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Authors: David Leavitt

El contable hindú (16 page)

BOOK: El contable hindú
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—Bueno, ¿crees que lo puede hacer? —le pregunta Hardy a Littlewood, mientras van andando por Magdalene Street.

—Si no puede él, podrá ella.

—Eso dices tú. Pero yo no lo tengo tan claro.

—No me extraña…

Hardy se queda mirándolo.

—No quería decir eso —dice Littlewood—. El caso es que ella tiene las ideas muy claras. Mucho más que Neville. Escucha lo que te digo, es capaz de convencer a cualquiera.

—Neville es tan… amable.

—Sí, bastante. Pero eso no tiene por qué ser malo. Como hemos comprendido muy tarde, por todas sus fanfarronadas, nuestro amigo indio se ofende fácilmente. Así que, a estas alturas, hace falta un grado de delicadeza mayor del que tú o yo podríamos aportar.

—Lo has dicho muy fino.

—No estoy diciendo que seamos un par de brutos, o que Neville sea una especie de debilucho…, sólo que…, para empezar, son más o menos de la misma edad. Están en la misma estación de su vida, como diría un amigo mío.

Hardy esboza una sonrisa. Se supone que no va a decir que sabe de qué «amigo» se trata.

Se están acercando a Trinity. Es la temporada de bailes, y los estudiantes deambulan por las calles vestidos de etiqueta, algunos acompañados por jóvenes con rozagantes trajes de noche de cintura apretada. Acaba de ponerse el sol, hace una noche cálida, y la cena les espera en el Hall. Pero no una persona de la que podrían sentarse muy cerca, como Neville de Alice. Por lo menos, esta noche.

Se despiden en la entrada, regresando cada uno a sus aposentos. Mientras se apoltrona en su sillón con Hermione, Hardy siente un escalofrío de miedo.

Se trata de Gaye. No es que suceda algo tan gótico como que el busto hable. Simplemente se le aparece en la penumbra de la ventana, las manos juntas tras la espalda. Lo hace a veces.

—Harold —le dice.

—Russell —le responde Hardy.

Inclinándose, Gaye besa a Hardy en la coronilla. Lleva una chaqueta de vestir y su corbata Westminster. El pelo parece engominado.

—Así que deduzco que nuestro amigo indio no va a venir —dice.

—Eso me temo.

—¿Y cómo te sientes? ¿Dolido? ¿Aliviado?

—Dolido, claro. Es fundamental que venga a Cambridge.

—Vamos, Harold. Un muchacho de un sitio tan pequeño que ni has oído hablar de él, casado con una niña y atado a una religión cuyas doctrinas te parecen absolutamente perversas… y para rematar, ni le has visto la cara. Puede que sea más feo que pegarle a un padre.

—Es un genio, Russell. Y allí se está consumiendo.

Gaye junta las palmas de las manos.

—¡Ya, claro! Tu vieja obsesión de salvar a la gente. Siempre te sacas esa carta de la manga. Debe de hacer que te sientas muy a gusto contigo mismo. Aunque también debe de tener algo de carga pesada. —Le guiña un ojo—. Una pena que no puedas salvarme a mí.

Hardy se levanta, echando a Hermione de su regazo.

—Russell…

Pero Gaye se ha ido. Hermione, alterada, se escabulle entre las sombras de las que ha salido su amo, y en las que ha vuelto a desaparecer. Por lo visto, aun estando muerto está empeñado en tener lo que rara vez tuvo en vida: la última palabra.

