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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (33 page)

BOOK: El consejo de hierro
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»En Nueva Crobuzón ocurre constantemente, dice Ann-Hari. »Rehechos y enteros follando. ¿Qué pasa cuando se llevan a alguien a las factorías de castigo? ¿Qué pasa, su mujer lo abandona siempre?

»Se supone que sí. No es decoroso.

»Es muy habitual, igual que el sexo híbrido, khepri, humanos, vod…

»Es verdad, dice Judah. »Pero lo mantienen en secreto. Estas mujeres… tus mujeres… lo hacen delante de todos.

Ann-Hari levanta la mirada hacia la luna. Deja que la luna la recorra. Observa sus últimos rayos sobre el armazón del puente. »Los sindicatos de la ciudad no pueden ayudarnos aquí, dice. »Esto es algo nuevo.

Debajo de ellos se mueven antorchas entre las vigas. Los pontoneros han reanudado el trabajo, ahora sin supervisores.

»¿Qué les has dicho?, pregunta Judah.

»La verdad, dice Ann-Hari. »Que no podían parar. Que estamos rehaciendo.

Tres días después, al amanecer, regresa el arácnido a vapor. Pide algo de beber antes de hablar.

»Vienen, dice. »Gendarmes, a centenares. En un tren nuevo. Un tren confiscado, les dice. »Han descargado a los turistas y buscadores de fortuna que venían a explorar el interior del continente.

La mayoría de los trabajadores libres ha escapado. Algunos de ellos son miembros de esta nueva ciudad, que aunque resentidos por el giro repentino de los acontecimientos que ha convertido a los rehechos en sus iguales, deciden quedarse movidos por la curiosidad, por el «¿qué pasará?». Forman parte de este tren asamblea, de esta congregación. Algunos de ellos están tan comprometidos como los rehechos, y se alistan en los grupos de sabotaje que vuelven sobre sus pasos para desmantelar las vías. Los maquinistas, fogoneros y guardafrenos que quedan instruyen a los rehechos.

Regresan por la misma tierra que han alterado. Sometida a la influencia de oleadas de embrujos, nunca fue demasiado estable. Pasan por lugares donde antes el suelo era de roca y ahora es de piel de lagarto moteado, y los clavos de los rieles están sumergidos en una sangre que parece leche. Hay sitios donde el suelo se ha convertido en algo parecido a las guardas de un libro, y brotan trozos de papel de los agujeros. Desmantelan las vías para entorpecer a sus perseguidores.

Una industria revertida. Emplean toda su experiencia en la destrucción del ferrocarril, arrancando los clavos, llevándose los rieles y las traviesas y esparciendo las piedras. Alisan el firme de la vía y regresan.

Pero»Han derribado las barricadas, no tardan en decirles los exploradores. »Han traído sus propios rieles y traviesas. Están construyendo de nuevo el ferrocarril. Dentro de tres días, los gendarmes llegarán al campamento.

Hay luz en el túnel. Hay trabajos en marcha.

»¿Qué habéis hecho?, pregunta Judah.

»Estamos terminando el túnel, dice Ann-Hari. »Y el puente. Ya casi hemos llegado al otro lado.

Su influencia está expandiéndose. Ann-Hari es más y también menos que un líder, piensa Judah: es una persona, un nexo de deseos, de anhelo de cambio.

Ya están horadando los últimos metros de la oscura y húmeda montaña. Judah contempla el puente. La nueva obra es casi risible: un apresurado y endeble encaje de metal y madera tendido sobre los muñones de la auténtica construcción. Es algo improvisado, solo es un puente a duras penas.

Judah forma parte de un cónclave —para su sorpresa— que busca una estrategia a tientas. Se reúnen en las colinas: Shaun, Uzman, Ann-Hari, Cañas Gruesas, Judah. Pero paralelamente a ellos está surgiendo algo estruendoso y colectivo.

