Read El consejo de hierro Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (45 page)

BOOK: El consejo de hierro
2.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero al final llegó la llanura. La cartografiaron y firmaron tratados de paz con todos los pueblos que encontraron.

—Tenemos más mapas que la biblioteca de Nueva Crobuzón. —El tren siguió avanzando. Finalmente, al oeste, sus exploradores encontraron el mar.

—El tren es nuestra fuerza. Debemos mantenerlo fuerte. —No podrían haber dejado que se detuviera. Habría sido una traición. Sabían (siempre lo supieron) que ni siquiera cuando encontraran el lugar en el que podrían descansar, el lugar donde la tierra les proveería de sustento, dejarían que el tren se detuviera. De una manera profana, lo idolatraban. Lo transformaron, lo volvieron monstruoso, mantuvieron sus motores afinados, capaces de extraer potencia de cualquier cosa que pudiera arder. Habían construido una vida.

Años. Levantando estructuras a medida que las necesitaba. Su pueblo había crecido. Nómadas y aventureros perdidos de todas las razas acudieron para unirse a la renegópolis. Al Consejo de Hierro.

La ciudad y su gobierno eran uno. Sus delegados y sus comités se elegían por un sistema de circunscripciones basado en el trabajo, la edad y otros factores de tipo fortuito. Había enconadas discusiones y métodos de persuasión no siempre admirables, era un traspaís de democracia, patronazgo y carisma. Algunos abogaban por seguir avanzando; otros decían que las ruedas debían parar. En los primeros años habían aparecido facciones dentro de las facciones, por cosas tales como los métodos industriales y agrícolas. Habían seguido erigiendo sus vidas, delegando, siendo delegados, discutiendo, votando, discrepando y haciendo que las cosas funcionaran.

—Yo antes era engrasador —había dicho el narrador—. Era el que engrasaba las ruedas.

—Y ya sabéis por qué estoy aquí —había dicho Judah—. Es hora de que toméis una nueva decisión. Es hora de marcharse. De volver a partir.

19

La civilización había dejado su huella en los altiplanos por los que pasaban, en aquella extraña puna. Mientras volvía sobre sus pasos, en trayectoria de colisión directa con su propia historia, el Consejo de Hierro atravesó unas ruinas.

Algo que quizá hubiese sido un templo, una aldea de templos. A la sombra de un ziggurat cubierto de cráteres tendieron sus vías, y el humo de sus motores se levantó sobre las enredaderas. Golpearon con sus martillos y derribaron dioses de mármol corroído entre las raíces. El Consejo de Hierro hizo temblar la muerta morada con sus martillazos. Cubrió de hollín los bajorrelieves con escenas de batallas celestes. El Consejo de Hierro se abrió camino entre la ciudad cuajada de hiedra, entre sus torres desmoronadas.

—Hay un hombre al que conozco hace tiempo —había dicho Judah al comité—. Antes éramos socios. Trabajó para el gobierno durante algún tiempo, y ahora está en una empresa importante, aunque mantiene los oídos abiertos. Hemos hecho cosas juntos y a veces necesita gólems para su trabajo. Cuando viene a encargarme alguno, siempre hablamos.

Judah le había hablado a Cutter de aquellas conversaciones extrañas. Pennyhaugh y Judah se habían convertido en algo parecido a enemigos, pero seguían bebiendo juntos. No debatían, interpretaban.

—Solo sigo viéndolo porque me proporciona información, y yo puedo pasársela al Caucus —dijo Judah—. Y no creo… no creo que sea tan estúpido como para irse de la lengua así. Esto es una especie de regalo.

El comité lo escuchó. Había gente de mediana edad, y rehechos que recordaban Nueva Crobuzón, mujeres que habían sido putas en el campamento: pero la mayoría de los delegados eran jóvenes, y no eran más que niños, o no habían nacido todavía, cuando se creó el Consejo. Miraron a Judah.

