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Authors: David Leavitt

El contable hindú (20 page)

BOOK: El contable hindú
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En cualquier caso, parece mucho menos colada por Alice que Alice por ella. Antes le ha leído en voz alta las cartas de Alice desde Madrás en su totalidad, intercalando en su recitado resoplidos de risa para señalar esos momentos en los que, a su modo de ver, la prosa era especialmente cursi o bobalicona. ¡Pobre Alice! ¡Se quedaría horrorizada si supiera que esa carta, redactada a todas luces con tanto esmero, se ha convertido en una fuente de risas condescendientes para Hardy y esa hermana suya a quien le profesa una admiración sin límites! Afortunadamente nunca lo sabrá. Además, ojo por ojo y diente por diente, ¿no?, dado ese tono tan condescendiente que emplea Alice cuando lo describe a él. ¡Sobre todo ese comentario referente a los conciertos! ¿Se echaría para atrás si a su amado Ramanujan le importara un comino la música? ¡Pues claro que no! Porque que le trajera sin cuidado la música, en el caso de Ramanujan, no sería más que otra prueba de su talento matemático…

—¡Para! —dice Gaye, saliendo del armarito de la limpieza—. Ya basta. Es evidente que estás celoso. Ramanujan es un descubrimiento tuyo, así que no puedes soportar que los Neville se inmiscuyan en tu terreno.

—Eso es ridículo.

—No lo es. Ahora mismo te llevan ventaja, porque lo han conocido y hasta han intimado con él, mientras que lo único que tú tienes es un puñado de cartas. Y yo me pregunto, si estabas tan decidido a quedártelo sólo para ti, ¿por qué no fuiste tú a Madrás?

—No tenía tiempo.

—No te olvides de con quién estás hablando, Harold. Podías haber sacado tiempo. Sólo que el miedo y las ganas que tienes son iguales. Por eso mandaste a Littlewood al Ministerio de la India, y a Neville a Madrás.

—No lo mandé yo. Iba a ir de todas formas.

—Al final es lo mismo.

Hardy aparta la vista. La perspicacia de Gaye tras su muerte le irrita casi tanto como lo hacía en vida.

—Venga, vuélvete al armario de la limpieza —dice, pero cuando se da la vuelta, la sombra ya se ha desvanecido.

Mira a Gertrude. Se ha despertado y ha reanudado su labor de calceta.

—Bueno, supongo que ahora sólo nos queda esperar —dice él.

—¿Esperar el qué?

—Noticias de los Neville.

—Ah, perdona. No me había dado cuenta de que seguíamos con el tema.

—Lo curioso es que, muy probablemente, la decisión ya está tomada. Ya deben de saberlo todos los que andan por allí. Y nosotros esperando una carta…

—¿No dijo que te mandaría un cable?

—Pero no me lo va a mandar si son malas noticias…

—Puede que el lunes recibas algo.

—Sí —dice Hardy. Lo que no añade es: ¿Y cómo se supone que voy a resistir hasta el lunes?

27 de enero de 1914

Hotel Connemara

Madrás

Mi querida señorita Hardy
:

Sin duda el cable que ha enviado mi esposo ya habrá llegado, así que ya estará al tanto de la feliz noticia. Tras una prolongada estancia en la región de su hogar de nacimiento, el señor Ramanujan ha regresado a Madrás e informado a mi marido de que, en efecto, se trasladará a Cambridge. Aunque no tengo claros todos los detalles, deduzco que pasó varios días en el templo de Namakkal, rogándole a la diosa Namagiri que le orientara. Aun así, el mayor impedimento a la hora de tomar una decisión afirmativa era indiscutiblemente su madre, y sólo después de que la buena señora anunciara que había tenido un sueño favorable, fue capaz por fin de conciliar sus deseos con su conciencia. En ese sueño, dijo su madre, vio al señor Ramanujan en compañía de gente blanca y escuchó la voz de Namagiri ordenándole que dejara de poner pegas y bendijese el viaje; en el caso concreto del señor Ramanujan, se supone que dijo Namagiri, se podía levantar la prohibición de cruzar los mares, ya que viajar a Europa era necesario para el cumplimiento de su destino.

