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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

El Consuelo (33 page)

BOOK: El Consuelo
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Para cuando sus pupilas se acostumbraron a la oscuridad, ya se le habían deslumbrado las papilas.
Combray: el retorno.
Ese olor... que había olvidado, que creía haber perdido, que le traía absolutamente al pairo, que habría desdeñado y que lo derretía por dentro de nuevo: el olor a bizcocho de chocolate en un horno en la cocina de verdad de una casa de verdad...
No tuvo ocasión de que se le hiciera la boca agua mucho tiempo, pues, como en el umbral unos instantes antes, Charles no sabía hacia dónde dirigir su asombro.
Era un desorden
considerable
el que reinaba allí, pero que daba a la vez una impresión extraña, una impresión de dulzura, de alegría; de orden, sí, de orden...
Charles vio botas alineadas sobre varios metros de baldosas de cerámica, ordenadas de las más grandes a las más pequeñas, más... semilleros (¿sería ésa la palabra, o era más bien esqueje?) en todas las ventanas, en cajitas de poliestireno o en el fondo de grandes envases de helado de vainilla, una chimenea gigantesca, excavada en la piedra y coronada por un dintel de madera muy oscura, casi negra, sobre el que descansaban una ballesta, unas velas, nueces, más nidos, un crucifijo, un viejo espejo con el azogue moteado, varias fotos y una asombrosa procesión de animalitos fabricados con materiales provenientes del bosque: cortezas, hojas, ramitas, bellotas, cascabillos, musgo, plumas, pinas, castañas, bayas secas, minúsculos huesos, cascaras, erizos de castaña, amentos...
Charles estaba fascinado. ¿Quién ha hecho todo esto?, preguntó en el vacío.
También descubrió una cocinera, más imponente todavía, de esmalte azul celeste, con dos tapaderas abombadas y cinco portezuelas. Redonda, suave, tibia, daban ganas de acariciarla... Delante había un perro tumbado sobre una manta, parecido a un viejo lobo, que se puso a gemir al verlos, trató de incorporarse para recibirlos, o para impresionarlos, pero renunció y volvió a desplomarse, lloriqueando de nuevo.
Charles vio una mesa de granja (¿o más bien de refectorio?) inmensa, rodeada de sillas descabaladas, en la que acababa de servirse la cena y estaba aún sin recoger. Cubiertos de plata, platos bien rebañados, tarros de mostaza de Walt Disney y servilleteros de marfil.
Un aparador precioso, con mucho estilo, elegante, repleto hasta arriba de cazuelas de barro, de fuentes de porcelana, de cuencos, de platos y de tazas desportilladas. En una pila, un fregadero de piedra, seguramente muy incómodo, en el que se amontonaban muchas cacerolas en el interior de una palangana amarillenta. Del techo colgaban cestos, una fresquera con la tela metálica agujereada, una lámpara de porcelana, una especie de caja casi tan larga como la mesa, hueca, con distintas aberturas y muescas en las que se balanceaban la historia de la cuchara a través de los tiempos, una cortina adhesiva para cazar moscas de otro siglo, moscas de este siglo que ignoraban el sacrificio de sus antepasadas y que se frotaban ya las patas sólo de pensar en el banquete de migas de bizcocho que se iban a dar...
En las paredes, que hacía mucho tiempo que nadie encalaba, se veían fechas y nombres de niño a lo largo de una talla invisible, numerosas grietas, un bodegón, un reloj de cuco mudo y unas estanterías que se encargaban de poner en hora los relojes... Daban testimonio de una vida más o menos contemporánea a la nuestra, se doblaban bajo el peso de paquetes de espaguetis, de arroz, de cereales, de harina, de tarros de mostaza y otros condimentos de marcas conocidas y tamaños llamados familiares.

 

Y también... pero sobre todo... esa densidad... Los últimos rayos de uno de los días más largos del año a través de una ventana festoneada de telarañas.
Luz amarilla, ambarina, silenciosa; llena de cera, de polvo, de pelos y de cenizas-Charles se dio la vuelta.
—¡Lucas!
—Quita de en medio, tengo que sacarla de aquí, si no se hace caca por todas partes...
—¿Y esto qué es?
—¿Es que nunca has visto una cabra?
—¡Pero si es muy pequeñita!
—Ya, pero aun así hace mucha caca... Quítate de la puerta, anda...
—Bueno, ¿y Alice?
—No está arriba... Ven, vamos a buscarlas fuera... ¡Vaya, se me ha escapado!
La que tanta caca hacía acababa de subirse a la mesa, y Lucas afirmó que qué se le iba a hacer, que no pasaba nada. Que Yacine metería las cacas en una caja de caramelos y las llevaría al colegio.
—¿Estás seguro? Ese perro grandote de ahí no parece muy de acuerdo...
—Ya, pero como ya no tiene dientes... ¿Vienes?

