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Authors: David Leavitt

El contable hindú (19 page)

BOOK: El contable hindú
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El propio señor Ramanujan está bastante confuso al respecto. Admite que, desde un punto de vista intelectual, desea ardientemente ir a Cambridge. Y al mismo tiempo, tiene muchas dudas sobre esa empresa. ¿Se vería obligado, se pregunta, a pasar un examen como el tripos? (Parece que le dan mucho miedo los exámenes.) Mi esposo le dijo que creía que no, pero que tendría que consultarlo con el señor Hardy.

Su familia es una preocupación más acuciante. Por lo visto su madre se opone con todas sus fuerzas a que su hijo viaje a Inglaterra. Por otro lado, sus escrúpulos son religiosos; como brahmín ortodoxa, comparte con el señor Iyer la creencia de que, si el señor Ramanujan cruza los mares, se condenará a sí mismo a una especie de maldición espiritual. Aunque en la práctica (y a ese respecto, señorita Hardy, no puedo evitar compadecerme de las angustias de una madre que ha sufrido mucho) teme por su bienestar en Inglaterra, le preocupa cómo se las apañará con el invierno inglés, tiene visiones de que le obligarán a consumir carne, y demás. Tal vez también tema que lo persigan las mujeres inglesas. (Estoy haciendo conjeturas, basándome en que el señor Ramanujan no se atreve a mirarme a los ojos cuando habla de su madre.)

Luego está el tema de Janaki, su joven esposa. Nos ha contado que ella le ha expresado su deseo de acompañarle a Inglaterra; y, a pesar de que él considera poco práctico, por no decir imposible, llevarla consigo, no quiere decepcionar a la chiquilla. Además, irse a Inglaterra sin ella significaría dejarla sola con su madre; y, dado que en las familias indias tradicionales la suegra manda en la nuera con mano dura, al señor Ramanujan le preocupan, naturalmente, las fricciones que podrían surgir entre las dos mujeres en su ausencia, ¡sobre todo porque parece que la pequeña Janaki tiene algo de Fierabrás!

Y, por último, él también tiene escrúpulos religiosos (y que los citara precisamente en último lugar, señorita Hardy, me parece muy significativo). Sí, teme al igual que su madre las consecuencias, tanto sociales como espirituales, de quebrantar las normas de su casta y cruzar los mares. Y, sin embargo, su ansiedad al respecto va más allá de los escrúpulos religiosos.

Lo que sigue sin duda les resultará extraño a usted y a su hermano. Debo admitir que, al principio, también nos sonó extraño al señor Neville y a mí, y no sólo porque pone de manifiesto el abismo que separa a la India de Inglaterra, sino porque también da idea de lo profunda que es la devoción religiosa del señor Ramanujan. No obstante, le pido que lea los párrafos siguientes con amplitud de miras.

Por decirlo de una manera sencilla, el señor Ramanujan no atribuye sus descubrimientos matemáticos a su propia imaginación, sino a una deidad. Cree que, desde su nacimiento, tanto él como los demás miembros de su familia han vivido bajo la protección de la diosa Namagiri, cuyo espíritu se ocupa del templo de Namakkal, cerca de su lugar de nacimiento. Según el señor Ramanujan, gracias a la intervención de Namagiri, él realiza esos descubrimientos matemáticos. No se «topa» con ellos en el sentido que usted y yo entendemos el término, ni tampoco se «topan» ellos con él. Más bien le son «transmitidos», normalmente cuando duerme. Mientras el señor Ramanujan explicaba este proceso, mi marido se echó a reír, y dijo que él también «soñaba» de vez en cuando con las matemáticas. Pero el señor Ramanujan insistió en diferenciar los sueños ordinarios de lo que él denominó las «visiones» que le proporcionaba Namagiri. La diosa, según sus palabras, «traza las cifras en su lengua». Y su temor consiste en que, si se traslada a Inglaterra, tal vez deje de estar bajo el auspicio divino de Namagiri; y al mismo tiempo que comprende lo mucho que Cambridge puede ofrecerle en términos de reconocimiento, estímulo y educación, se pregunta, lógicamente, de qué le serviría todo eso si, a cambio, va a perder el acceso a la mismísima fuente de sus descubrimientos.

