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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (31 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Varios hombres son apuñalados, una mujer sufre graves heridas en la cara y cuando las prostitutas han conseguido expulsar a los intrusos, se encuentran a una rehecha contusionada y sangrando por la cabeza. Las mujeres titubean un momento antes de llevársela al campamento para curarla.

Por la mañana, los excavadores van a la huelga. Se reúnen en la boca del túnel. Los capataces acuden a negociar. Los excavadores tienen portavoz: un hombre flaco, un geotaumaturgo de poco poder, con las manos teñidas de basalto negro por la roca que está constantemente licuefactando.

Dice:»Volveremos al trabajo cuando las chicas vuelvan al suyo, y sus hombres se echan a reír. »Tenemos necesidades, dice.

Las prostitutas y los excavadores han hecho demandas. Los niveladores no piensan trabajar. Los peones no pueden hacerlo y se limitan a sentarse bajo el sol y jugar a los dados o pelear. El Jugar está volviéndose tan violento como un pueblo de las praderas. El tren perpetuo está parado. Los gendarmes y los capataces discuten. Llueve un poco, pero el agua está caliente y no refresca.

»Copulad con las arañas, dice el viejo. »Es hora de cambiar.

Todo está parado. Solo la construcción del puente avanza, y ahora, por las noches, cuando las cuadrillas de pontoneros terminan de trabajar, algunas de ellas cruzan el barranco para ir al campamento de sus hermanas porque quieren ver qué pasa. Llegan, espinosos hotchi, monos amaestrados, constreñidos por sus transformaciones corporales, rehechos con cuerpo de simio. Vienen a ver las huelgas. Las visitan una noche tras otra.

Los periodistas del tren perpetuo, que han estado enviando sus historias mientras todavía había mensajeros, tienen de repente una nueva noticia que cubrir. Uno de ellos saca un heliotipo del piquete de mujeres.

»No sé qué contar, le dice a Judah. »En
La Lucha
no quieren que hable de prostitutas.

»Saca todos los heliotipos que puedas, le dice Judah. »Esto es algo digno de recordarse. Esto es importante, dice, y es su rareza, su beatífica entraña quien habla. El corazón le da un vuelco al pensar que puede oír sus palabras.

»Todos somos hijos de la araña, dice el viejo.

Aparecen ejemplares del
Renegado Rampante
sobre las rocas.

Aquí no hay tres huelgas, ni dos huelgas y media. Aquí hay solo una huelga, con un solo enemigo, con un único objetivo. Las mujeres no son nuestras enemigas. La culpa no es suya. Si no hay pasta no hay polvo, nos dicen, y ese también podría ser nuestro eslogan. No colocaremos otra traviesa ni otro riel hasta tengamos el dinero prometido. Lo dicen ellas y nosotros también. Nosotros decimos: ¡sin dinero no hay polvo!

Cuando los supervisores y los gendarmes comprenden que los diferentes grupos no están cansándose de la huelga y no van a agotarse mutuamente con recriminaciones, se produce un cambio. Judah lo percibe cuando se levanta y ve que los capataces se mueven con una determinación nueva.

Hace calor y ya ha empezado a sudar cuando, sin desayunar, se dirige a la boca del túnel junto con otros trabajadores ociosos. Los excavadores están formados, como una unidad militar, y empuñan sus picos. Los capataces y gendarmes están delante de ellos, con un grupo de rehechos atados.

»Vamos, dice uno de los supervisores. Judah lo conoce. Es el tipo al que recurren cuando hay que tomar alguna medida impopular. Las prostitutas han enviado una delegación, doce mujeres en total, encabezadas por Ann-Hari. Los excavadores empiezan a proferir gritos de burla. Las mujeres se limitan a observar. Detrás de todos ellos, el tren resopla como un toro.

El supervisor se coloca delante de los rehechos. Le da la espalda a los huelguistas y mira a las variopintas criaturas, con sus integumentos de carne y metal forasteros. Judah ve que Ann-Hari le susurra algo a Cañas Gruesas y a otro hombre y estos asienten sin mirarla. Están observando a los rehechos congregados allí. Uno de ellos, un hombre con el cuerpo lleno de tuberías que salen de su carne y vuelven a meterse en ella, devuelve la mirada a Cañas Gruesas y mueve la cabeza. Se encuentra junto a otro rehecho mucho más joven, con varias patas quitinosas en el cuello.

»Recoged los picos, dice el capataz a los rehechos. »Entrad en el túnel. Picad la roca. Os daremos instrucciones.

Y en el silencio que sigue, nadie se mueve. Los gendarmes se han interpuesto entre los huelguistas y los rehechos.

»Coged los picos. Entrad en el túnel. Id hasta el final. Empezad a picar.

Vuelve a haber silencio durante un momento. Los hombres del tren perpetuo saben perfectamente cómo se utiliza a los rehechos, y algunos de ellos, adelantándose a los acontecimientos, empiezan a gritar «esquiroles, esquiroles». Pero los gritos mueren enseguida porque ninguno de los rehechos se mueve.

