Read El consejo de hierro Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (47 page)

BOOK: El consejo de hierro
11.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por allí precisamente estaban caminando Ori y Enoch. Se habían limpiado y llevaban sus mejores trajes. Ori nunca había visitado aquel monumento a la pobreza. No había, por descontado, auténtica mugre, ni malos olores, ni los había habido desde hacía más de una década. Pero las ventanas seguían rotas (con los fragmentos discretamente reforzados para prevenir la aparición de nuevas grietas), y las paredes seguían combadas, cubiertas de humedad y descoloridas (y sostenidas al borde del colapso por vigas y medios taumatúrgicos).

Las casas estaban etiquetadas. Unas placas de bronce colgadas junto a las puertas relataban la historia de la barriada, y describían las condiciones en las que habían vivido sus habitantes. A
QUÍ
, leyó Ori,
PUEDEN VERSE LAS SEÑALES DE LOS INCENDIOS PROVOCADOS Y ACCIDENTALES QUE CONSTANTEMENTE SUFRÍAN ESTAS CALLES, OBLIGANDO A SUS HABITANTES A VIVIR ENTRE LOS DESPOJOS DEL FUEGO
. La casa estaba manchada de humo y chamuscada. Su piel de carbón estaba sellada bajo una capa de barniz mate.

En algunas de las habitaciones delanteras y los retretes exteriores se podía entrar. U
NA FAMILIA DE SEIS U OCHO PERSONAS PODÍA VIVIR APELOTONADA EN ESTAS CONDICIONES TERRIBLES
. El detrito de la vida en la miseria, esterilizado y limpiado regularmente por personal municipal, seguía en su sitio. P
ARECE IMPOSIBLE QUE EN ESTOS TIEMPOS MODERNOS SE PERMITA QUE SIGA EXISTIENDO SEMEJANTE POBREZA
.

La casa a la que debían dirigirse era un ejemplo de la arquitectura de la colina de la Bandera: grande, hermosa y cubierta de mosaicos hechos con guijarros policromos. Ori se preguntó si se habrían equivocado de dirección, pero las llaves que llevaban abrían las puertas. Enoch frunció el ceño.

—Ya he estado aquí antes —dijo.

Estaba vacía. Era un simulacro de casa. Las habitaciones, así como las cortinas, eran de color hueso. El asombro que demostraba Enoch fastidiaba a Ori.

Había gente en las calles, hombres con chaquetas cortadas a medida, mujeres con elegantes pañuelos. La mayoría humanos, pero no todos. Había canales, y una comunidad de vodyanoi adinerados, que pasaban con sus peculiares andares saltarines, ataviados con ropa impermeable que imitaba a los trajes de los humanos, masticando los cigarros que los humanos fumaban y ellos comían. De vez en cuando pasaba algún cacto, un raro arribista de éxito. Había constructos, figuras convulsas y humeantes que inspiraron a Ori un momento de nostalgia por los tiempos de su infancia, cuando estaban por todas partes. Los habitantes de la Colina eran lo bastante ricos como para permitirse las licencias y someter a sus equipos a las asiduas revisiones que se habían instituido tras el final de la Guerra de los Constructos. Sin embargo, la mayoría de los ricos prefería a los gólems.

Caminaban con antinatural cuidado, hombres y mujeres de ojos vacíos, hechos de arcilla o piedra o madera o alambre. Llevaban bolsas o llevaban a sus propietarios, mirando de un lado a otro con movimientos que pretendían imitar a los humanos, como si aquellos ojos fútiles sirvieran para ver, como si no estuvieran gobernados por una absoluta y antinatural compulsión a seguir las instrucciones recibidas.

Todos los toroanos hicieron la misma pregunta al llegar:

—¿Qué hacemos aquí?

Cuando apareció Baron, vestía con tanta elegancia como cualquiera de los habitantes del barrio. Llevaba la lana de cordero, el algodón finalmente cribado y la seda con desenvoltura. Lo miraron boquiabiertos.

—Oh, sí —dijo. Afeitado, limpio, fumando un cigarrillo liado a máquina—. Ahora sois mi personal. Será mejor que os acostumbréis.