5

Nueva sala de conferencias,

Universidad de Harvard

En la conferencia que no dio, Hardy dijo:

De niño creía en más cosas que ahora. Para empezar, creía en los fantasmas. Sobre todo gracias a mi madre, que me contó cuando era muy pequeño que un fantasma rondaba por nuestra casa de Cranleigh, el fantasma de una niña que había muerto de tifus en mi dormitorio hacía muchos años, en la víspera de lo que habría sido el día de su boda. Ni Gertrude ni yo nos topamos nunca con aquel fantasma que, según mi madre, se portaba bastante bien por regla general. De vez en cuando, pero sólo cuando mi madre estaba a solas, el fantasma tocaba una melodía tintineante en el piano, que mi madre no conseguía identificar y que sonaba desafinada incluso cuando el piano estaba recién afinado. O también pataleaba como un niño con una rabieta. Mi madre nos informaba puntualmente de sus encuentros con el fantasma (no así a mi padre); nosotros la escuchábamos fingiendo esa paciencia benévola y condescendiente de las institutrices cuando acuestan a unos niños inquietos que no paran de contar cuentos. Porque ya entonces mi hermana y yo éramos racionalistas convencidos, y dábamos por sentado que nuestra madre también lo era, que nos contaba aquellas historias sólo para entretenemos y cautivarmos; aunque una vez, a la vuelta del colegio, me la encontré blanca como una sábana, contemplando atónita el piano.

Lo curioso es que me parece que yo creía más en su fantasma que ella misma; y eso a pesar de que nunca tuve un solo encuentro privado con la criatura que había muerto en mi dormitorio. A día de hoy, si me obligaran a elegir entre el cristianismo y ese planteamiento ocultista que atribuye a los muertos la capacidad de molestar y consolar a los vivos, o de pasar crípticos mensajes entre las cortinas que separan su reino del nuestro, o de tomar forma de animales, o de árboles, o de escritorio, seguiría decantándome por los fantasmas. La idea de que un espíritu podría demorar su paso por esta tierra me parece intuitivamente más lógica que la visión que nos impone el cristianismo de un cielo difuso y aburrido y de un infierno horrible y fascinante.

Tampoco es que tenga mucha experiencia personal en fantasmas. Las únicas «visitas» que he recibido tuvieron lugar en el curso de la década siguiente a la muerte de mi amigo Gaye. Siempre que se me «aparecía» Gaye en aquellos años, lo primero que hacía era cuestionarme mi propia cordura y preguntarme si debía salir volando hacia el manicomio más próximo, o hacia Viena. Luego cuestionaba mi propio racionalismo, y me preguntaba si debía telegrafiar a O. B., que estaba afiliado a la Sociedad para la Investigación Psíquica. Y después acababa cuestionando el mero hecho de cuestionarme: al fin y cabo ¿qué era aquella aparición, sino la expresión atrasada de un viejo impulso, el que lleva al niño solitario a inventarse un amigo imaginario? Porque echaba tremendamente de menos a Gaye en esos años; echaba de menos su voz, y su lengua viperina, y su negarse a soportar a los idiotas gratuitamente. Pero yo no era tonto. No lo conjuraba con la esperanza de que me consolase o me reconfortase. Al contrario, quería que me dijera la verdad, aun cuando fuese brutal. Su llegada no sólo me hacía sentirme menos solo, también contradecía una doctrina que le habría situado, por un montón de razones, en alguna esfera profunda y terrible de un infierno de El Bosco, más que permitirle vagar por Cambridge con su chaqueta de vestir y su corbata Westminster, observando nuestros jueguecitos con una indiferencia perpleja. Del mismo modo, sospecho que el fantasma de mi madre, fulminado la víspera de su boda, representaba para ella el ideal de un matrimonio tanto más atrayente en cuanto se había preservado para siempre en el ámbar de la inminencia.

Gaye era ateo, igual que yo. Como él decía, su guerra con Dios se remontaba a los comienzos de su infancia. Según nuestra educación religiosa, se suponía que Dios era un ente, ni animal ni humano, ni una combinación de ambas cosas. Y tampoco era una planta. Se suponía que ese ente existía, igual que ustedes o yo o el sol o la luna, pero no como el Rey Lear ni la pequeña Dorrit ni Anna Karenina. Y también se suponía que tenía una mente, similar a la nuestra, pero más grandiosa, porque lo había creado a él, a mí y al resto del universo.

