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Authors: David Leavitt

El contable hindú (23 page)

BOOK: El contable hindú
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Russell está sentado al otro lado de la mesa, y ansioso por conocer las opiniones de Ramanujan sobre la independencia india, el movimiento sufragista, la autonomía de Irlanda… Pero por lo visto Ramanujan no está a la altura de este interrogatorio. Sus respuestas son aturulladas y atropelladas, sobre todo cuando sale a relucir el sufragio, porque ni siquiera conoce esa palabra. Y, en definitiva, ¿cómo se puede esperar que dé su opinión sobre el sufragio, cuando procede de un país donde la mayoría de las mujeres ni siquiera saben leer o escribir? No es que Russell pretenda provocarle ni tomarle el pelo, simplemente que no tiene los pies en la tierra. Para Russell, Ramanujan es exactamente lo contrario que el espécimen exótico que es para Gertrude y Alice: un emisario de otra parte del mundo cuyas opiniones quiere recabar con la esperanza, sin duda, de enrolarle en sus propios esfuerzos incipientes por crear una nueva Inglaterra. Sin embargo es un empeño inútil, tal como el propio Russell parece advertir enseguida, porque cambia de tema, y pregunta por el trabajo que está realizando Ramanujan.

Entonces Ramanujan se relaja. Habla de algunos de los métodos modulares que ha descubierto, incluido uno que arroja un valor de π de hasta el octavo decimal, ya en primera instancia. Russell está extasiado. Si hay algún tema que puede distraerle de la política, son las matemáticas, y la conversación salva la noche.

Más tarde, Hardy y Littlewood acompañan andando a Ramanujan y a Neville hasta Chesterton Road. Por el camino, Ramanujan apenas habla. Renquea un poco porque le aprietan los zapatos. Y no es de extrañar que esté agotado. Aunque fuera la cosa que más deseaba en el mundo, o la que decía que más deseaba en el mundo, debe de seguir resultándole muy desconcertante haber cambiado tan deprisa de la soledad del pial de su madre al frenesí de la mesa del profesorado de Trinity. Y todo a causa de la carta que tal vez Hardy debería haber tirado a la papelera con la misma tranquilidad que los demás hombres a quienes se la mandó, en cuyo caso Ramanujan todavía seguiría en Madrás, trabajando para la Autoridad Portuaria.

A lo mejor le resulta todo un poco excesivo, como si a un marino naufragado en una isla desierta lo rescatan al cabo de muchos años para decirle que, en recompensa por sus privaciones, ahora hará todas sus comidas en el Savoy. ¿Y qué ocurre? Pues que semejante abundancia de buena comida lo enferma; a él, que tenía el estómago acostumbrado a las hojas y los abrojos y los peces cogidos con sus propias manos. Del mismo modo, Ramanujan ha sobrevivido durante años con la más exigua dieta de asertos. ¿Han cometido un error, entonces, al pensar que su estómago se correspondería con su apetito?

La señora Neville les está esperando, levantada, cuando llegan a casa.

—Hola, cariño —dice Neville, y le da un beso en la mejilla—. Me parece que esta noche se las hemos hecho pasar canutas al pobre Ramanujan. ¡Preguntas y preguntas y más preguntas!

—Ha sido bastante estimulante —dice Ramanujan.

—¿Qué tal sus pies? —pregunta Alice.

—Bien, gracias.

—Bueno, ya está en casa. —De repente Alice mira a Hardy, asustada; como si hubiera dejado escapar algún sentimiento que hubiese preferido que pasara inadvertido. Tonterías. Hardy se dio cuenta desde el principio.

Más tarde, de vuelta a Trinity, comenta el tema con Littlewood:

—Me cuesta averiguar qué siente por él —dice—. Por un lado, tiene una actitud muy maternal. Pero, al mismo tiempo, me parece que está un poco enamorada.

—En las mujeres —dice Littlewood— eso suele ser la misma cosa.

