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Authors: David Leavitt

El contable hindú (53 page)

BOOK: El contable hindú
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—No es el fin del mundo —dice, casi de un modo automático—. Ya encontrarás otro trabajo.

—Pues claro.

—Es por culpa de tu pacifismo —añade, en un tono con cierto matiz acusatorio que no logra reprimir del todo.

—¿Qué insinúas? ¿Que tenía que haber mentido?

—Es lo de la botella medio llena y la botella medio vacía.

—No me puedo creer lo que estás diciendo. Pensaba que creías en las mismas cosas que yo. Esperaba que por lo menos me consolaras un poco.

—Podrías haber armado menos ruido. No pasa nada por ser discreto. Mira a Hardy. —Y se incorpora. El veneno que está destilando la excita y a la vez la espanta. No quiere decir esas cosas, quiere ponerse de rodillas otra vez, acariciarle la cara, prometerle que todo irá bien… Pero nada va a ir bien. ¡Y qué libre le hace sentirse esta rabia!

—¡No sé por qué nos preocupamos tanto! Si últimamente nunca estás aquí.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que prácticamente vives en Londres, ¿no? Cualquiera diría que te alegrarías de que te echaran de aquí.

—Ésta sigue siendo mi casa.

Eric se levanta y se le acerca. Ella no retrocede. Ahora ya está más tranquila. Se da cuenta de que un trauma no es realmente una emoción: es lo que se produce cuando chocan dos emociones, el miedo invadiendo la complacencia o la pena cotidianas. Y cuando fuerzas opuestas se entrechocan de esa manera…, pues surge esa corriente, sacudiendo al cuerpo desde sus cimientos, y desbordando luego hacia fuera, dejando a su paso un entumecimiento y un hormigueo. Y en ese aletargamiento se abren las posibilidades. Podrías huir. Podrías imponer un castigo. Podrías ceder.

—Estaba pensando una cosa —dice Eric—. Podría arreglarlo todo.

—¿Qué?

—Podríamos mudarnos a Londres. En verano. Vivir allí hasta que…, bueno, hasta que decida en qué trabajar. —Trata de cogerle la barbilla entre las manos, pero ella se aparta—. Estaría muy bien, Alice. Tú podrías seguir con tu trabajo. Y no tendrías que quedarte en el piso de Hardy. Tendríamos nuestra propia casa.

Al principio le gustaría reírse: de su ignorancia, de su ingenuidad. ¿Es posible que, después de todo este tiempo, aún no se haya dado cuenta? ¿O le está tomando el pelo e intenta inspirarle lástima haciéndose pasar por un niño?

A lo mejor debería decírselo, lo que nunca se ha atrevido a decirle antes: «De quien quiero alejarme es de ti…» Pero algo se lo impide.

Sus ojos. Se queda mirándolos. No, no está fingiendo nada. Es realmente inocente; no sólo no sabe nada de deslealtad, tampoco de psicología. La ama, y quiere que ella esté con él, y hacerla feliz, y ser fiel a sus ideales, y quedarse en Trinity… Lo quiere todo, cosas que no encajan entre sí. Sólo que no lo entiende. Y, de alguna manera, esa mirada, la simplicidad de sus anhelos y sus penas, aplacan su rabia. No puede seguir haciéndole daño. Por lo menos mientras él no comprenda la fuente de su propio dolor.

Se relaja un poco.

—Tienes razón —dice—. Nos mudaremos a Londres. ¿Pero tenemos suficiente dinero para vivir?

—Está lo que me dejó el abuelo. Y mi hermano me ayudará. Puede buscarnos algún sitio cerca de él, en High Barnet.

—No, no quiero vivir en High Barnet. Tiene que ser algo más céntrico. Bloomsbury, por ejemplo.

—Como quieras.

—Y lo que no podamos meter en el piso, se lo dejaremos a mis padres hasta que nos instalemos definitivamente en otra parte.

—Sí, claro.