Gaye no admitía nada de eso. Ni yo tampoco. Nunca he entendido cómo puede hacerlo cualquier persona en su sano juicio. Sin duda, dentro de cien años sólo los pueblos más primitivos seguirán adorando al Dios cristiano, y entonces se reivindicará nuestro escepticismo.

Curiosamente, dado su supuesto liberalismo, el ateísmo no era visto con buenos ojos en Cambridge. Incluso en nuestra Sociedad había pocos que admitieran ser ateos. En cambio, los hermanos siempre estaban tratando de disfrazar su escepticismo religioso con vagas aseveraciones «sentimentales» sobre «Dios» y el «Paraíso». Por ejemplo, aquel mierda de McTaggart (con su confortable y pequeño Trinity College a modo de Cielo privado) y todos los estudiantes arcángeles que se dedicaban a sodomizarse mutuamente mientras serafines y querubines les servían el té; o Russell, que se imaginaba un universo también como Trinity: distante, arrogante, en el que abundaba la incompetencia. Su idea consistía en que lo que importaba de la religión no era la especificidad de un dogma, sino los sentimientos que formaban la base de esa creencia; en sus propias palabras, sentimientos «tan profundos y tan instintivos como para resultarles desconocidos a aquellos cuyas vidas están construidas sobre ellos».

Como sin duda ya habrán sospechado, yo no quería saber nada de estos esfuerzos por aplacar a los clérigos. La devoción cristiana de cualquier tipo, en mi opinión, es el anatema del pensamiento. No creo que Ramanujan fuera tampoco ningún devoto, a pesar de todas esas tonterías que decía de la diosa Namagiri y demás. Simplemente decía lo que le habían enseñado a decir, y si creía en algo de eso, era como yo en el espíritu de Gaye.

Lo que nunca he conseguido averiguar es cómo Dios puede volverse tan real para el escéptico como para el creyente.

Permítanme que les ponga un ejemplo. En la primavera de 1903, en una tarde soleada de principios de la temporada de críquet, me acerqué hasta Fenner's para ver un partido. Estaba de buen humor. Ese día el mundo, cosa poco corriente, me parecía amable y benéfico. Pero, en cuanto tomé asiento, empezó a llover a cántaros. Evidentemente, no había llevado paraguas. Maldición, pensé, y regresé a mis habitaciones para cambiarme de ropa.

La tarde del partido siguiente era igual de bonita. Esa vez, sin embargo, decidí curarme en salud. No sólo me llevé un paraguas (uno enorme que me había prestado Gertrude), sino que me puse un impermeable y botas de goma. Y como ya habrán adivinado… lució el sol todo el día.

La tarde del tercer partido, me arriesgué a dejar el paraguas en casa. Volvió a llover.

La tarde del cuarto, no sólo llevé el paraguas, el impermeable y las botas, sino tres jerséis, una tesina y un artículo que la Sociedad Matemática de Londres me había pedido reseñar. Antes de marcharme, le dije a la señora de la limpieza:

—Espero que llueva hoy, porque así podré trabajar un poco.

Esa vez no llovió, y pude pasarme la tarde viendo jugar al críquet.

A partir de entonces, empecé a referirme al paraguas, los papeles y los jerséis como mi «artillería anti-Dios». El paraguas me parecía de especial importancia. A fin de no tener que devolvérselo a Gertrude, le compré uno nuevo, con sus iniciales grabadas en el mango.

Normalmente, en este jueguecito, salía ganando yo. Pero a veces salía ganando Dios.

Un verano, por ejemplo, estaba sentado al sol en Fenner's con mi arsenal habitual de jerséis y material de trabajo, disfrutando del partido, cuando de repente el bateador dejó el bate y se quejó a los árbitros de que no veía. Una especie de reflejo emitía un destello que se le metía en los ojos. Los árbitros buscaron la fuente del destello. ¿Cristal? No había ventanas en esa parte del terreno. ¿Un automóvil? No había carretera.