 

—No andes tan deprisa, anda, que me duele la pierna...
—Ah, sí... ya no me acordaba... Perdona.
Ese chavalín era de verdad fantástico. Charles se moría de ganas de preguntarle si había conocido a su abuela, pero no se atrevió. Ya no se atrevía a preguntar nada. Tenía miedo de echar a perder la situación, de ser maleducado, de sentirse aún más torpe en ese planeta que lo desarmaba por completo, que parecía estar fuera del mundo, al que se llegaba cruzando un puente a punto de derrumbarse, donde los padres estaban muertos, los patos caminaban muy erguidos y las cabras se subían a los cestillos del pan.
Charles apoyó la mano en el hombro de Lucas y lo siguió hacia el sol poniente.

 

Rodearon la casa, cruzaron una pradera de hierbas muy altas en la que sólo habían segado un sendero y pronto los alcanzaron los perros del maletero del coche. Percibieron el olor de una hoguera (otro olor que Charles había olvidado...) y los descubrieron a lo lejos, en el lindero de un bosque, en círculo, llamándose unos a otros, riendo y saltando entre las llamas.
—Jo, nos está siguiendo...
—¿Quién?
—El
Capitán Haddock...
Charles no necesitó darse la vuelta para saber de qué animalillo se trataba...
Se echó a reír.
¿A quién podría contarle todo aquello?
¿Quién iba a creerlo?
Charles había ido hasta allí para desratizar su niñez, para enfrentarse a ella y quitársela por fin de encima para poder seguir envejeciendo tranquilo, y hete aquí que había vuelto a caer de lleno en ella. Avanzaba lo más deprisa que podía, arrastrando su pierna herida, porque, al fin y al cabo... las llamas son un poco lunáticas, ¿no? Sí, se reía, y le hubiera gustado tanto que Mathilde estuviera ahí con él... Oh, mierda... Me va a escupir... Me va a escupir, lo presiento.
—¿Todavía nos sigue?
Pero Lucas ya no lo escuchaba.

 

Un teatro de sombras...
Una primera silueta se dio la vuelta, una segunda les hizo una seña, un enésimo perro acudió a su encuentro, una tercera silueta los señaló con el dedo, una cuarta, minúscula, echó a correr hacia los árboles, una quinta saltó por encima de la hoguera, una sexta y una séptima aplaudieron, una octava tomó impulso y, por fin, una novena se volvió hacia ellos.
Por mucho que Charles entrecerrara los párpados y se colocara la mano a modo de visera ante los ojos, Lucas había dicho la verdad: no se veía un solo adulto. Se preocupó... Apestaba a goma quemada... ¿No era un poco peligroso todo eso, esas zapatillas de deporte derrapando sobre las brasas?
Charles entonces se tambaleó: acababa de escapársele el bastoncito sobre el que antes se apoyaba. La última silueta que se había dado la vuelta, la que llevaba coleta, se había inclinado con los brazos abiertos, y Lucas se había precipitado a abrazarla.
Ding.
Una bola de
flipper
.

Hellooo, Mister Spiderman...
—¿Por qué siempre dices «spaiderman»? —preguntó Lucas irritado—. Es «espíderman», ya te lo he dicho mil veces...

Okey, okey...
Perdón, hola, señor Espíiiiiiiderman, ¿qué tal te va la vida, bien? ¿Quieres participar en nuestro concurso de saltos mortales?
Y se incorporó para dejar marchar al niño.
Ya lo tengo, decidió Charles muy contento de su razonamiento, Lucas le había gastado una broma. Los padres no estaban muertos en absoluto, sólo ausentes temporalmente, y la joven
au pair
les dejaba hacer todo lo que les diera la gana.

 

Una joven
au pair
sentada a contraluz, a la que apenas distinguía pese a tener la mano a modo de visera, y que no era muy prudente que digamos pero que tenía una sonrisa preciosa. Casi imperfecta, pues una de las palas se montaba ligeramente sobre la de al lado.
Charles se deslizó detrás de su sombra para saludarla sin que la luz lo deslumbrara pero... fue en vano, se quedó deslumbrado de todas maneras.
La silueta de la cola de caballo había vivido demasiado para seguir siendo una joven
au pair
, y todo lo que rodeaba esa sonrisa lo confirmaba, lo corroboraba.
Todo.
Para verlo mejor, se apartó soplando el mechón de pelo que le tapaba los ojos, se quitó un grueso guante de cuero, se frotó la mano contra el pantalón antes de tendérsela y le llenó la palma de serrín y de virutas de madera.
—Buenas noches.
—Buenas noches —contestó—, soy... Charles...
—Encantada,
Charles...
Lo dijo a la inglesa, y Charles, al oír su nombre pronunciado de manera tan distinta, se sintió raro.
Como si fuera otra persona. Más ligero y mejor acentuado.
—Soy Kate —añadió ella.
—He... he venido con Lucas para...
Se sacó del bolsillo un pequeño neceser.
—Entiendo —dijo ella con una sonrisa distinta, más incisiva todavía—, el aparato de tortura...
¿So
es usted un amigo de los Le Men?
Charles vaciló. Sabía lo que las buenas maneras mandaban contestar a esa pregunta, pero a la vez era consciente de que sería inútil tratar de engañar a una chica como ésa.
—No.
—¿Ah, no?
—Lo era... De Alexis, quiero decir y... No... nada... Es una vieja historia...
—¿Lo conocía de cuando era músico?
—Sí.
—Entonces lo entiendo... Cuando toca también es amigo mío...
—¿Toca a menudo?
—No.
Alas...
Silencio.
Vuelta a las buenas maneras.
—¿De dónde es? ¿De dónde
Her Gracious Majesty?