—¿El qué? ¿El amor materno y…?

—Exactamente. Es muy corriente.

—Aunque Neville ni se entera.

—Claro que sí. Lo que pasa es que no le preocupa demasiado. Ya conoces a Neville.

—Así que no crees que estén…

—Ah, puede que sí. Quién sabe… ¡Y qué irónico sería si lo estuviesen! ¿Porque no es eso lo que más temen las madres indias cuando su hijo sale del país: que los seduzca una malvada dama extranjera? Pero quién iba a decir que sería Alice…

Hardy frunce el ceño. No sabe muy bien si Littlewood está de broma, y le da rabia reconocerlo.

—Bueno —dice casi enseguida—, si quieres saber mi opinión, no lo están. Tú míralos: Alice, con esa inexplicable devoción por Neville…, y Ramanujan, que parece un niño al que tampoco le interesan demasiado las mujeres, por lo que se ve.

—No estés tan seguro. Sea lo que sea, espero que por lo menos se lo esté pasando bien. Porque esta noche parecía muy desgraciado.

—Las multitudes le asustan.

—Debería irse de casa de los Neville, y mudarse a Trinity. He estado mirando y, en cuanto acabe el curso, quedarán habitaciones libres en Whewell's Court.

¡Pero qué listo es Littlewood! Al fin y al cabo, teniendo a Ramanujan a mano no sólo será más fácil organizar su colaboración con ellos, sino deshacerse de una vez por todas de la complicación que representa la señora Neville, con su libro de cocina vegetariana y sus cenas.

—¿Sacamos mañana el tema? —pregunta.

—Venga —dice Littlewood—. A lo mejor por su respuesta nos enteraremos de todo lo que necesitamos saber.

4

Una tarde lluviosa en Chesterton Road. El fuego crepitando. Alice y Ramanujan están sentados a una mesa, uno a cada lado, contemplando un puzzle a medio terminar, un rompecabezas viejo de la infancia de ella. Quinientas piezas. Desde que empezaron a hacer el puzzle, una imagen ha ido surgiendo sobre las vetas de madera oscura: dos caballeros con trajes victorianos, sentados a una mesa no muy distinta a ésta de Alice y Ramanujan. Una alfombra oriental con un dibujo en varios tonos de rojo y amarillo cubre el suelo. Un tercer hombre, vestido con atuendo de posadero, se encuentra de pie, a la izquierda de la mesa. ¿Se trata de una taberna? Parece que uno de los dos hombres sostiene un vaso. Hace años, cuando ella debía de tener catorce, un compañero de negocios le regaló el rompecabezas a su padre, al que no le interesó nada, así que el puzzle acabó migrando al cuarto de los niños donde Alice y su hermana, Jane, seguían haciendo los deberes. Cada año más o menos, hacían un valeroso intento por montarlo, aunque sólo fuera por distraerse con la forma tan bonita en que estaban recortadas muchas piezas: una cabeza de perfil, un perro, un corazón, una media luna. Solían llegar a terminar el marco y una esquina de la alfombra antes de que Jane perdiera la paciencia y soplara sobre la mesa, arrojando las piezas al suelo. Porque Jane se cogía muchos berrinches. Siempre fue la impulsiva, mientras que Alice era la que se ponía de rodillas y tanteaba el suelo para recoger los detritos de la furia de su hermana. Tal vez por esa razón, cuando su padre murió y su madre cerró la casa, reclamó el puzzle y se lo trajo consigo a Chesterton Road. Y cuando llegó Ramanujan, lo desenterró. Él nunca había visto uno. Apenas tuvo tiempo de explicarle en qué consistía antes de que se pusiera manos a la obra.