Entonces lo vi. En la banda había un párroco corpulento con una cruz enorme colgada del cuello. El sol rebotaba en la cruz. Le señalé a un árbitro aquel crucifijo tan desproporcionado, y le pidieron al párroco, de muy buenas maneras, que se lo quitara.

Aquel párroco… Recuerdo que, aunque al final accedió a la petición del árbitro, primero tuvo que protestar y discutir y negarse un rato. No estaba dispuesto a deshacerse de su crucifijo sin pelearse. Evidentemente tenía el culo muy gordo. Pertenecía a esa categoría de hombres que yo denomino «de buen asiento», con lo que me refiero tanto a algo espiritual como a algo físico: una cierta complacencia que proviene de tener siempre bien asegurado tu lugar en el mundo. De nunca tener que esforzarte ni sentirte un ser marginal.

No me puedo atribuir la expresión. Ha circulado por Trinity desde el siglo dieciocho, y se la puede encontrar, me han dicho, en un geólogo llamado Sedgwick: «Nadie», se supone que dictaminó, «ha alcanzado el éxito en este mundo sin tener un
buen asiento

Desde luego, el mundo está repleto, y siempre lo ha estado, de matemáticos culones, la mayoría de los cuales afirman creer en Dios. ¿Y de qué manera, me he preguntado a veces, consiguen compaginar su fe con su trabajo? Muchos ni lo pretenden. Se limitan a archivar la religión en un cajón y las matemáticas en otro. Archivar las cosas en diferentes cajones y no pensar en las contradicciones es un rasgo característico de las personas «de buen asiento».

A algunos, sin embargo, no les satisface esta solución. Estos matemáticos son en muchos sentidos más fastidiosos, porque intentan explicar las matemáticas en términos religiosos, como un aspecto de lo que denominan el «gran diseño» de Dios. Según ellos, cualquier teoría científica puede resultar compatible con el cristianismo, partiendo de la base de que forma parte de un plan divino. Hasta las ideas de Darwin sobre la evolución, que parecen negar la existencia de Dios, pueden ser envueltas en una doctrina en la que Dios no deje de revolver la sopa primordial, activando el proceso de mutación y supervivencia de los más aptos con cada giro de su cuchara mágica. Luego están los escritos que, por alguna razón, parece que los hombres «de buen asiento» necesitan siempre enviarme, brindándome pruebas ontológicas de la existencia de Dios. Los tiro a la papelera. Porque todo ese esfuerzo por hacer que las matemáticas formen parte de Dios es parte del esfuerzo por hacer que las matemáticas sean
útiles
, si no para el Estado, al menos para la Iglesia. Y eso no se puede tolerar.

Me enorgullece decir que sólo una vez en mi vida he hecho una contribución a la ciencia práctica. Hace años, antes de empezar a jugar juntos al tenis, Punnett y yo solíamos jugar al críquet. Una tarde, después del partido, me pidió que lo ayudara en un asunto relacionado con Mendel y su teoría de la genética. Un especialista en genética, con el desafortunado nombre de Udny Yule (la guerra nos convertiría más tarde en enemigos), había publicado un ensayo argumentando que si, tal como había sugerido Mendel, los genes dominantes siempre triunfaban sobre los recesivos, entonces a lo largo del tiempo una condición denominada braquidactilia (que llevaba al acortamiento tanto de los dedos de las manos como de los pies, y estaba causada por un gen dominante) se iría incrementando en la población humana hasta que la proporción de los que tuviesen esa condición sobre los que no fuese de tres a uno. Aunque evidentemente no era así, Punnett no sabía muy bien cómo podía rebatir ese razonamiento. Sin embargo a mí se me ocurrió la respuesta inmediatamente y la expuse en un artículo que mandé por correo a
Science
.

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