Well... yes
y... no. Soy... —prosiguió, extendiendo el brazo—, soy de aquí...

 

Con ese gesto englobó la hoguera, los niños y sus risas, los perros, los caballos, los prados, los bosques, el río, al
Capitán Haddock
, su aldea de techos medio derruidos, las primeras estrellas —diáfanas— e incluso las golondrinas, que, al contrario que ella, se divertían poniendo el cielo entero entre paréntesis.
—Es un bonito lugar —murmuró Charles.
La sonrisa de la mujer se perdió a lo lejos.
—Esta noche, sí...
Y luego volvió.
—¡Jef! Súbete las perneras del chándal, si no se te van a prender, cariño...
—¡Ya huele a cordero asado! —lanzó otra voz.
—¡Jef es un cochinillo a la brasa! ¡Jef es un cochinillo a la brasa! —entonaron las demás voces a coro.
Y Jef, antes de tomar impulso para saltar, se puso de rodillas para subirse las perneras 100 % sintéticas, adornadas con tres rayas laterales.
O sea que son seis rayas en total, corrigió Charles que, por muy desconcertado que se sintiera, seguía aferrándose a la seguridad del rigor.
Vaaaale, seis. Pero no nos des la vara, anda, sé bueno...
La vara ¿por qué?
Eh... «bonito lugar», vale, sabes contar, pero no nos vengas con ésas, en realidad le estabas mirando el brazo...
Pues claro... ¿Habéis visto cómo está dibujada? Tantos músculos en un brazo tan fino, no me diréis que no es pasmoso, ¿eh?
Que sí, que sí, que vale...
A ver... me vais a perdonar, pero las líneas y las curvas al fin y al cabo definen mi profesión, ¿no os parece?
Pero buen...
Una carcajada maravillosa acababa de cerrarle el pico al pelma de nuestro querido Pepito Grillo.

 

Que sintió una suerte de vahído bajo su costilla rota. Charles se volvió muy despacio, localizó la fuente de esa loca catarata de alegría y supo entonces que el viaje no había sido en balde.
—Anouk —murmuró.
—¿Cómo dice?
—Allí... Ésa de allí...
—¿Sí?
—¿Es ella?
—Ella ¿quién?
—Esa niña de ahí... La hija de Alexis...
—Sí.
Era ella. La que saltaba más alto, gritaba más fuerte y se reía más que nadie.
La misma mirada, la misma boca, la misma frente y el mismo aire canalla.
La misma pólvora; la misma mecha.
—Es guapa, ¿eh?
Sintiéndose en la gloria, en el cielo, Charles asintió con la cabeza.
Por una vez, qué felicidad sentirse emocionado.

 


Yes... beautiful... but a proper little monkey
—corroboró Kate—, nuestro amigo Alexis lo tiene difícil... Él que tanto se ha esforzado por guardar en una funda todo lo que era disonante en su vida, con esta niña no lo va a tener fácil...
—¿Por qué dice eso?
—¿Lo de la funda?
—Sí.
—No lo sé... Es una impresión que tengo...
—¿De verdad no toca ya nunca?
—Sí... cuando está un poco borracho...
—¿Y le ocurre a menudo?
—Jamás.
El famoso Jef volvió a pasar delante de ellos frotándose las pantorrillas. Ahora sí que olía a quemado.
—¿Cómo la ha reconocido? No se le parece tanto...
—Por su abuela...
—¿Manouk?
—Sí. ¿Usted... usted la conocía?
—No... casi nada... Vino una vez con Alexis...
—Recuerdo que... estábamos tomando un café en la cocina y, en un momento dado, con el pretexto de dejar su taza en el fregadero, se me acercó por detrás y me acarició la nuca...
—Es una tontería, pero ese gesto me hizo llorar a lágrima viva... Pero ¿por qué le cuento todo esto? —se reprendió Kate—. Perdóneme.
Charles se apresuró a contestar.
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