Se sentó con la espalda apoyada en la pared de su nueva, enorme y vacía habitación, y les habló de Bertold Sulion.

Toro estaba allí. Ori se dio cuenta. No sabía cuánto tiempo llevaba la extraña figura en la esquina, con los cuernos perfilados por la luz oleosa. Estaba anocheciendo.

—¿Por qué estamos aquí, Toro? —preguntó—. ¿Dónde está Ulliam?

—Ulliam no podrá venir muy a menudo. Un rehecho llamaría la atención en estas calles. Estáis aquí porque yo os he dicho que vinierais. Cierra la boca y escucha. Os daré dinero. Compraréis ropa. Ahora sois criados. Para todo el mundo sois mayordomos, lacayos, doncellas. Tendréis que estar siempre limpios. Acostumbraos.

—¿Han descubierto el escondite de Malado? —preguntó Ruby. Toro no estaba sentado, pero parecía inclinado, como si estuviera apoyado en algo que no se veía. Ori podía sentir el poder que emanaba de aquellos cuernos.

—Ya sabéis lo que queremos hacer. Sabéis lo que hemos estado haciendo, lo que hemos estado preparando. —La antinatural gravedad de su tono era siempre una sorpresa, una descarga estática—. El presidente de la junta directiva está en el Parlamento. En la isla Strack. En el río. Hay milicianos vodyanoi en el río, guardias cactos, oficiales en todas las salas. Taumaturgos, los mejores de la ciudad, con amortiguadores, irascibarreras, encantatrampas de todas clases. Nunca podremos entrar en el Parlamento.

»Y luego está la Espiga y la estación de la Calle Perdido. Quien ya sabéis ha pasado un montón de tiempo en la Espiga. Dirigiendo a la milicia. O en la estación, en el ala de las embajadas, en la torre. —No era solo el corazón del sistema ferroviario de Nueva Crobuzón. Era una ciudad en tres dimensiones revestida de ladrillo. La vastedad de su arquitectura, voluntariamente demente, no solo desafiaba todas las normas de estilo sino también, según se decía, las leyes de la física.

»Cuando nuestro amigo esté allí, no solo tendremos que enfrentarnos al personal de Perdido. —Y no es que este fuese fácil de derrotar. Los devotos submilicianos a quienes estaba encomendada la protección de la estación estaban bien armados y entrenados—. Allá donde va el presidente de la junta, lo acompaña la Guardia Clípea. Ellos son nuestra principal preocupación.

»¿Y la ciudad? ¿Cuándo fue la última vez que el jefazo del Sol Grueso dio un discurso en público? Están demasiado asustados, demasiado ocupados tratando de firmar la paz con Tesh. Así que necesitamos otra estrategia.

Hubo una larga pausa.

—Quien ya sabéis tiene una relación muy estrecha, íntima, con un magistrado. Un Magister Legus. Se ven todas las semanas. Corren toda clase de rumores, si se pregunta a las personas adecuadas. Se ven en la casa del magistrado. Donde vive como ciudadano, donde se quita la máscara. Se relajan en privado. A veces no se separan hasta la mañana siguiente.

»Ocurre todas las semanas, en ocasiones dos veces. En la casa del magistrado.

»La casa de al lado.

Tumulto. «¿Cómo lo sabes?», preguntó alguien. Y «¡no es posible!», y «¿de quién es esta casa?», «¿cómo la habéis conseguido?», y más cosas.

Ori recordó algo. Algo en su interior se encogió al percibir la proximidad de un hecho inquietante, que se aproximó, se alejó, y volvió a acercarse. Vio que otros recordaban, sin saber muy bien lo que recordaban, sin encajar las piezas.

—Es difícil averiguar el nombre que hay detrás de un
nom de jure
—estaba diciendo Toro—. Pero yo lo conseguí. Me llevó mucho tiempo. Pero lo encontré. —Ori oía sus palabras como si los separara una gasa.