»Coged los picos.

Al ver que sigue sin moverse nadie, el supervisor utiliza el látigo. La punta muerde con un restallido y un grito de dolor. Un rehecho se desploma con las manos en la cara herida. Hay jadeos de temor y algunos de los rehechos hacen ademán de ponerse en movimiento, pero uno de ellos susurra una orden y, con un estremecimiento, todos se detienen salvo uno, que echa a correr hacia el túnel y grita:»No quiero hacerlo y no pienso hacerlo, no podéis obligarme, es un plan estúpido, es un plan estúpido.

Los demás no lo miran y él se adentra en la oscuridad. El joven con las patas de insecto tumorales está temblando. Tiene la mirada clavada en el suelo. A su lado, el hombre de las tuberías está diciendo algo.

»Coged los picos. El supervisor se acerca a los rehechos.

Algo se alza dentro de Judah. Hay murmullos y ruidos de indignación a su alrededor.

»Coged los picos si no queréis que detenga a los alborotadores. Coged los picos y entrad ahí o…

La gente está empezando a gritar, pero el supervisor grita más que ellos.

»… o tendré que tomar medidas contra… Mira lenta y ostentosamente a los aterrados rehechos, uno a uno, se detiene al encontrarse con el hombre de las tuberías, el único que, siquiera por un momento, se atreve á mirarlo a los ojos, y entonces agarra al muchacho asustado, que grita y tropieza. »O tendré que tomar medidas contra este cabecilla, dice el supervisor.

Hay un momento en el que no se oye voz ni sonido alguno, y entonces el supervisor llama con un gesto a dos de los gendarmes, y la multitud, al ver que se acercan, prorrumpe de nuevo en gritos y los gendarmes derriban al joven a golpes.

Y es como si volviera a estar entre los lanzancudos, comprende Judah en medio de un tiempo que se ha vuelto espeso. Observa el descenso de los garrotes, los torpes intentos del muchacho por taparse la cabeza y sus ornamentos de quitina. Tiene tiempo de ver hasta el movimiento de los pájaros sobre sus cabezas. Tiene tiempo de ver los rostros de la multitud, y siente fascinación al hacerlo.

Están horrorizados y no pueden apartar la mirada. El rehecho de las tuberías, el protector del muchacho, tiene los dientes apretados, los peones parecen embargados de pesar, los excavadores observan desde las sombras de las formaciones rocosas con desolado asombro, con incomodidad, y allá donde Judah mira, mientras siguen cayendo los golpes y los gendarmes contienen a la multitud, advierte una vacilación. Todos vacilan, tensos, mirándose unos a otros y mirando al muchacho rehecho que no para de gritar y a los bastones y de nuevo unos a otros y hasta los gendarmes vacilan y cada golpe que dan tarda en caer un instante más que los anteriores y sus colegas alzan las armas con titubeos y hay voces por todas partes.

Judah ve a Ann-Hari, contenida por sus amigos, arañando el aire, y parece que fuera a morirse de rabia. Y la gente titubea como si estuviera preparándose para zambullirse en algo helado, vuelven a mirarse, espera, espera, y Judah siente que la cosa de su interior alarga las manos, la rareza y la bondad que hay en su interior alarga las manos y los empuja, haciendo que él sonría incluso en este calor ensangrentado, y entonces todos se mueven.

No es Judah quien se mueve primero —él nunca se mueve primero— ni el rehecho de las tuberías, ni Cañas Gruesas ni Shaun, sino alguien, un excavador desconocido que está en primera fila. Se adelanta un paso y levanta el brazo. Es como si se abriese paso a través de una tensión que se hubiera posado sobre el mundo, y, rompiendo la capa cartilaginosa que la protege, se derramase sobre un tiempo líquido, seguido por otros, por Ann-Hari, que corre hacia allí mientras los rehechos intervienen para contener las porras y los látigos de los gendarmes, e incluso el propio Judah, que ahora sí echa a correr y rodea con sus brazos, endurecidos por las muchas jornadas de trabajo, el cuello de un hombre uniformado.

Un ardiente zumbido tapa los oídos de Judah, y no puede oír más que el latido de su propia furia. Se vuelve y pelea como ha aprendido a hacerlo junto a las vías del tren. No oye los disparos, pero los siente como empujones en el aire. La energía de los embrujos crepita en su interior, y cuando agarra a un gendarme, en un momento de instinto, convierte su camisa en un gólem que retuerce la carne de su propietario. Judah corre y pelea, y cuando toca algo sin vida le imbuye un instante de a-vida y le ordena que luche.

Los gendarmes tienen mosquetes y látigos, pero están en inferioridad numérica. Tienen taumaturgos, pero no son de la milicia: no caen chorros de esputo ni llueven embrujos de transformación sobre los huelguistas, solo encantamientos sencillos a los que todos sobreviven.

Hay más cactos entre los peones que entre los supervisores. Corren entre los guardias de la FT, usando sus verdes puños, derribándolos con facilidad. Protegen a sus camaradas; los gendarmes no llevan arcos huecos con los que detenerlos.