—Y ya verán, Eric. A lo mejor hasta puedes irte a Oxford. Se iban a quedar con la boca abierta.

—Dudo que consiga trabajo en Oxford.

—Bueno, pues entonces en cualquier sitio. —Le acaricia la cara. Él se echa a llorar otra vez.

—Cariño…

—¿Por qué no tenemos un niño? —dice ella.

—Sí, vamos a tener un niño.

Se besan. Y, así de fácil, ¡él ya es feliz! Mucho más fácil que hacer a Ramanujan, o a Gertrude, o a Littlewood, felices. Y si al menos puede hacer feliz a una persona, eso ya es algo, ¿no? Algo de lo que sentirse orgullosa. Así que se libera de su abrazo y se deja caer en la poltrona.

Octava parte
El rayo tira un árbol
1

Mahalanobis se acerca hasta las habitaciones de Hardy para decirle que Ramanujan se ha puesto enfermo. Está en un sanatorio donde atienden al personal de Trinity, en Thompson's Lane.

—¡En un sanatorio! —dice Hardy—. ¿Pero por qué?

—Estuvimos con él anoche —responde Mahalanobis—. Ananda Rao y yo. Nos había invitado a cenar. Estábamos comiendo
rasam
y debatiendo sobre la obra de Oliver Lodge.

—¿Oliver Lodge?

—Y en medio de la conversación el pobre Ramanujan se desmayó con un tremendo dolor de estómago.

—¿Por qué no me avisaron?

—Se empeñó en que no le molestáramos. Fuimos a buscar al portero, y el portero fue a buscar al médico. Y el médico dijo que había que internarlo en el sanatorio.

—Pero si yo lo vi ayer por la mañana y parecía que estaba bien.

—Yo tengo la sensación —dice Mahalanobis— de que ya lleva cierto tiempo ocultando la gravedad de sus síntomas.

Hardy se pone el abrigo, y van andando juntos hasta el sanatorio. Acaba de empezar la primavera, y es esa época en la que uno prefiere ir por la acera soleada de la calle a ir por la sombría. Cuando a pesar del frío (aún cuelgan cristales de hielo de las marquesinas) se siente un calor incipiente en la cabeza. Ramanujan en el hospital… Aunque no va a decírselo a Mahalanobis, Hardy se siente tan molesto como alarmado. O Dios ha decidido contrariarlo otra vez, o Ramanujan está comportándose con auténtica malicia, como hizo la noche en que abandonó su propia fiesta y se fue a Oxford. Porque se las ha arreglado para ponerse enfermo no sólo al comienzo de la primavera, sino también mientras ultiman su importante ensayo sobre la función de las particiones; y eso es algo que Hardy nunca se permitiría a sí mismo. Incluso si cayera enfermo, eso no iba a impedirle seguir trabajando. Continuaría haciéndolo.

No, no. Eso no tiene ningún sentido. Un hombre no puede evitar lo que le pase a su estómago. No se puede pretender que ignore el dolor. Además, si lo conoce bien, Ramanujan debe de estar trabajando incluso ahora, escribiendo fórmulas en su cama.

Cuando llegan a la clínica, una enfermera jefe con una rígida cofia muy elaborada les lleva hasta la habitación de Ramanujan. A pesar de que se trata de una habitación pensada para dos pacientes, está solo. El mobiliario consiste en dos camas de hierro, dos mesillas, dos sillas y un armario. Las paredes de cal no tienen cuadros, sólo una ventana que da al Cam. El olor a Dettol impregna el aire.

Ramanujan está echado en la cama que queda más cerca de la ventana, contemplando el río con pálida indiferencia.

Nada de bloc ni de lápiz.

—Ramanujan —dice Hardy, y él se vuelve y esboza una sonrisa.