No sé cómo explicarle con cuánta gratitud y alegría el señor Neville y yo nos enteramos de esta azarosa cadena de acontecimientos. Ahora el señor Neville dice que debemos centrar nuestra atención en aseguramos de que se dispone de los medios suficientes, tanto en Madrás como en Cambridge, para sufragar el pasaje del señor Ramanujan y garantizar que se cubrirán sus necesidades durante el periodo de tiempo que pase en Trinity.

Salimos dentro de unas semanas, y puede que el señor Ramanujan venga con nosotros. Permítame reiterarle, señorita Hardy, cuánto anhelamos saludarles a usted y a su hermano a nuestro regreso mi marido y yo. Mientras tanto, sigue siendo

su devota amiga
,

Alice Neville

Tercera parte
La gracia del cuadrado de cualquier hipotenusa
1

Se ha decidido que se conocerán a la hora de la comida: la comida del domingo en casa de Neville, adonde Ramanujan habrá llegado la noche anterior. Hardy detesta las presentaciones, la formalidad de los primeros apretones de manos, las preguntas rutinarias sobre el viaje y los carraspeos posteriores. Si fuera posible (y tal vez algún día la física lo haga posible) le gustaría poseer un artilugio parecido a la máquina del tiempo de Wells, pero con un cometido más modesto, diseñado para que uno pudiera saltarse los momentos comprometedores y aterrizar en un futuro más llevadero. Al instante. Si tuvieras una máquina así, nunca tendrías que esperar que te enviaran por correo los resultados de un examen, o calibrar si el doctor en alguna materia recién llegado de Princeton iba a responder a tus avances con simpatía u hostilidad. En vez de eso, podrías limitarte a tirar de una palanca o apretar un botón y encontrarte inmediatamente en posesión de los resultados de tu examen, o camino de la cama del simpático doctor, o a salvo en tus habitaciones tras ser rechazado por el antipático. Y si uno supiera que no tendría que pasar por todas esas cosas, tampoco tendría que temerlas. Tal como Hardy teme este primer encuentro, esta primera comida con Ramanujan.

¿Por qué le da miedo? Demasiadas expectativas, supone; demasiadas peleas con las autoridades institucionales, y demasiados retrasos, y una cantidad exageradísima de cartas. Un grueso legajo de ellas: de Neville, de Alice Neville, de varios burócratas de las colonias, del propio Ramanujan… De hecho, encontrar el dinero para traer a Ramanujan a Inglaterra ha resultado mucho más difícil que convencerlo para que viniera. En opinión de Mallet, era muy poco probable que en Madrás se pudieran obtener los fondos necesarios para mantener a un estudiante en Cambridge. Trinity se limitó a prometer que se plantearía conceder una beca a Ramanujan una vez llevara un año allí. Y nadie consideró siquiera la posibilidad de que el Ministerio de la India contribuyese con un solo penique. Incluso Mallet le escribió a Hardy diciéndole que, a su parecer, Neville había cometido en primer lugar un gran error animando a Ramanujan a venir; era «un peligro que un estudiante de la India contase con el amable apoyo del señor Neville, y diese por sentado que a un catedrático de Cambridge le resultaría fácil recolectar el dinero necesario», que, aparte de las cincuenta libras al año que él y Littlewood estaban dispuestos a asegurar, este catedrático de Cambridge no tenía.

Sin embargo, tan pronto como Hardy le había enviado rápidamente una carta a Neville advirtiéndole que debía «andarse con cuidado», Neville había conseguido por su cuenta y riesgo convencer a la Universidad de Madrás de que le proporcionase a Ramanujan una beca anual de doscientas cincuenta libras, una asignación de otras cien para ropa, el dinero de su pasaje a Inglaterra, y un salario para mantener a su familia durante su ausencia. Lo que el Ministerio de la India le había jurado a Hardy que no se podría hacer nunca, Neville sólo había necesitado tres días para hacerlo.