¿Y cómo reaccionamos ante tamaña revelación? He de admitir que mi marido al principio alzó las cejas, si por escepticismo o de puro asombro no lo sé. En lo que a mí se refiere, me llevé una pequeña decepción, que sin duda se debe a mi propia predisposición en contra de todo lo religioso. Me parecía una locura que un hombre de una inteligencia tan evidente se negara a atribuirse sus propios descubrimientos. De hecho, cuando la reunión llegó a su término (con el asunto del traslado del señor Ramanujan a Cambridge, debo añadir, dejado en suspenso), no pude evitar comentarle a mi marido que, para mí al menos, resultaba difícil conciliar esa atribución de su genialidad a una fuente exterior con el orgullo evidente del señor Ramanujan por sus propios logros; y eso sin mencionar su acuciante deseo de ser reconocido, e incluso reivindicado, a los ojos de las autoridades indias. Porque, si lo que afirmaba era cierto, entonces sería a Namagiri a quien habría que atribuirle cualquier publicación a la que pudiesen dar pie los trabajos del señor Ramanujan, de Namagiri el talento que habría que evaluar, a Namagiri a la que habría que llevar a Inglaterra, ¡aunque sólo fuera al Girron o al Newnham!

Mi esposo me advirtió que no diese demasiadas cosas por sentadas. Tal como me recordó (y en eso tiene razón), aquí seguimos siendo unos forasteros, escasamente familiarizados aún con las costumbres de la religión del señor Ramanujan. Quizás el señor Ramanujan desee asegurarse, simplemente, de que entendemos la profundidad de su fe. De todos modos, no puedo evitar pensar que su temor a disgustar a su madre va íntimamente ligado a su temor a disgustar a la Diosa. Me gustaría poder decirle cuál de los dos prevalece sobre el otro o, incluso me atrevería a decir, cuál de los dos es más real.

Así están las cosas mientras le escribo. Mañana, el señor Neville se volverá a encontrar, esta vez a solas, con el señor Ramanujan. Esperábamos haberlo visto antes, pero hace dos días recibimos el recado de que se había visto obligado a hacer un viaje repentino a su casa, en compañía de su madre. Tengo entendido que está previsto que regrese a Madrás esta noche.

Siento no poder adelantarle noticias más concluyentes. Pero puede estar segura (y dígale, por favor, a su hermano que él también) de que, tan pronto hayamos obtenido una respuesta definitiva por parte del señor Ramanujan, se lo comunicaremos por cable.

El señor Neville le envía sus más cariñosos saludos, y me ruega que le transmita al señor Hardy su gratitud por haberle asignado el papel de «emisario». Asimismo, ambos le enviamos nuestros mejores deseos a su madre y esperamos que ya se encuentre mejor. Por mi parte, querida señorita Hardy, sólo decirle que sigo siendo

su fiel amiga
,

Alice Neville

20 de enero de 1914

Hotel Connemara

Madrás

Querido Hardy
:

Le escribo con prisas porque debo salir en breve hacia el rectorado. Sé que mi esposa se ha puesto en contacto con su hermana. Ella es la escritora, así que dejo en sus manos los detalles. Lo importante es que ya he revisado los cuadernos, y su contenido es realmente extraordinario. Las teorías que no son originales son un reflejo de algunas de las ideas más fructíferas y, me atrevería a decir, más subversivas ya desarrolladas en el continente. Por otro lado, comete un montón de errores. Si decide irse, intentaré explicarle a Dewsbury, el secretario de aquí, que, debido a su falta de formación y demás, aún no ha desarrollado la capacidad de detectar el peligro o evitar determinadas falacias, pero que, siguiendo el método adecuado en Cambridge, se convertirá sin duda en uno de los grandes nombres de la historia de las matemáticas, en un motivo de orgullo para la universidad y para Madrás, etc., etc. Y así tal vez consigamos que aporten el dinero de una beca.