Hardy acerca una silla y se sienta junto a él. Tiene un aspecto alarmante. A lo mejor es la luz deslumbrante del hospital la que deja ver una piel macilenta y una delgadez que la iluminación crepuscular de Trinity disimulaba. ¿O será que cualquiera parecería enfermo con esa luz? ¿Incluso Hardy? Le gustaría que hubiera un espejo en la habitación.

—Me he enterado de que se ha puesto enfermo —dice. Los labios de Ramanujan, cuando habla, están secos.

—Me dolía el estómago —dice—. Puede que fuera una cuajada que tomé.

—¿Dónde le duele exactamente?

—Aquí. En el lado derecho.

—¿Es un dolor agudo o un dolor sordo?

—No es un dolor continuo. Parece que me encuentro bien, y entonces tengo como… pinchazos, por decirlo así.

—¿Y ya le ha visto el médico?

—El doctor Wingate se pasará por aquí a última hora de la mañana —dice la enfermera jefe, que está vertiendo agua de una jarra en una palangana— Y examinará al paciente.

—Ya.

—El problema es que no quiere desayunar.

—El señor Ramanujan es hindú. Lleva una dieta muy estricta.

—Sólo eran unas gachas.

—No tengo apetito, gracias —dice Ramanujan, echándole una mirada furiosa a Mahalanobis, que aparta la vista. ¿Está enfadado, se pregunta Hardy, porque Mahalanobis ha desobedecido sus instrucciones y le ha contado a Hardy que estaba en la clínica?

—¿Me has traído el libro?

—Te lo traigo esta tarde —responde Mahalanobis.

—¿Qué libro? Yo también puedo traerle libros —dice Hardy.

—Da igual.

—Te prometo que…

—Da igual.

Mahalanobis aparta la mirada. Y ahora Hardy lo comprende todo, o eso cree: Ramanujan no debe de querer que Hardy se entere de cuál es el libro en cuestión. Quizá sea una novelucha. ¿O algo de Oliver Lodge?

Entonces entra el médico, dándose muchos aires, irrumpiendo en la habitación cuando, en opinión de Hardy, un médico debería entrar con delicadeza, igual que un conferenciante debería hablar en el tono más neutro posible. Como un personaje de una obra de Shakespeare, hace su entrada por la parte izquierda del escenario, con un bloc de notas en la mano, y seguido por una comitiva de ayudantes y una enfermera. Debe de andar por los cincuenta y pocos, y tiene los ojos en forma de uva pasa, y picaduras de viruela en las mejillas.

—¡Hola, qué tal! —dice, y la enfermera le hace una seña a Hardy para que se levante de su silla—. A ver, señor, ¿cómo se llama usted?

—Ramanujan —dice Ramanujan.

—No voy a tratar de repetirlo. ¿Pero cuál es el problema?

—Le duele el estómago, doctor.

—¿Por qué no deja que me lo cuente él? —El doctor Wingate le pone la mano en la frente a Ramanujan—. ¿Tiene fiebre?

—Esta mañana no, doctor. Anoche, treinta y siete y medio.

—¿Y dónde le duele exactamente? ¿Habla usted inglés?

—Sí. —Ramanujan señala el lado derecho de su abdomen.

—Ya. ¿Puedo? —El doctor alarga la mano y flexiona los dedos—. No le voy a apretar muy fuerte. Sólo dígame cuándo siente dolor. ¿Aquí? ¿Aquí? —Ramanujan menea la cabeza—. ¿Qué quiere decir eso?

—Le duele de vez en cuando —dice Hardy.

—¿Aquí?

Ramanujan hace una mueca de dolor y pega un grito.

—Ése es el punto crítico —dice triunfante el doctor Wingate, y anota algo en su bloc—. ¿Y qué le ha traído a Trinity, joven? ¿Qué está estudiando?

—Matemáticas.

—¡Qué interesante! Una vez tuve un paciente que era matemático. Y cuando yo le dije: «Señor, tiene usted un sentido del humor sin par», me contestó: «¿Qué quiere decir sin par? ¿3, 5, 7?»