Todas las noches, a la luz de las lámparas de gas, se reúnen los trabajadores. Al principio era por diversión —licor, dados y citas— pero a medida que los gendarmes se van aproximando y Uzman discute la estrategia a seguir en las colinas, la filiación de los grupos cambia. Los hombres del tren empiezan a llamarse hermanos.

Ann-Hari se presenta en su reunión e interrumpe el confuso discurso de un hombre. Una punta de lanza hecha de mujeres se abre camino entre los congregados. Algunos tratan de acallarla a gritos.

»Tú no eres un trabajador del ferrocarril, dice uno. »No eres más que una puta de las colinas. Esta no es tu reunión, es nuestra.

Ann-Hari responde con sencillez. Se expresa con una retórica variopinta hecha de exhortaciones apelotonadas: un discurso que deja atónito a Judah. Es como si fuera el mismo tren quien hablase. El fuego permanece inmóvil.

»No puedo hablar, dice. »Si yo no puedo hablar, ¿quién tiene derecho a hacerlo? ¿Qué espaldas? ¿Qué espaldas sino la mía y las de los míos han servido de base para construir este ferrocarril? Hemos hecho historia. Ya no podemos volver atrás. No podemos. Todos sabéis lo que hay que hacer. Adónde tenemos que ir.

Cuando termina, nadie puede hablar durante varios segundos. Al fin, alguien murmura:

»Hermanos, vamos a votar.

Uzman les dice que sea como sea, piensen lo que piensen, lo que Ann-Hari les está diciendo es que huyan. Que esa no es la respuesta. ¿Acaso tienen miedo?

»No es huir, dice Ann-Hari. »Aquí ya hemos acabado. Somos algo nuevo.

»Es huir, dice él. »Eres una ingenua.

»Es algo nuevo. Nosotros somos algo nuevo, dice, y Uzman sacude la cabeza.

»Esto es huir, dice.

Desenganchan el vagón artillado y llevan el tren hasta el túnel. Van desmontando las vías a medida que avanzan. Todavía se oyen detonaciones y golpes procedentes del interior de la colina y del extraño puente nuevo. Se trabaja a un ritmo frenético.

En el calor de la mañana llega el sonido de otros martillos y otros motores. El tren de los gendarmes. Ven las columnas de humo sobre los árboles muertos.

Los trabajadores se reúnen en el túnel, entre los residuos minerales de las paredes talladas, que ahora son planos infinitesimalmente divergentes. La luz proyecta sombras donde se encuentran los vectores de las rocas.

Uzman, el general del pueblo, imparte órdenes que los demás deciden seguir. Un ejército de varios centenares de rehechos y libres comprometidos con la causa: los pocos administrativos, científicos y burócratas que no han huido; algunos geoémpatas de escaso poder; otros, pocos: los seguidores del campamento, los locos y los que no podían trabajar y las prostitutas, cuyo agotamiento dio comienzo a todo. Salen a la oscuridad de la noche, preparados. El tren se oculta en el agujero de la colina.

Hace frío antes del alba. Los gendarmes cruzan varias lomas y aparecen al otro lado de un recodo. Vienen a pie, en carromatos blindados tirados por caballos rehechos, en aeróstatos individuales, con globos encima y propulsores a la espalda. Viran en el aire y se lanzan sobre los trabajadores.

Sueltan granadas. Es asombroso. La gente del tren empieza a chillar. No pueden creer que las cosas empiecen tan mal. Están sordos y ensangrentados. Así empieza todo. Una cascada de astillas de pedernal y fuego ennegrecido.

Los que llevan armas de fuego las disparan. Uno o dos gendarmes son alcanzados y caen sangrando, o se alejan en sus aeróstatos hasta estar fuera de su alcance, o quedan colgados de su arnés, muertos, y siguen volando o descienden siguiendo trayectorias fortuitas. Pero no se detienen. Achicharran el cielo con sus lanzallamas.