—Siempre corren rumores. Se lo pregunté, a mi manera, para que creyera que me estaba ofreciendo un regalo. Me contó lo que estaba ocurriendo. Ya sabéis que hay una guerra contra Tesh. —No conocían los detalles, pero una guerra tan grande como aquella se hacía sentir en todo Bas-Lag, y las historias habían llegado hasta el Consejo de boca de los aventureros de la sabana.

»Hubo una masacre en el estrecho de Fuegagua: ahora lo llaman el estrecho Sanguine. Rompieron el embrujo talasomáquico de la Brujocracia y la marina logró pasar y llegar hasta la costa. Eran miles de kilómetros de viaje. Pero partió otra expedición, hace semanas. Por debajo de las naves de guerra. Ictíneos. Puede que dirigidos por grindilú, no lo sé. Pero se acercan. Será un viaje muy largo, pero ya casi deben de estar aquí. Puede que hayan desembarcado.

»En la ciudad nunca os olvidaron, ¿sabéis? Nunca olvidaron al Consejo de Hierro. Larga vida. La gente susurra las palabras. Vuestro nombre está en las paredes. El Parlamento nunca os perdonó, nunca perdonó lo que hicisteis. Y ahora sabe dónde estáis.

Esperó a que la alarma provocada por sus palabras remitiera.

—No es posible permanecer oculto eternamente. Ya lo sabéis. No sé cómo se han enterado. Por el esputo de los dioses, han pasado más de veinte años. Podría haber sido cualquier cosa. Un viajero que le cuenta algo a otro y este a otro y este a otro: puede que haya sido uno de los vuestros, alguien que regresó a Nueva Crobuzón, y fue atrapado e interrogado. Podría ser un espía. —Continuó hablando sobre el ruido que provocaron sus palabras—. Un embrujo de visión lejana de una magnitud desconocida hasta ahora. No lo sé. La cuestión es que saben dónde estáis. Pero un ejército nunca podría atravesar la mancha cacotópica o la sabana de Galaggi, o los bosques y todo eso… Nosotros teníamos a Qurabin. —
Pero al principio no, Judah
, pensó Cutter. ¿
Qué pensabas hacer
?—. La guerra ha cambiado eso. Porque ahora el estrecho de Fuegagua está abierto.

»Se acercan rodeando el continente por mar. Están tratando de pasar por delante de Tesh, por Maru’ahn y desembarcar en el otro extremo de las llanuras. No vendrán desde el este sino desde el oeste. Podrían llegar en cualquier momento.

»Hermanas, consejeros, camaradas. Estáis a punto de ser atacados. Y no habrá cuartel. Vienen a destruiros, no pueden permitir que sigáis existiendo. Escapasteis de ellos. Y, hermanas… Ahora más que nunca, necesitan destruiros.

No le fue fácil conseguir que los consejeros comprendieran el caos que se vivía en Nueva Crobuzón. Los más viejos recordaban sus propias huelgas y la gran represión en la que habían culminado, pero la propia Nueva Crobuzón era un viejo recuerdo, y estaba a miles de kilómetros de allí. Judah trató de darle vida a las imágenes para ellos.

—Algo está pasando —dijo—. Tienen que llevaros de vuelta, en pedazos. Para poder decirle a los ciudadanos: «mirad lo que hemos hecho. Mirad lo que les hacemos a quienes se levantan. Mirad lo que le ha pasado a vuestro Consejo».

»Van a venir a destruirlos. Es hora de ponerse en camino, de volver a tender los rieles. Tenéis que marcharos. Podríais ir al norte… no lo sé. Buscar refugio en la tundra. Un tren de hielo entre los jinetes de osos. Marchar hasta las Garras Frías. No lo sé. Volver a ocultaros. Pero tenéis que iros. Porque os han encontrado, vienen a buscaros y no pararán hasta que hayáis desaparecido.

Sí, podrían ocultarse
, dijo Drogon al oído de Cutter, repentino e insistente.
Pero existe otra posibilidad. Podrían volver. Diles que tienen que volver. Díselo
.

No lo susurró como una orden, pero lo dijo con tanta urgencia, con tan súbito fervor, que Cutter obedeció.