Y ahora está ahí sentado, con la mirada fija en esos tres caballeros victorianos, sosteniendo en la mano derecha una pieza con la forma de una calabaza diminuta, con los mismos colores de la alfombra. Por un momento se queda estudiando la alfombra (todavía incompleta, como si las ratas hubieran hecho agujeros en ella) y luego, con un gesto rápido que la lleva a pensar en un avión aterrizando, encaja la pieza en su sitio. La calabaza desaparece mientras otro trozo de alfombra se materializa. Eso casi desilusionaba a Alice en sus años mozos. En definitiva, armar el puzzle significaba perder aquellas formas preciosas.

—¿Ha descubierto usted algún método? —le pregunta a Ramanujan, cuando lo que le gustaría preguntarle es: «¿También le ayuda Namagiri con los puzzles?»

—Yo no lo llamaría un método —dice él— Pero, bueno…, casi. Quiero decir, después de completar el marco, junto los colores y trabajo a partir de ahí.

Alice reprime una sonrisa. Qué curioso, piensa, estar sentada a una mesa frente a uno de los grandes genios de la historia de la humanidad, ¡viendo cómo se entretiene con un rompecabezas! Aunque su marido, el académico de Trinity, no le va a la zaga. De hecho, sabe perfectamente que en cuanto llegue a casa esta tarde, en cuanto se haya secado y tomado un té, Eric se sentará y trabajará en el puzzle con Ramanujan hasta la cena. Como niños. Sin pensar. Y a Alice le da igual. Aun así, se sentirá obligada a levantarse de la mesa. A dejarles solos. ¿Y por qué? No lo sabría decir muy bien. En general, todo es más agradable cuando está a solas con Ramanujan, porque puede hablarle de una manera que le resulta imposible cuando Eric está presente.

Ahora él sostiene en la mano lo que parece una langosta, o algo con esa forma. Como siempre, lleva traje y corbata. Pero no zapatos. Al ver ya desde el principio el daño que le hacían, Alice le compró un par de zapatillas, y le explicó que en Inglaterra era costumbre ponérselas en casa. Para que se sintiera más a gusto, también compró unas zapatillas para ella y otras para Eric, y ahora los llevan los tres. En realidad, la única persona en la casa que no lleva zapatillas es Ethel.

De todas maneras, cuando Ramanujan sale de casa, tiene que ponerse los temidos zapatos. Y ella sabe la tortura que le supone ir andando hasta Trinity con los dedos de los pies tan apretados, y le gustaría que ya hiciera un poco de calor para que pudiera llevar sandalias. Pero, una vez más, ¿lo haría aunque pudiera? En sus salidas a Cambridge, se ha dado cuenta de que otros indios van vestidos con atuendos más apropiados a sus orígenes. Le preguntó en una ocasión a Ramanujan sobre ellos, y él le explicó que, cuando había tomado la decisión de venir a Inglaterra, Littlehailes, uno de sus defensores en Madrás, lo llevó en el sidecar de su motocicleta a Spencer's, los antiguos grandes almacenes de la ciudad, donde Ramanujan no había puesto un pie en su vida. Allí le proporcionaron camisas, trajes, pantalones… También lo llevaron a un barbero inglés que le cortó el kudimi, algo que no permitió hasta que su esposa y su madre habían regresado a Kumbakonam. «¿Y qué sensación tuvo?», le preguntó Alice, al acordarse del libro que había visto en su baúl,
La guía del caballero indio del protocolo inglés
. Y, tras una pausa, él le respondió: «Me sentí simplemente ridículo con aquella ropa. Pero cuando el barbero me cortó el kudimi, lloré. Fue como si me quitaran el alma.»

La langosta que Ramanujan tenía en la mano aterriza en la mesa, y en ese momento a Alice la invade una sensación de empatía que la hace ponerse, casi literalmente, en pie. Ramanujan levanta la vista.

—Ay, lo siento —dice Alice, porque el mero hecho de levantarse ha desordenado un poco las piezas del puzzle.

—No pasa nada —dice Ramanujan, volviendo a colocarlas en su sitio.