Neville, el héroe…

Y ahora Ramanujan está en Inglaterra, y Hardy aún tiene que encontrárselo cara a cara, para ver si la realidad guarda algún parecido con la imagen que se ha formado en su mente: una imagen a la que han contribuido sin duda las descripciones ofrecidas por cada uno de los Neville, en la misma medida (y eso no lo puede negar) que el espectáculo eternamente fascinante de Chatterjee, el jugador de críquet. Aunque tampoco es que le haya resultado fácil, a partir de esas pistas fragmentarias y no siempre complementarias, labrar un rostro del que pueda hacerse al menos una imagen mental. Neville no es precisamente lo que uno llamaría un escritor profesional. «Más bien fornido y moreno», dijo cuando regresó de Madrás. Bueno, ¿y qué más? ¿Alto? No, alto no. ¿Bigote? Puede. Neville no se acordaba bien. Hardy pensó en preguntarle a la señora Neville, pero supuso que, al hacerlo, descubriría su juego; le dejaría percibir tintes de ansiedad que ella, al contrario que su marido, sería perfectamente capaz de captar. Así que ha mantenido la boca cerrada e intentado apañarse con lo poco que le han dado.

De casualidad, se encuentra en Londres esta semana, a solas en el piso de Pimlico. Ramanujan también está en Londres. Su barco atracó el martes. Neville fue con su hermano, que tiene un automóvil, a buscarlo, tras lo cual lo condujeron inmediatamente al número 21 de Cromwell Road, enfrente del Museo de Historia Natural. La Asociación Nacional de la India tiene allí sus oficinas, así como algunas habitaciones que pone a disposición de los estudiantes indios que acaban de llegar en barco, para facilitarles la transición a la vida inglesa. Hardy vino a pasar la Semana Santa y se quedó, porque necesitaba un cambio de aires, le explicó a su hermana. Y da la casualidad de que, a lo largo de la semana, ha pasado por delante del Museo de Historia Natural varias veces, y también se ha quedado mirando el número 21 de Cromwell Road que está enfrente y se ha fijado en los indios que entraban y salían por el portal. Bueno, ¿y qué? Es lógico preguntarse si será capaz de reconocer a Ramanujan, y tratar de ver si esa cara se corresponde con su imagen mental. Un genio. ¿Qué aspecto tiene un genio? ¿Qué aspecto tiene el propio Hardy? Desde luego está lejos del típico científico con el pelo revuelto que, cuando sale a relucir en una tira cómica del Punch, suele aparecer con la mirada perdida por encima de su pipa, la chaqueta mal abrochada y los cordones de los zapatos sin atar. Sobre su cabeza bailan las cifras, una nube de letras griegas, símbolos de puntuación, símbolos lógicos…, todo para dar a entender lo alejado que está de las preocupaciones terrenales y lo ocupado que anda en un mundo demasiado complejo y aburrido como para que merezca la pena el esfuerzo de intentar entrar en él. El científico, en esas tiras, es digno de admiración pero ridículo. Un genio y un chiste. Mientras que Hardy es de esos a quienes los que se refieren a ellos mismos como «nosotros» considerarían de «nuestra clase».

¿Y Ramanujan? De pie, en el exterior del 21 de Cromwell Road, Hardy no tiene ni idea. Tal vez entre o salga. Tal vez no. Y Hardy tampoco le va a preguntar a Neville (aunque sabe que Neville se va a acercar a Londres el sábado para recoger a Ramanujan) si les podría acompañar a él y a Ramanujan a Cambridge. No quiere dar ni de lejos la impresión de que aguarda esta ocasión trascendental con algo más que cierta displicencia. Al fin y al cabo, G. H. Ardí es un hombre importante, con muchas cosas importantes de las que preocuparse. Aun así, el sábado por la mañana, se da un último paseo por el Museo de Historia Natural antes de enfilar Liverpool Street para coger el tren.