Una cosa que seguramente le interesará: cuando le pregunté qué libros habían sido importantes para él en la formación de sus ideas, no se le ocurrió otra cosa que mencionarme la Sinopsis de las matemáticas puras de Carr. ¿Le resulta familiar ese viejo tomo tan pesado y tan aburrido? Si eso es lo único que ha leído, ¡no es de extrañar que no sepa cómo hacer una demostración!

Y por último, una pregunta: una de sus muchas preocupaciones sobre lo de trasladarse a Cambridge es si se le obligará a pasar algún examen. Le he dicho que se lo preguntaría a usted para asegurarme de que no; aunque estoy seguro de que, con un poco de entrenamiento, pasaría el tripos sin ningún problema. ¡Imagínese que hubiese sido senior wrangler en esa época!

Recuerdos a su hermana, a quien mi esposa le ha cogido un cariño exagerado.

Siempre suyo
,

E. H. Neville

8

—El maldito
tripos
otra vez —dice Hardy, dejando caer la carta de Neville.

Gertrude levanta la vista de su labor de calceta.

—No sé por qué me imaginaba que sería lo primero con lo que te toparías —dice—. Pero, bueno, ¿tiene que pasarlo?

—Pues claro que no. Pero es una pena que pierda el tiempo preocupándose de él siquiera.

—Entonces lo único que necesitas es escribirle a Neville y pedirle que le diga a Ramanujan que no tiene que hacerlo.

—Pero es que ya ni tendría que haber salido a relucir, para empezar. Neville debería haberle respondido tajantemente que no le haría falta hacerlo.

—Puede que no lo supiera. O puede que no quisiera darle una respuesta equivocada.

—Entonces debería haberme mandado un cable. Yo creo que lo ha hecho aposta. Ya sabes que fue segundo
wrangler
el último año que lo hubo. Seguro que quiere picarme.

Gertrude reanuda su labor. Es una tarde fría de finales de enero. En este momento están sentados mesa por medio en la cocina de ese piso bastante destartalado de St. George's Square, en Pimlico, que han alquilado juntos. Hardy se queda en él cuando tiene algún asunto pendiente con la Sociedad Matemática de Londres, y a veces se lo presta a los amigos. Gertrude usa el piso para escaparse de vez en cuando de los requerimientos de su madre, que está entrando en la vejez. En algunas ocasiones pasan el fin de semana juntos en Londres, como ahora mismo, sólo que el mal tiempo les ha desanimado de salir al teatro o al Museo Británico. En vez de eso, se han pasado el día mirando por la ventana el aguanieve que cae del cielo, y leyendo periódicos y cartas, incluidas las dos de Eric y Alice Neville. Cosa que, si han de ser sinceros, les resulta mucho más divertida que el Museo Británico.

—No te cae muy bien Neville, ¿verdad? —le pregunta Gertrude tras una pausa.

—No es que no me caiga bien —dice Hardy—. Lo que pasa es que no me parece muy… distinguido.

Ella se lleva la punta de una de las agujas a la boca.

—Pues por lo visto él y Alice han hecho buenas migas con el indio —dice.

—Sí, ya, esperemos que no tan buenas que acaben diciéndole que se quede en su casita para evitar una crisis espiritual.

—Ah, por cierto, ¿qué te parece la historia de Namagiri?

—Que está diciendo lo que tiene que decir. Para complacer a su madre. Y a los sacerdotes.

—¿Pero en el hinduismo hay sacerdotes?

—Algo parecido.

—La descripción que hace Alice de él es realmente chocante. «Robusto», dice. No creo que haya visto a un indio gordo en mi vida.

—A mí me trae sin cuidado la pinta que tenga.