El rehecho de las tuberías se lleva el cuerpo del muchacho de las patas de insecto. Saca un trozo de carbón del bolsillo y se lo mete en la boca, manchándose los labios de negro. Corre. Los gendarmes que todavía se mantienen en pie están retrocediendo. Los demás están en el suelo, entre los cuerpos rotos de rehechos y hombres libres. Todo ocurre muy deprisa.

Judah está corriendo. Tropieza. Los gendarmes levantan las armas, y un grupo de rechechos liberados se les echa encima. Disparan y los rehechos caen. Junto al tren, los gendarmes están reagrupándose.

»Tenemos que conseguirlo, grita Judah, y el rehecho de las tuberías está a su lado, asintiendo y gritando también, y hay muchos que le obedecen: rehechos y hombres y mujeres librenteros, y está Ann-Hari, y Shaun, y todos ellos reciben las órdenes del mismo. »Tú, dice a Judah. »Conmigo.

Doblan el recodo pasando entre árboles muertos y allí está el tren perpetuo. Exhala su humo y escupe su vapor mientras aquel ejército sarnoso se le acerca. El quitapiedras está abierto y extendido, como una dentadura destrozada. Su chimenea resplandece, y parece un embudo que succiona la energía del sol. Y por todas partes hay figuras que saltan de él y sobre él, de las chozas de sus tejados, de los vagones donde duermen los hombres libres, de todo él, mirando a los que se acercan, gendarmes y huelguistas, gritando. Los dos bandos tratan de ganárselos mientras se aproximan.

»ellos, ellos…

»abajo, son los bastardos rehechos…

»están disparando y pegándonos…

»dispersaos, bastardos, si no queréis que empiece a disparar…

»detenedlos, por Jabber, detenedlos, joder…

Los gendarmes rodean el tren con una formación desigual, con las armas en la mano, y la marea de curiosos y huelguistas enfurecidos —excavadores, prostitutas, rehechos— se detiene bruscamente. Los gendarmes retroceden hacia la torre artillada.

Entonces hay un dilatado momento que está entre tregua involuntaria y confusión. Ann-Hari y el hombre de las tuberías se acercan. Él parece impasible. Ann-Hari no. Tras ellos hay un ejército de rehechos arrojando objetos. No marchan, sacuden las piernas, algunas de ellas todavía con las argollas de los grilletes que han abierto con piedras y llaves robadas. No marchan, casi caen a cada paso que dan, y el sol los resalta, los tiñe de colores mestizos. La luz le recorta afilados bordes a las armas que han construido.

Cargan con pedazos de la valla que los ha contenido. Empuñan las cadenas que han maniatado sus pies. Llevan navajas, fragmentos de arcilla punzantes clavados en trozos de madera. Hay docenas, y luego centenares de ellos.

»Por Jabber, ¿quién los ha dejado salir, qué habéis hecho?, grita alguien con voz histérica.

La cosa que Judah lleva dentro se alza al verlos. Se hincha en su interior: se mueve como un feto en su vientre. Judah les grita, una bienvenida, una alarma.

Hay hombres a cuatro patas, convertidos en hombres-bisonte, llevando a otros hombres que los envuelven con sus miembros, y mujeres que caminan sobre alargados brazos hechos con partes de animales, y hombres que andan sobre piernas-pistón, como martillos neumáticos dotados de vida, y mujeres cubiertas de bigotes felinos, o con palpos gruesos como pulgares por todo el cuervo, y colmillos arrebatados a jabalíes o de mármol tallado y bocas convertidas en engranajes entrelazados y colas de gatos y perros alrededor de cinturas que parecen faldas y glándulas que segregan tinta y otros envueltos en una masa multicolor, y esta congregación de criminales, este abigarramiento, avanza en libertad.

Los gendarmes se han retirado. Están en el vagón blindado, en su torre artillada. Algunos han cogido un caballo en los corrales que hay junto a la cabecera de la vía y han escapado.

»No no no.

Muchos de los excavadores y los peones están horrorizados por la liberación de los rehechos. Nadie sabe quién es el responsable ni cómo se ha hecho. Unas llaves robadas que han circulado por el redil de los criminales (algunos de los cuales no piensan salir, prefieren aferrarse a sus cadenas).

»No estamos aquí por esto. No se trataba de esto. Un excavador que se niega a hablar con Ann-Hari o con la hueste de rehechos de miembros temblorosos, está gritándole a Shaun Sullervan. »No quería que le pegaran a ese chico, no había hecho nada, pero esto es una estupidez. ¿Qué vais a hacer, joder? ¿Eh?

Mira al rehecho parpadeante, que le devuelve la mirada. Se vuelve ligeramente.

»No te ofendas, colega. Ahora está hablándole al rehecho. »Mira, no es asunto mío. Ya habéis visto que no vamos a dejarles que os peguen más. Pero, pero, no podéis, tenéis que volver, esto es… Señala la torre artillada.

Ya es tarde. Hay un asedio, y reina la extraña calma propia de un asedio.

BOOK: El consejo de hierro
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