»Aplastadlos, exclama Uzman, y sus tropas dejan caer troncos y rocas mientras los gendarmes se reagrupan y disparan sus balistas. Los taumaturgos de ambos bandos hacen oscilar el aire, crean de la nada parches de color gris que tiñen lo real, lanzan flechas de energía que chisporrotean como el agua en aceite caliente y que al hacer blanco provocan extraños efectos. Es un caos de batalla. Un carraspeo constante de disparos y gritos, en el que caen algunos gendarmes pero los huelguistas lo hacen en mayor número.

Hay momentos. Un grupo de cactos se adelanta y las balas que perforan su piel apenas logran frenarlos. Los gendarmes, aterrorizados, huyen ante la inmensa flora, pero aunque los oficiales no llevan arcos huecos, tienen productos cáusticos que calcinan la piel de los cactos.

»Somos chusma, dice Uzman, y mira a su alrededor con desesperación. Ann-Hari no dice nada. Está mirando más allá de los gendarmes, más allá de la torre de humo que marca la llegada de su tren.

Judah ha creado un gólem. Lo envía contra los gendarmes. Es una criatura fabricada con la materia del propio ferrocarril. Está hecha de vagonetas y de sobras de rieles y traviesas. Lleva una parrilla como dentadura. Sus ojos son trozos de vidrio.

El gólem sale caminando del túnel. Es insensible. Anda con el cuidado de un hombre.

Mientras avanza, la lucha parece arreciar. La fea e innoble batalla hace una pausa. El gólem pasa junto a los cadáveres. La criatura ferroviaria es lo único que parece moverse.

Y entonces deja de andar, y Judah se estremece de asombro porque no le ha ordenado que lo haga. Aparece un nuevo carromato, que lleva a un hombre entrado en años y a sus guardaespaldas. El hombre los saluda a todos con gestos amables. Weather Wrightby.

Uno de los que están junto a él lleva varios amuletos. Un taumaturgo. Mira fijamente al gólem y mueve las manos.

¿
Eres tú quien lo ha detenido
? Judah no lo sabe con certeza.

Weather Wrightby se planta en mitad de la batalla. Naturalmente, debe de estar protegido por innumerables embrujos que desvían las balas, pero aun así causa una impresión muy poderosa. Le habla a las colinas. El gólem está inmóvil a varios metros de él, como su rival en un duelo a muerte, y Weather Wrightby también le habla a él, como si estuviera exhortando al ferrocarril.

»Hombres, hombres, exclama. Sacude las manos en el aire. Lentamente, sus gendarmes bajan las manos. »¿Qué estáis haciendo?, dice. »Sabemos lo que está pasando aquí. No es necesario. ¿Quién ha ordenado que se atacara a estos hombres? ¿Quién lo ha ordenado?

»Hay que arreglar esto, dice. »Este embrollo. Es por el dinero, según me han dicho. Y por la rudeza de los supervisores. Levanta un saco que lleva en el carromato. »Dinero, dice. »Traemos el salario de todos los hombres libres y enteros que siguen aquí. Ya es hora de que se os pague. Ha sido demasiado tiempo, y lo lamento. No puedo controlar el flujo del dinero, pero he hecho todo lo posible por traeros lo que es vuestro.

Judah no dice nada. Hace que su gólem mueva la cabeza, un pequeño gesto teatral.

»Y vosotros, rehechos. Weather Wrightby esboza una sonrisa triste. »No sé, dice. »No sé. Sois convictos. Yo no soy el que hace las leyes. Tenéis deudas con las factorías que os crearon. Vuestras vidas no os pertenecen. Vuestro dinero… no tenéis dinero. Pero debéis entender. Debéis entender que ni os guardo rencor ni os culpo por esto. Sé que sois hombres razonables. Arreglaremos esto.

»No puedo pagaros: la ley me lo prohibe. Pero puedo guardar el dinero. La FT se ocupa de sus trabajadores. No permitiré que mis buenos rehechos sufran la innecesaria severidad de unos capataces ignorantes. No estaba escuchando con la suficiente atención, y os pido que me disculpéis por ello.