—Ya me imagino.

—En cualquier caso, tú sí que has hecho buenas migas con Alice Neville, ¿no? ¿O de qué va la cosa?

—Como dirían mis estudiantes, está colada por mí.

—¿Me estás hablando de lujuria?

—¡Harold, por Dios! El sexo no tiene nada que ver. Está sencillamente… enamorada de mi inteligencia.

—¿Y qué pasa con la Israel esa, o como se llame?

—Israfel. No es mala del todo. Buenas descripciones de la India —vuelve a llevarse la aguja de calcetar a la boca—, lastradas por un amaneramiento un poco excesivo. Por ejemplo, la manía que tiene de compararlo todo con Chopin.

—¿Cómo que con Chopin?

—Sí, este templo es como Chopin, el Taj Mahal es como Chopin… Bastante raro, la verdad, hablando de la India.

—Bueno, tal como a la señora Neville le cuesta tanto señalar —dice Hardy—, yo no sabría qué decir de Chopin, siendo como soy un ignorante musical. ¡Ay, qué tiempo más asqueroso!

Recorre la escasa distancia que le separa del cuarto de estar, que está poco amueblado y muy frío. En el exterior de la ventana empañada, los árboles de St. George's Square parecen sombríos con la luz invernal. Pasan automotores y carruajes, y los hombres protegen a las mujeres con sus paraguas mientras entran corriendo en los portales.

Al poco rato regresa a la cocina y ve que Gertrude ni se ha movido. Hay una taza de té medio vacía sobre la mesa, al lado de los periódicos. Acurrucada en su sillón con su calceta, ronca un poco. Tiene un aspecto felino y satisfecho.

Se sienta frente a ella. En casa de sus padres vivían prácticamente en la cocina. A fin de cuentas, él y su hermana son animales de cocina, y seguramente ésa fue la razón de que se decidieran por este piso, que tiene un cuarto de estar diminuto y unos dormitorios aún más diminutos, pero una cocina en la que cabe perfectamente una mesa. Así que se vienen a Londres una o dos semanas al mes; se vienen a Londres para poder sentarse en una cocina… Hardy lleva una vida muy agitada en Cambridge, llena de amigos y alumnos y comidas y reuniones. Para él, estos fines de semana son como un respiro. Para Gertrude también, se imagina, pero no de sus actividades, sino de su aburrimiento. Tampoco es que desprecie St. Catherine's. Ha heredado su afán pedagógico de sus padres. De todos modos, sabe que la exaspera tener que vivir de enseñar a dibujar y a moldear arcilla a las jovencitas. Esas tareas difícilmente pueden satisfacer a una mujer tan inteligente, o eso piensa Hardy algunas veces, con cierto desapego, durante sus paseos matinales por los terrenos de Trinity.

¿Y qué otra cosa podría hacer? Desde pequeña tuvo facilidad para las matemáticas, aunque nunca se molestó en cultivarla. Una vez descubrió una novela que había escrito hasta la mitad en un cajón de la casa de sus padres. Leyó las primeras páginas y le parecieron bastante buenas, pero luego, cuando le dijo que se la había encontrado por casualidad y le dio algunos consejos que creyó útiles, se puso colorada, rasgó el manuscrito con las manos, y se metió en su dormitorio. Desde entonces no se ha vuelto a hablar (ni a saber nada) de la novela.

Antes de verla coquetear con Littlewood, se preguntaba si sería una seguidora de Safo. ¿Cómo explicar, si no, que no haya conseguido casarse? Cierto es que, exiliada como está en un enclave rural de féminas, tiene pocas oportunidades de conocer hombres. Pero, al mismo tiempo, podría dedicarse a la enseñanza en cualquier parte. Y además en Bramley también hay algunos. En St. Catherine's hay maestros, y otro montón de ellos en Cranleigh, de la que St. Catherine's es la escuela gemela. Y puede que un par de esos hombres hasta sean normales.

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