»Esta es la casa… —dijo, y no dijo nada más. Nadie oyó sus palabras y se alegró por ello. No sabía si quería pronunciarlas. No sabía lo que sentía.

Esta es la casa de aquella pareja de ancianos. Aquello que oí, aquel trabajo, hace meses, poco después de que os diera el dinero. Lo que denunciaron todos los periódicos. Los mataste, o le ordenaste a Hombro Viejo o a cualquiera de los otros que lo hiciera, y no porque fueran de la milicia. Eran ricos, pero no los mataste por eso. No fue porque fueran ricos, sino por el sitio en el que vivían. Necesitabas que desaparecieran para poder comprar esta casa. Eso fue lo que hiciste con el dinero de Jacobs.

Se sentía vacío. Tragó saliva varias veces.

Sintió la presión de sus propios instintos. Algo se alzó en su interior. Toda la incertidumbre, la desesperada falta de seguridades, y luego el peso del conocimiento junto a la vacilación de las ideas, la vergonzosa mezcolanza de teorías que lo había conducido hasta los renegadistas, hasta todas las diferentes sectas y disidencias, buscando algo sólido a lo que aferrarse, un hogar político, que había encontrado en la furia y la pasión anarquista de Toro. Su incertidumbre regresó en tropel. Sabía lo que estaba asintiendo —que aquello era algo espantoso, que estaba horrorizado— pero recordó las exhortaciones a poner las cosas en su justo contexto, siempre en su contexto, que los renegadistas, por encima de todos, siempre habían acentuado.

Si una muerte impide diez muertes, ¿es aceptable? ¿Y si dos muertes salvan una ciudad?

Estaba inmóvil. Tenía la sensación de que no lo sabía todo, de que había cosas que debía saber, de que era mejor hombre en aquel colectivo que fuera de él, de que debía comprender por qué había pasado aquello antes de juzgarlo. Toro estaba observándolo. Se volvió hacia Hombro Viejo. Vio que el rostro del cacto se endurecía.
Saben que lo sé
.

—Ori. Escúchame.

Los demás miraron sin comprender.

—Sí —mugió Toro. Ori se sintió como un alumno frente a su maestro, igual de indefenso, igual de intranquilo. Totalmente enfermo. El zumbido taumatúrgico de Toro reptaba sobre su piel.

—Sí —dijo Hombro Viejo—. Esta es la casa. Eran viejos y ricos, estaban solos y no tenían herederos. La necesitábamos. Pero no, no estuvo bien. No creas, Ori, que no hay remordimientos ni dolor.

»Si conseguimos entrar en la casa de al lado… se acabó. Habremos ganado. Ganado. —Por debajo de las palabras del cacto, Toro empezó a rugir. Un sonido que pasó de ser un ruido animal a un chirrido de elictricidad y hierro sometido a una enorme tensión. Duró mucho rato, y aunque no fue estrepitoso, se apoderó de la estancia entera y de la cabeza de Ori, y le impidió pensar hasta que volvió a remitir y él se encontró mirando los ojos de vidrio fosforescente de Toro.

»Si ganamos, la ciudad es nuestra —dijo Hombro Viejo—. La habremos decapitado. ¿Cuántos se salvarán? —Uno a uno, los demás toroanos empezaron a entender.

»¿Crees que no intentamos nada más? La casa del magistrado está sellada. No podemos esperar dentro. El jefe no puede entrar, ni siquiera con los cuernos. Alguna barrera lo impide. Las armas no la atraviesan: ni balas, ni explosiones ni piedras. Está atiborrada de encantamientos. Por la persona que la visita. Las alcantarillas son un hervidero de guls: es imposible entrar por ahí. Hemos hecho lo que había que hacer. Piénsalo. ¿Quieres abandonar, ahora?

¿
Por qué me pregunta a mí? ¿Es que los demás no tienen que decidir
? Pero estaban mirándolo a él. Hasta Enoch lo había entendido ya, y estaba boquiabierto, pensando en aquella noche en la que había hecho de vigilante. Hombro Viejo y Baron miraban a Ori. El cacto estaba erguido y tieso. Baron parecía relajado. No dejarían que Ori se marchara, claro está. Lo sabía perfectamente. Si decidía no seguir adelante, era hombre muerto. Si decidía seguir, puede que también. Si pensaban que no podían confiar en él.

