El contable hindú (25 page)

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Authors: David Leavitt

BOOK: El contable hindú
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Todo esto la señora Neville me lo explicó con una voz cada vez más alterada, que hasta terminó adquiriendo un tono recriminatorio; como si, de alguna forma, yo hubiera sido cómplice del decreto por el cual Ramanujan no podía llevar turbante, cuando en realidad que lo hubiese llevado me habría dado exactamente lo mismo. Pero, antes de que pudiera decírselo, pasó del turbante al kudimi, el mechón de pelo prescrito por su religión que Ramanujan se había tenido que cortar antes de su partida. ¿Conservaba Ranganathan su kudimi?, le preguntó ella, y él le respondió que sí, y se quitó el turbante para enseñarle su pequeño mechón, y en aquel momento, me dijo, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas, igual que en ese mismo instante. Por qué demonios, me preguntó, le habían obligado a cortárselo. Se habría quedado mucho más contento si le hubieran permitido conservarlo. Aunque, una vez más, no tuve ocasión de contestar, porque ahora ya estaba hablando de la ropa. A pesar de que Ranganathan llevaba ropas occidentales, le contó que, cuando estaba en casa, llevaba su dhoti, y que a su casera no le importaba nada. Tampoco a ella, me dijo la señora Neville, le habría importado que Ramanujan llevara su dhoti cuando vivía en su casa. ¿Y por qué no le habían dejado llevar su dhoti en Trinity?

—Puede que le parezca una tontería, señor Hardy —me dijo—, pero para Ramanujan habría significado la diferencia entre la felicidad y la desgracia.

Por favor, recuerden que, a esas alturas, yo no había contribuido con una sola palabra a aquella supuesta «conversación». La señora Neville no me había dado oportunidad. Pero ahora se estaba secando los ojos, y yo aproveché esa breve pausa en su arenga para decir:

—Estoy totalmente de acuerdo con usted. Sin duda Ramanujan habría sido mucho más feliz si se hubiese permitido esas pequeñas libertades.

Me miró sorprendida.

—¿Si se hubiese permitido? —exclamó—. ¿Supone usted que podía elegir?

—Ha habido indios en Cambridge desde hace muchos años —le respondí—. Él tenía amigos indios. Algunos llevaban turbante. Podría haber seguido su ejemplo. En Trinity, de todas maneras, llevaba zapatillas la mayor parte del tiempo, en vez de zapatos.

—Yo le regalé esas zapatillas —dijo casi celosa.

—Muy amable de su parte —le dije.

Estrujó su pañuelo.

—Fue un tremendo error que se mudara al College. Estoy segura de que, si se hubiera quedado bajo mi techo, nunca se habría puesto enfermo. Y hoy seguiría vivo.

Así que había venido para eso. Me quedé mirándola con la incredulidad compasiva que uno reserva para los locos. Y en cierto sentido, supongo, ella estaba loca en ese momento. Las mujeres tienen mucha tendencia a confundir las cosas. A lo mejor, a través de Ramanujan, estaba llorando la pérdida de su propio hijo.

En cualquier caso, ahora que ya había dejado claro lo que quería, reculó. De repente se puso muy animada, muy cariñosa, como si la tensa situación de la última media hora no se hubiera producido. Qué alegría volver a verme. ¿Era más feliz en Oxford o en Cambridge? Eric le había pedido que me diese recuerdos y que me dijese cuánto sentía no tener oportunidad de hacerme una visita.

Y luego se fue, dejando atrás su fragancia a violetas de Parma. Resulta muy irónico y a la par doloroso que incluso las acusaciones más injustas y ridículas dejen un poso de… ¿qué? ¿Culpa? No. no exactamente. Incertidumbre. Porque ahora se me había metido en la cabeza que llevándome a Ramanujan al College había provocado, o al menos acelerado, su muerte. Aunque semejante idea era una locura, claro. En definitiva, ¿qué tenía que ver dónde hubiera vivido con su enfermedad? Pero tal vez, si se le hubiera mantenido alejado de una masa de hombres como la que pasó por Trinity durante los años de la guerra… o si no se hubiera visto forzado a cocinar su propia comida… ¿Ven? Una vez la astilla de la duda se mete bajo la piel, no hay manera de sacarla. Había hecho su trabajo admirablemente.