De vuelta en Cambridge, regresa a la seguridad de sus aposentos, a Hermione y a su silla de caña y al busto de Gaye. Sabe que Ramanujan se quedará con los Neville hasta que le encuentren acomodo en Trinity. Todo el mundo está de acuerdo (se comenta mucho en el Hall) en que los Neville han sido muy generosos, en que han ido más allá de su deber. De hecho, hace unos días, un colega de clásicas se acercó a Hardy y le felicitó por el papel que había jugado en «traer al indio de Neville a Cambridge». Ardí esbozó una sonrisa y se alejó andando.

El día de la comida, se encuentra con Littlewood en Great Court. Littlewood va silbando.

—Toda una ocasión para nosotros —dice mientras enfilan King's Parade tras cruzar la verja de entrada—. Después de tantos esfuerzos, por fin lo tenemos aquí.

—Eso parece —contesta Hardy—. Ahora habrá que decidir qué hacemos con él.

—No creo que haya problema. Hay que dejarle seguir como hasta ahora. Ah, y enseñarle a hacer buenas demostraciones.

—Sí, sólo eso. —Hardy se ciñe un poco más el cuello. La brisa hace que le entren escalofríos, a pesar de que el sol le calienta la cara. Esa confluencia de contrarios le produce un efecto tranquilizador; tanto que, cuando llegan a Chesterton Road, ya casi se ha olvidado de su ansiedad. Pero entonces, cuando aparece ante su vista la casa de Neville, se le acelera el corazón. Otra vez como el día de la entrega de premios… Si estuviera solo, se daría la vuelta, saldría corriendo hacia sus aposentos y le mandaría una nota a los Neville, alegando que se encuentra mal. Pero, por suerte o por desgracia, Littlewood está con él. Y Littlewood no sospecharía ni de lejos el pánico que siente.

Ethel, la criada, responde a su llamada en la puerta. Hardy no la ha visto desde el té del otoño anterior. En el ínterin ha ganado peso, parece una rebanada de pan sin cocer. El cuarto de estar al que los lleva está inundado de una luz natural que le da al papel pintado morado un aspecto truculento, casi fúnebre, dejando entrever las manchas del cristal de la ventana y la fina capa de polvo de los extremos de la mesa de caoba. Ese efecto, el de la luz del sol en una estancia pensada para amparar la oscuridad, le encanta a Hardy. Por un momento se queda tan abstraído que no percibe que Neville se ha levantado del canapé Voysey, alargando la mano a modo de saludo para acercar a Hardy hasta los sillones individuales, de uno de los cuales se incorpora una lóbrega figura. Es Ramanujan.

La máquina de pegar saltos en el tiempo funciona. Antes de que se dé cuenta, ya ha pasado el momento.

Se repiten nombres familiares (uno de ellos, el suyo). Se estrechan manos (la de Ramanujan está seca pero resbalosa), y enseguida resuena en la garganta de Hardy una voz diferente (una voz como de orador, de director de escuela). Palabras de calurosa acogida. Una palmada en la espalda de Ramanujan, que es cálida y carnosa. Por lo visto Ramanujan está aún más nervioso que Hardy. Tiene gotas de sudor en la frente —es el primer detalle en el que se fija Hardy— y un cutis de color café con leche, picado de viruelas. No lleva bigote. En cambio hay ahí una sombra que, de lejos, se podría confundir con un bigote, porque la nariz de Ramanujan (regordeta, pronunciada) le llega hasta muy abajo y casi toca con el labio superior. No es ni tan bajo ni tan fornido como insinuó Neville. Esa escasa estatura y esa corpulencia aparentes se deben más bien a la ropa que lleva: un traje de tweed de una talla demasiado pequeña. La chaqueta, con todos los botones abrochados, malamente le tapa la barriga. Hasta parece que los zapatos le aprietan.

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