Ella se acerca al piano. Es un viejo Broadwood vertical, con farolillos a cada lado, herencia de su abuelo. Últimamente le da por tocarlo en presencia de Ramanujan: piezas sencillas, porque no es una pianista consumada. «Greensleeves», un minueto de Haendel, unos cuantos impromptus de Schubert. Y precisamente ayer, revisando la música que heredó con el piano, se topó por casualidad con la partitura de
Los piratas de Penzance
. Era una partitura simplificada, pensada para facilitar algún concierto casero. Tocó «Pobre vagabundo» pero no la cantó.

Y ahora abre la partitura de la canción del General. Prueba la melodía. Y entonces le sale a relucir una inesperada vena de audacia y, sin prepararse nada canta:

Soy el mejor prototipo
de modernos generales.
Tanto sé de vegetales,
minerales o animales.
De Inglaterra sé los reyes,
y recito las contiendas
de Waterloo a Maratón
de corrido y a la inversa.

Ramanujan levanta la vista de la mesa.

—Señor Ramanujan, venga a sentarse aquí conmigo al piano —le dice Alice—. Yo diría que le va a gustar esta canción.

Dudando un poco, él se levanta. Alice le hace sitio en la banqueta, y él se sienta lo bastante cerca como para que ella sienta el calor de su cuerpo, pero no tanto como para que se rocen sus ropas.

—Esta canción es de una famosa ópera cómica llamada Los piratas de Penzance. La canta un caballero oficial que intenta impresionar a unos piratas. Aunque la verdad es que está muy pagado de sí mismo. Atienda.

También se me dan muy bien
las cuestiones matemáticas.
Entiendo las ecuaciones,
sean simples o cuadráticas.
Del teorema binomial
les contaré quién lo usa,
y la gracia del cuadrado
de cualquier hipotenusa.

—Evidentemente —prosigue Alice—, cuando se la interpreta como es debido, se la canta mucho más rápido que yo. Y además la canta un hombre.

Ramanujan está mirando la partitura.

—El teorema binomial… —dice en un tono que tanto puede significar diversión como desprecio.

—Por eso he pensado que le haría gracia —dice Alice—. Venga, vamos a cantarla juntos.

—¿Cantar? Yo no sé cantar.

—¿Y eso? ¿No cantaba en el templo?

—Sí, pero…, nunca he cantado una canción inglesa.

—Bueno, yo tampoco sé, pero no nos va a oír nadie. Sólo Ethel. Así que vamos a cantarla juntos. A la de tres. Una, dos y tres…

Se pone a cantar y, para su deleite, Ramanujan se une a ella.

Diferencial o integral,
en cálculo soy magnífico;
y de cualquier criatura
les digo el nombre científico.
En cuestiones vegetales,
minerales o animales,
soy el mejor prototipo
de modernos generales.

—¿Ve? Lo ha hecho muy bien.

—¿En serio?

—Tiene una voz de tenor preciosa. Y lo que es mejor, muy buen oído. Debe de tener una afinación perfecta.

Ramanujan se mira el regazo. Le cuesta respirar. Le brota el sudor de la frente, como siempre que está feliz.

—Venga —le ordena Alice—, vamos a seguir. La terminamos y luego la cantamos toda seguida.

Ramanujan toma aliento.

—Una, dos y tres…

Del rey Arturo a Sir Caradoc,
conozco nuestras leyendas,
y paradojas o acrósticos
para mí no tienen ciencia.
Los crímenes de Heliogábalo
les compongo en elegía;
y si se trata de conos,
no hay curva que se resista.

—¡No hay curva que se resista! —repite Alice. Y los dos se echan a reír. Se ríen como niños. Fuera llueve a cántaros. Sobre la mesa, el puzzle descansa tranquilamente, inmóvil, aparentemente contento en su estado inacabado. Cómodos dentro de sus zapatillas, a Alice se le estremecen los dedos de los pies, como supone que también le pasará a Ramanujan.

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