Pero me he adelantado; no sólo me he adelantado a los años de la enfermedad de Ramanujan, sino aún más allá, cuando lo que quería contarles eran esas primeras semanas de felicidad antes de que estallase la guerra, semanas que se podrían condensar para mí en la imagen de él caracoleando por New Court con su par de zapatillas. Y ahora me doy cuenta de que han sido las zapatillas lo que hoy me ha hecho acordarme de la visita de la señora Neville. Porque, tal como se encargó de recordarme amargamente, se las había regalado ella.

Caracolear, por supuesto, no es un buen verbo. No es una manera muy precisa de describir los andares de Ramanujan. Estoy convencido de que si trastabillaba un poco era sobre todo por culpa de que le apretaba la ropa, que, como ya he dicho, le quedaba pequeña. A ese respecto la señora Neville y yo estamos totalmente de acuerdo. Ramanujan había nacido para llevar un dhoti o alguna otra prenda holgada. Con una ropa con cierto vuelo habría tenido un aspecto tan regio como el del tal «Mr. A» con el que los operarios confundieron a Ranganathan. En cambio, vestido a la inglesa, tenía un aspecto un poco ridículo.

En cualquier caso, como seguro que ya han escuchado muchas veces, aquel verano, el último antes de la guerra, fue un verano extraordinariamente bonito; jamás tantos árboles habían dado flores tan perfumadas y esas cosas. Ya estábamos en pleno mayo cuando se trasladó a sus aposentos en Whewell's Court, adonde lo llevó el hermano de Neville en aquel terrible vehículo suyo. Ese mismo día se anunciaban en un tablón los resultados del
tripos
, con todos los nombres en una sola hilera vertical. Littlewood y yo llevamos a Ramanujan a verlos. Y él los examinó escrupulosamente. Nada que ver con los viejos tiempos cuando una multitud abarrotaba el Rectorado para escuchar la lectura de la Lista de Honores… Yo le había puesto fin a todo aquello, le expliqué, un logro por el que consideraba que podía sentir un orgullo más que justificado. Y Ramanujan, creo, entendió ese orgullo, siendo una persona a la que los exámenes habían traicionado y arrinconado tanto.

Como hacía tan buen tiempo, Littlewood y yo también lo llevamos de paseo hasta el Cam para que viese pasar las bateas, a los hombres con sus pantalones de franela y sus chaquetas de uniforme, y a las muchachas con sus vestidos claros y sus quitasoles japoneses de colores. Nada de eso, me contó luego, le pareció especialmente espectacular, habituado como estaba a los vivos colores de los saris de las mujeres de Kumbakonam, y habiendo descendido por el sagrado río Cavaey en barcas no muy distintas de nuestras bateas. A lo largo de las orillas del río había gente haciendo picnic. Estuvimos un rato viendo las carreras de canoas (parecía que las encontraba bastante aburridas), y luego nos acercamos hasta Fenner's para ver un partido de críquet, de Cambridge contra Free Foresters. Siento informarles de que demostró tan poco interés por el partido como por las carreras de canoas. Y más tarde, ya de noche, asistimos a un espectáculo bastante frívolo del Footlights Dramatic Club, una revista titulada
¿Fue la langosta?
, con cuyas canciones y sketches, para mi asombro, Ramanujan se rió de buena gana. Tenía una risa difícil de olvidar, lo suficientemente estentórea como para asustar a alguien, así que se tapaba la boca con la mano.

