos de ellos descendieron por la pared de roca vertical y el tercero quedó trabado en un sucio y sanguinario forcejeo con el gólem, que antes de desmoronarse se arrojó por el precipicio llevándoselo consigo.

Judah se arrodilló junto a Pomeroy y los consejeros de hierro corrieron a ayudar a sus camaradas. Cutter, temblando, se asomó sobre el borde del acantilado. Los orugombres descendían reptando por la superficie vertical. El suelo de roca estaba sembrado de cadáveres y cubierto por la tierra rojiza del gólem.

Cutter acudió junto a Pomeroy y abrazó a su amigo muerto. Abrazó a Elsie, que estaba aullando, que se echó a llorar sobre él. Judah estaba destrozado. Cutter lo abrazó también, lo atrajo hacia sí. Permanecieron así un momento. Abrazados los tres, mientras Elsie lloraba y Cutter sentía cómo se iba enfriando el cuerpo de Pomeroy.

—¿Qué ha pasado? —le susurró al oído de Judah—. ¿Qué ha pasado? ¿Estás… estás bien? Has tropezado… y Pome…

—Ha muerto por mí. —Lo dijo sin el menor titubeo en la voz—. Sí.

—¿Qué ha pasado?

—Algo… Una trampa. No la esperaba. Alguien ha hecho saltar una trampa. Estoy intentando ahorrar productos químicos y baterías… Extraía casi toda su energía de mí, y no estaba preparado en ese momento. Me sorprendió y me hizo caer. —Cerró los ojos, bajó la cabeza. Besó a Pomeroy en la frente.

»Era uno de los gólems trampa que dejé en nuestro camino —dijo—. La milicia lo ha activado. Han desembarcado. Nos siguen.

24

En la costa, a cientos de kilómetros de distancia (dijo Judah), un ictíneo, uno de los nuevos Icthyscaphoi experimentales de Nueva Crobuzón, ha debido de tocar tierra. Un pez colosal que habrá salido del océano reptando sobre unas aletas convertidas en patas atrofiadas hasta que estas cedan bajo su propio peso y el enorme pez rehecho se quede allí tirado, temblando. Así es como debe de haber sido.

Un híbrido de tiburón y ballena, distendido por medio de taumaturgia hasta alcanzar el tamaño de una catedral, cubierto por una costra de varicela, un sistema de tuberías más anchas que un hombre, ganglios protuberantes como venas prolapsas, unas aletas del tamaño de barcos y dotadas de bisagras engrasadas, una fila dorsal de chimeneas que escupen una humareda blanca. La boca del pez-cosa (dijo Judah), anclada con cadenas, debe de haberse abierto con un chirrido de industria, como un puente levadizo, mientras el ribete de la mandíbula inferior desciende para dejar salir a los hombres de la milicia de Nueva Crobuzón, empuñando sus armas, buscando al Consejo de Hierro.

—No fue tan fácil la primera vez que pasamos por aquí. Estábamos vagando, tratando de alejarnos de la mancha, y los caminos se retorcían y nos conducían directamente hacia las entrañas de la Torsión, hacia un cielo que parecía un montón de entrañas o de colmillos. Perdimos a muchos entonces —dijo el hombre.

Era uno de los supervivientes, un rehecho de la Perrera. No tenía manos. En lugar de la izquierda, un manojo de patas de pájaro formando un coágulo de garras, y en lugar de la derecha, la cola de una gruesa serpiente. Era un escaldo, un bardo del Consejo de Hierro, y el aparente titubeo de su narración era un juego: relataba la historia en una compleja y fascinante síncopa que simulaba inexperiencia. Su historia era una especie de homenaje para las víctimas de los orugombres.

—Perdimos a muchos. Fueron al vidrio y desaparecieron sin más, en una colina que era hueso y luego un montón de huesos y luego de nuevo una colina. Descubrimos formas de atravesar esta frontera. —No había un solo científico en el mundo de Bas-Lag que supiera más sobre la Torsión, sobre el cacotopos, que el Consejo de Hierro.

»Ahora regresamos, la tierra está descascarillada, y la Torsión ha hecho lo que ha hecho. Algunos de los raíles que escondimos han desaparecido, otros están retorcidos como sacacorchos, otros son agujeros con forma de rieles, otros son reptiles hechos de roca. Pero todavía quedan los suficientes para seguir. Para salir por el otro lado, donde solo las llanuras nos separarán de Nueva Crobuzón. Cientos de kilómetros, puede que semanas, pero no los años que antes nos hubiese costado.

Muchos kilómetros al oeste, la milicia de Nueva Crobuzón seguía su rastro.

Los orugombres volvieron. Esta vez atacaron el tren, y fueron repelidos, pero a un elevado coste. Avanzaron reptando, meneando el cuerpo con aquel movimiento propio de gusanos, y hasta llegaron al tren, lo mordieron, y le dejaron las marcas de sus dientes y su cáustica saliva. Muchos consejeros murieron para repelerlos. Hubo otras criaturas: sombras con forma de perro, y simios con voces de hiena y un pelaje hecho de hierbas y hojarasca.

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