Lo que es necesario es necesario. Es un principio de los disidentes. Y sí, claro, lo necesario había que debatirlo primero, y había de ganarse. Pero es que estaban tan cerca… El hecho de que hubiesen encontrado la entrada a un lugar en el que su víctima estaría sola, desprotegida, donde sería vulnerable, donde podrían hacer al fin su regalo a Nueva Crobuzón, era de una importancia colosal. Si tenían que morir dos personas para hacerlo posible… ¿quién era Ori para interponerse en el camino de la historia?
Era necesario
, pensó. Bajó la cabeza.

En el último piso, la pared adyacente a la propiedad del Magister Legus había sido excavada con precisión. Se le habían arrancado varios centímetros de teso y madera fina. Ahora había un agujero considerable.

—Más allá empiezan los embrujos —dijo Hombro Viejo. Palpó la superficie expuesta con enorme cuidado. Estaba mirando a Ori. Ori se esforzó en permanecer impasible. Estaba escuchando. Toro llevaba semanas preparándolo. ¿
Tienes otras bandas
?, pensó, con una emoción que no pudo ni remotamente identificar. ¿
O somos los únicos? ¿A nombre de quién está la casa? No has podido comprarla tú, ¿verdad
?

Baron estaba hablando, con su característica precisión instrumental.
Será mejor que escuche
, se dijo Ori.
Es el plan
.

—Sulion estará cerca del agujero. Lo que vamos a comprarle son dos cosas: información, la posición de todos los hombres y sus tácticas, y un primer movimiento. Sin él en la entrada, somos hombres muertos.

Son tácticas de la milicia
, pensó Ori.
Eso es lo que estoy aprendiendo
. Una vez más, se preguntó cuántos milicianos habrían vuelto de la guerra con aquella amargura, tan empapados de ella. Lo que harían. Contempló a Baron y comprendió que todo lo que había en él desembocaba allí, que no había hecho planes para después, que aquella sería su venganza.

Una epidemia de asesinatos. Eso es lo que veremos. Si los desertores y los soldados licenciados no encuentran alguna vía de escape. Los neocalamitas reclutarán a muchos de ellos. Reclutarán a hombres como este. Que Jabber nos ayude
. Y entonces sintió que su afán por decapitar al gobierno regresaba con fuerzas redobladas.
Pronto
, se dijo.
Pronto
.

Se sentía como si fuera a perderse. Tuvo que decirse varias veces, hasta estar seguro de ello, que era allí donde quería estar.

21

La gente no podía caminar por las calles de Nueva Crobuzón sin levantar la mirada. Más allá de los aeróstatos y los dracos, los cientos de vidas —alienígenas, indígenas, creadas— que poblaban los cielos de la ciudad miraban el frío blanco y el austero sol y se preguntaban si aparecería otra de aquellas desgarradoras sombras orgánicas.

—Siguen tratando de parlamentar —dijo Baron a la banda. Se lo había contado Bertold, quien lo había deducido de las visitas del Alcalde al ala de las embajadas en compañía de un séquito de lingüistas y diplomáticos.

Ori regresó al refugio. Ladia le dio la bienvenida, aunque con cautela. Parecía tan exhausta que Ori quedó consternado al verla. Como siempre, había hombres y mujeres del color de la tierra, tendidos allí donde la gravedad los había reclamado, pero ahora la propia estancia parecía en mal estado. Las pareces estaban tatuadas con astillas y pintura levantada; las ventanas estaban cubiertas de tablones.

BOOK: El consejo de hierro
11.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Salamander by Thomas Wharton
Becky's Kiss by Fisher, Nicholas
Hell on Earth by Dafydd ab Hugh
Wild Sorrow by AULT, SANDI
Ballet Shoes for Anna by Noel Streatfeild
Deception Point by Dan Brown
Paparazzi Princess by Cathy Hopkins
The River Maid by Gemma Holden