Si hoy en día siguiese vivo, estoy seguro de que podría contarles si realmente fue la langosta. Ésa era la clase de cosas que recordaba. Sólo puedo decirles que siempre rememoraré esos días con alegría; sobre todo la imagen de Ramanujan con la cara vuelta hacia el sol, cruzando New Court hacia mis habitaciones. Verlo me llenaba de satisfacción y de orgullo, porque sabía que estaba allí exclusivamente gracias a mí, que sin mí nunca habría pisado aquellos senderos de guijarros.

La mayoría de las mañanas llegaba sobre las nueve y media. Durante unos segundos él y Hermione se quedaban mirándose. Luego nos tomábamos un café y charlábamos un poco antes de ponernos a trabajar. ¿Qué tal le iba en su nuevo hogar? Muy bien, gracias. ¿Y le resultaba cómodo hacerse la comida? Mucho, gracias. Compraba verduras todas las semanas en el mercado (la verdad es que al principio las encontraba raras y no le sabían a nada, pero se acabó acostumbrando), y además podía encargar arroz y sémola de arroz y especias a una tienda de Londres. Un amigo de Madrás también le había enviado un puchero de cocina especial (no recuerdo cómo se llamaba), hecho de latón revestido de plata, en el que preparaba uno de sus platos favoritos, una sopa de lentejas fina y picante llamada
rasam
. En su región de origen, a la gente le gustaba que la comida fuera amarga y especiada. Al principio intentó que su comida tuviese su conveniente toque amargo a fuerza de exprimir jugo de limón, pero nuestros limones, decía, no eran ni la mitad de amargos que los de la India. Afortunadamente, otro conocido de Madrás, un joven que también iba a venir a estudiar matemáticas a Cambridge, debía llegar en cualquier momento, trayendo consigo un buen suministro de tamarindo, el ingrediente amargo preferido de la región, con el que Ramanujan podría preparar un
rasam
casi tan sabroso como el de su madre.

En una de esas ocasiones, mientras estábamos tomando café, se fijó en el busto de Gaye.

—¿Quién es ese hombre? —me preguntó. Y yo le expliqué que era un buen amigo, seguramente el mejor que había tenido nunca, pero que había muerto ya, con lo que Ramanujan bajó la vista tristemente hacia su regazo. Él también tenía, me dijo, amigos que habían muerto. Por suerte tuvo la delicadeza de no preguntarme cómo había muerto Gaye.

Y cuando nos terminábamos el café nos poníamos a trabajar. En esos primeros días yo seguía intentando hacerle comprender la importancia de escribir demostraciones (un esfuerzo inútil, visto desde ahora). Esos valores hay que enseñárselos muy pronto a un matemático; y en el caso de Ramanujan, lo sé, ya era demasiado tarde. Aun así, lo intentaba.

Yo tenía unas ideas muy personales sobre la demostración. Me parecía que las demostraciones tenían que ser bonitas y, en la medida de lo posible, concisas. Una demostración bonita debería ser tan elegante como una oda de Shelley y, al igual que una oda, también debería denotar amplitud. Intenté grabar eso en la mente de Ramanujan.

—Una buena demostración —le expliqué— tiene que conjugar el efecto sorpresa con la inevitabilidad y la economía.

No hay mejor ejemplo que la demostración de Euclides de que existen infinitos números primos: demostración a través de la cual les iré guiando ahora, igual que hice con él hace tantos años, no porque no la conozcan (no me atrevería a insultarles insinuando tanta ignorancia), sino porque quiero llamar su atención sobre determinados aspectos que puede que sus profesores, al enseñársela, hayan pasado por alto.

Es, por supuesto, una demostración por reducción al absurdo, así que empezamos dando por hecho lo contrario de lo que pretendemos demostrar; damos por hecho que sólo existe un número finito de primos, y denominamos al último primo, al primo más grande,
P
. Debemos recordar también que, por definición, cualquier número no primo puede ser descompuesto en primos. Por poner un ejemplo al azar, 190 se descompone en 19 × 5 x 2.