»Crearemos estructuras. Nombraremos un mediador que os escuche, que pueda castigar a los supervisores que no sean dignos del puesto. Vamos a arreglarlo, ¿me entendéis?

»Guardaré el dinero que os correspondería si fueseis hombres libres y enteros, y habrá un lugar para vosotros cuando el ferrocarril esté terminado. Un refugio. En la ciudad, si ellos lo permiten, pero si no, si la maldita Nueva Crobuzón está tan sorda como para no darse cuenta de lo que hay que hacer, en estas tierras lejanas, cerca de vuestro ferrocarril. No volverán a mataros a trabajar. Tendréis cuartos propios, y baños, y buena comida, y podréis salir. ¿Creéis que soy un mentiroso? ¿Creéis que os miento?

»Ya basta, ya basta. El ferrocarril está parado. ¿Queréis que siga así? Hombres, hombres… No sois blasfemos, no creo que lo seáis, pero, aunque vuestras razones sean comprensibles, lo que estáis haciendo aquí es un pecado. No os culpo por ello, pero estáis interponiéndoos en el camino de algo que el mundo merece. Vamos. Poned fin a esto.

Judah se levanta. Hace que su gólem se aproxime a Weather Wrightby con sus vacilantes andares.

»No seáis estúpidos, dice la voz de Uzman a su lado. »¿Tan blandos sois, joder, tan blandos? ¿Creéis que a Wrightby le importáis una mierda? Pero otras voces lo acallan. Alguien está gritando. Alguien chilla.

»No podemos ganar, dice Judah en voz alta, aunque nadie está escuchándolo. Inmóvil entre las rocas, ordena a su gólem de vías que eche a correr.

Le hace correr como si fuera un hombre accionado a vapor, con el chirrido metálico de los engranajes de sus muslos. Avanza bajo una lluvia de balas cada vez más intensa, dejando enormes huellas, y corre y salta, y se lanza, y cae formando una primitiva masa punitiva de madera y metal, rompiendo los huesos a los gendarmes. Judah no ve a Weather Wrightby, pero sabe, mientas observa los movimientos natatorios del gólem y su desintegración en el impacto final, que Wrightby sigue vivo.

»Atrás atrás atrás, grita Cañas o Shaun o alguien, un general improvisado, pero ¿adonde? No hay donde esconderse. Los gendarmes se dispersan bajo el castigo de la pólvora pero sus armas son mucho más potentes y es imposible contenerlos. Es un desesperado y engañoso punto muerto: los gendarmes se mueven en formaciones adaptadas a la lucha en el desierto mientras los rehechos, en la ladera de la colina, corren de un escondite a otro, en parte en orden y en parte en desbandada.

Pero entonces se oye un ruido procedente del otro lado del recodo. Algo.

»¿Qué, qué, qué es…?, dice Judah. Los hombres de la FT retroceden en dirección a su tren, y en ese momento llega hasta ellos el ruido de otra batalla.

Desde el camino por el que han llegado, desde la historia del firme de la vía, llega un ruido que Judah no había oído antes. Algo se aproxima con un repiqueteo creciente, un tamborileo sobre la roca nivelada. Un destacamento de trancos. Los borinaces. Avanzando a una velocidad pasmosa. Sus patas, más altas que seres humanos, se mueven descoyuntándose en una sucesión rígida y ungulada de espasmo y flexión, y giran con delicadas acrobacias, retorciéndose sobre los cascos.

Con inhumana elegancia se aproximan. Su rostro es un híbrido entre una cara de babuino y una talla de madera, con algo de insecto y algo extrañamente evocador. Irrumpen entre los gendarmes, auténticos enanos a su lado, y empiezan a dar vueltas entre ellos, introduciendo sus rígidas patas entre los ejes de los vehículos, que se desvían y chocan entre sí. Los borinaces se inclinan y sus brazos y manos realizan manipulaciones en el espacio y en otros vectores que Judah no alcanza a ver.

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