Durante días, el Consejo estuvo tan aturdido que fue incapaz de hacer planes. No sentían un apego especial por la tierra en la que se habían instalado. Siempre habían insistido en que era en el tren donde vivían, mientras que los demás edificios eran solo anexos, vagones sin ruedas. Pero echarían de menos los recursos de que habían hecho acopio a lo largo de los años con enorme esfuerzo.

—Deberíamos quedarnos. Podemos hacer frente a lo que venga —declararon los consejeros más jóvenes, y sus padres, los rehechos, trataron de explicarles lo que era Nueva Crobuzón.

—No se trata de una banda de trancos —dijeron—. No son unos cuatreros. Es algo diferente. Haced caso a Low.

—Sí, pero ahora tenemos técnicas que, con todo el respeto al Sr. Low, él no conoce. Moho-magia, cirromancia… ¿Las conoce? —Taumaturgia aprendida de los nativos. Sus padres sacudieron la cabeza.

—Es Nueva Crobuzón. Olvidadlo. No es posible.

Judah desenvolvió el espejo enmarcado que Cutter le había traído.

—Solo queda uno —dijo—. El otro se rompió, y sin él no es un arma. Pero aunque tuviésemos el otro, no sería suficiente. Tenéis que marcharos.

Enviaron a los dracos más inteligentes a vigilar las costas, cientos de kilómetros a la redonda. Pasó una semana.

—No encuentra nada —dijo el primero al regresar, y Judah se enfureció.

—Vienen hacia aquí —dijo.

Se negó a ofrecer consejos más concretos. Drogon, en cambio, parecía dominado por el deseo de que el Consejo regresara. Repitió una vez tras otra a los consejeros que su deber era regresar. Era un extraño fervor.

Cutter iba a los bailes. Su vivacidad, el entusiasmo de aquellos chicos y chicas borrachos que bailaban valses campesinos, lo tranquilizaba. Cambiaba de pareja y bebía y comía su fruta narcotizada. Conoció a un recio joven que se dejaba abrazar y acariciar e incluso besar mientras todo fuera una especie de juego de chavales, nada de sexo, sino una reyerta amistosa o algo así. Después, mientras se limpiaba la mano, descubrió que el hombre hablaba abiertamente de lo que debía hacer el Consejo de Hierro.

—Todo el mundo sabe que vamos a marcharnos —dijo—. ¿Qué íbamos a hacer si no, ignorar a Judah Low? Algunos dicen que arriba y otros que abajo, y nadie sabe muy bien hacia dónde, pero algunos tenemos un plan diferente. Hemos estado pensando. Creemos que no hay que ir al norte ni al sur, sino al este. Siguiendo el mismo camino por el que vinimos. Creemos que es hora de volver a casa. A Nueva Crobuzón.

No era obra de Drogon, comprendió Cutter. Era un deseo nativo.

—Creo que algo se acerca —dijo Qurabin, una voz incorpórea. Drogon dijo:
saben que se acerca. Y cada vez son más los que quieren volver a Nueva Crobuzón
.

—No —dijo Judah. Cutter percibía muchas cosas en él: orgullo, miedo, cólera, exasperación, confusión—. No, están locos. Morirán. Si no pueden hacer frente a un batallón de Nueva Crobuzón, ¿cómo van a hacer frente a la ciudad entera? No tiene sentido huir de la milicia para ir al encuentro de la milicia. No pueden volver.

No es eso lo que pretenden. Tú los has inflamado, ¿no lo sabes? Al contarles lo que está pasando. Creen que podrían inclinar la balanza, Judah. Y yo creo que tal vez tengan razón. Quieren regresar entre multitudes que cubran de pétalos los raíles. Quieren volver a una ciudad nueva
.

—No —dijo Judah, pero Cutter captó la excitación de Pomeroy, de Elsie. Y sintió algo en su interior, más allá de su cinismo y de sus reservas.

El deseo de regresar era un clamor.

—Es cuestión de velocidad —dijo una vieja rehecha—. Cuando vinimos, dejamos algunas de las vías que nos iban sobrando, para que, si alguna vez quisiéramos regresar, estuvieran esperándonos. Bueno, pues ahora vienen a buscarnos, y tenemos que huir para ponernos a salvo, y hemos de ser lo más veloces posible. Esas vías están esperando. Un kilómetro aquí, dos kilómetros allá. Sería una estupidez no utilizarlas —dijo con fingido pragmatismo.