Suponiendo entonces que
P
es el número primo más grande, podemos escribir los primos en orden, del menor al mayor, y la serie sería la siguiente:

2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23,… P

Luego podemos proponer un número,
Q
, que sea mayor que todos los primos multiplicados juntos. Es decir:

Q = (2 × 3 × 5 × 7 × 11 × 13… x P) + 1

Q
puede ser primo o no. Si
Q
es primo, eso contradice el supuesto de que
P
es el número primo más grande. Pero si
Q
no es primo, tiene que ser divisible por algún primo, y no puede tratarse de ninguno de los primos que hay hasta llegar a
P
, ni tampoco del propio
P
. Así que el primo divisor de
Q
tiene que ser un primo mayor que
P
, lo que vuelve a contradecir el supuesto original. Por lo tanto no existe un número primo mayor que todos, sino una infinidad de primos.

No puedo explicarles el placer que encuentro, incluso hoy en día, en la belleza de esta demostración; en el breve pero extraordinario viaje que representa, desde una proposición aparentemente razonable (que existe un número primo mayor que todos) hasta la conclusión inevitable, pero totalmente inesperada, de que la proposición es falsa. Y no me estaría ateniendo a la verdad si les dijera que Ramanujan no era consciente de la belleza de la demostración. Comprendía su belleza, y la apreciaba. Y, sin embargo, su aprecio se asemejaba más al que yo siento por las novelas del señor Henry James. Quiero decir, las admiro pero, aun así, no me encantan. De la misma manera, nunca me dio la sensación de que a Ramanujan le encantara la demostración. Lo que le encantaban eran los números en sí mismos. Su infinita flexibilidad y, no obstante, su orden inflexible. El grado en que muchas leyes naturales, muchas de las cuales no comprendemos, ponen a prueba nuestra capacidad para manipularlas. Littlewood pensaba que Ramanujan era un anacronismo. Según él, pertenecía a la época de las fórmulas, que se había terminado hacía cien años. Si hubiese sido alemán, si hubiera nacido en 1800, habría cambiado la historia del mundo. Pero nació demasiado tarde, y en el lado equivocado del océano, y aunque nunca lo reconociera, estoy seguro de que lo sabía.

Yo creo que ésos fueron unos días muy felices para Ramanujan, independientemente de lo que pueda decir la señora Neville, quien, por cierto, seguía metida en el ajo. Recuerdo que un fin de semana, por ejemplo, se lo llevó a Londres para que conociera a Gertrude en una visita al Museo Británico. Tal vez hiciese amigos. A veces lo veía en compañía de otros indios. Aunque, por encima de todo, lo que hacía era trabajar, y antes de que se terminara el verano, publicó un artículo sobre las ecuaciones modulares y las rutas para llegar a π.

De vez en cuando yo lo iba a ver a sus habitaciones, que se encontraban en la planta baja de Whewell's Court. Estaban extraordinariamente limpias y no contenían prácticamente pertenencia alguna, aparte de la cama y el armario indispensables y, no sé por qué razón, una pianola que no funcionaba. Vivía ascéticamente, como uno de esos místicos hindúes sobre los que uno lee cosas de cuando en cuando. De la pequeña cocina siempre emanaba un olor a curry y a la mantequilla desleída (
ghee
, la llaman) que tanto les gusta a los indios. Si había alguna sombra de pesadumbre en nuestras conversaciones de esa época, era debido a que su mujer no le escribía ni una sola carta. Daba igual que la pobre fuera casi analfabeta: él deseaba ardientemente saber algo de ella; aparte de que, por lo visto, en la India había amanuenses y demás, a quienes podías recurrir cuando necesitabas escribirle una carta a alguien. De su madre sí que le llegaban cartas regularmente, hojas repletas de una letra tan misteriosa para mí como el lenguaje de los teoremas debe de serlo para cualquiera que no sea matemático. Su esposa, sin embargo, no le escribía nada, a pesar de que él le escribía a ella, indefectiblemente, una vez a la semana.

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