Judah se resistió, pero Cutter vio que estaba orgulloso del deseo de su Consejo de regresar, de formar parte de aquel capítulo de la historia de Nueva Crobuzón. Quería disuadirlos por miedo, pero también quería no hacerlo —Cutter se dio cuenta— por sentido histórico.

—No sabéis —dijo, con delicadeza—. No sabéis cómo será, lo que estará pasando allí. Es necesario que sobreviváis. Es lo más importante. He sido vuestro bardo, joder, y necesito que sobreviváis.

—Lo importante no es, discúlpeme, Sr. Low, se lo digo con todo el respeto, lo importante no es lo que usted necesita, sino lo que necesitamos nosotros. No podemos hacer frente a esos bastardos, así que, ya que tenemos que huir, hagamos que sirva para algo. Que corra la voz hasta Nueva Crobuzón. Que sepan que volvemos a casa. —Era un joven nacido cinco años después que el Consejo, erguido sobre la hierba.

Ann-Hari se puso en pie. Empezó a declamar.

—Yo no nací en Nueva Crobuzón —les dijo, y expuso su vida en cruda oratoria—. Nunca supe que podría llegar a tener una patria: el Consejo de Hierro es mi patria. ¿Qué me importa a mí Nueva Crobuzón? Pero el Consejo de Hierro es un hijo ingrato, y yo siempre he amado a los niños ingratos. Nueva Crobuzón no merece nuestra gratitud, he estado allí y lo sé, y nosotros somos el niño que se liberó solo. Sin la ayuda de nadie. Y los demás niños ingratos quieren hacerlo ahora, y podemos ayudarlos.

Para Cutter fue como si el grupo de Judah hubiese liberado al Consejo de Hierro, le hubiese quitado sus ligaduras y hubiese permitido regresar a una tendencia que había permanecido inmanente demasiado tiempo. Al margen de sus razones, los consejeros que defendían la idea de regresar parecían dar voz a un deseo encastrado, a algo que llevaban mucho tiempo deseando. Estaban ávidos de la insurgencia que Judah les describía.

Cuando trató de expresarlo con palabras, Cutter no pudo encontrarlas. Habían viajado —él mismo lo había hecho— desde muy lejos, pagando un precio altísimo, para avisar al Consejo de que debía huir. ¿Cómo era posible que quisieran hacer frente a la ciudad?

Pero por mucho que no pudiera expresarlo, comprendía la lógica de la idea del regreso. Sintió que cobraba mayores bríos a medida que Ann-Hari iba hablando, y no fue el único.

Los consejeros la ovacionaron y gritaron su nombre, y gritaron: «¡Nueva Crobuzón!».

Elsie y Pomeroy estaban entusiasmados. Nunca hubiesen esperado algo así. Qurabin, que no sentía mayor aprecio por Nueva Crobuzón que por el Tesh que había traicionado a su monasterio y estaba impresionado por los consejeros y su bienvenida, emitió un sonido de entusiasmo. Si aquello iba a significar un nuevo esfuerzo, él quería participar. Drogon estaba encantado. Judah, orgulloso y aterrorizado, guardaba silencio.

Cutter percibió el miedo de Judah.
Necesitas que sea una leyenda, ¿no
?, pensó.
Esto te preocupa, este regreso. Los amas por desearlo, pero no quieres que le pase nada a esta cosa que creaste. Algo con lo que podamos soñar
. Judah haría cualquier cosa por el Consejo de Hierro, cualquier cosa. Cutter se dio cuenta. El amor que le profesaba era completo.

BOOK: El consejo de hierro
2.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Forager by Peter R. Stone
Joshua and the Arrow Realm by Galanti, Donna
Awakening the Mobster by Rachiele, Amy
Inconceivable! by Tegan Wren
Picture Not Perfect by Lois Lavrisa
Only the Dead by Vidar Sundstøl