Ramanujan se queda mirando por la ventana.

—Y cuando al mismo caballero le dije: «Aunque ya se encuentre mejor, debe tomarse su medicina a la par que los demás», me contestó: «¿Qué quiere decir con a la par…?»

—¿Cuándo me podré marchar?

—De momento no.

—Pero mi trabajo…

—No está usted en condiciones de trabajar. Fiebre intermitente, y un intenso dolor sin diagnosticar. —El doctor Wingate pone el bloc bajo el brazo—. No, tendrá que quedarse donde podamos vigilarlo, por lo menos hasta que consigamos averiguar lo que le pasa. ¿Quién es usted, por cierto? —dice, dirigiéndose a Hardy.

—G. H. Hardy.

—¿Y cuál es su relación con el paciente?

Hardy se atranca. Nadie le ha hecho esa pregunta antes. ¿Y cómo se supone que debe describir su relación con Ramanujan?

—El señor Hardy es un catedrático de Trinity —dice Mahalanobis—. El señor Ramanujan es discípulo suyo.

—Entiendo. ¿Podría hablar un momento con usted? —y le hace una seña a Hardy para que salga con él al pasillo—. No se lo comente a nadie —le dice en voz baja—, pero apostaría diez a uno a que tiene una úlcera gástrica. ¿Ha estado muy agobiado últimamente?

—No sé… Ha estado trabajando mucho. Pero no más de lo habitual.

—¿Preocupaciones por culpa de la guerra? ¿Problemas familiares?

—Que yo sepa no… No ha comentado nada.

—Bueno, lo tendremos en observación. Si es una úlcera gástrica, necesitará hacer una dieta especial.

—Ya hace una dieta especial. Se prepara toda su comida. Es vegetariano estricto.

—Tal vez ése sea el problema. No es que se puedan conseguir muchas verduras frescas últimamente. —El doctor Wingate alarga la mano—. Así que catedrático de matemáticas, ¿eh? Menudo hueso, las matemáticas… A mi hermano se le daban mejor que a mí, fue
senior optime
en… 1918, creo.

—Sí, recuerdo a un Wingate.

—¿De veras? Ahora está en el Ministerio del Interior. Bueno, que tenga un buen día, señor Hardy.

—Lo mismo le digo.

Entonces el médico, seguido por su comitiva, abandona el escenario por la derecha. Hardy vuelve a la habitación de Ramanujan. La enfermera está trajinando con una jarra y una palangana de esmalte blanco. Mahalanobis, que se encuentra ahora en la silla que hay junto a la cama, se levanta de golpe en cuanto ve a Hardy.

—Tranquilo —dice Hardy—. Quédese donde está.

—No, por favor —dice Mahalanobis, ofreciéndole asiento con la solicitud de un camarero.

—Es que no quiero sentarme.

—¿Qué le ha dicho el médico? —pregunta Ramanujan.

—Cree que padece usted una úlcera gástrica.

—¿Y eso qué significa?

—No lo sé exactamente. Sólo sé que las produce la tensión. Así que tiene que relajarse.

—Seguramente es algo que comiste —dice Mahalanobis—. O que no comiste…

—La cuajada, supongo.

—¡Tienes que cuidarte más, Jam! Hay que andarse con mucho ojo con la cuajada.

—No he tenido tiempo de preocuparme de la comida. He estado muy ocupado.

Hardy mira el reloj.

—Bueno, debo irme —dice—. Tengo que dar una clase. Mahalanobis, ¿viene usted conmigo o se queda?

—Yo también debo irme —dice Mahalanobis—. Pero volveré esta tarde.

Ramanujan no dice nada. Se limita a reposar la cabeza en la almohada y a volverse una vez más para mirar el río. Y Hardy se pregunta: desde su punto de partida, desde el pial al atardecer, ¿podría haber llegado más lejos?

2

—No sabía que a Ramanujan le interesara Oliver Lodge —le dice Hardy a Mahalanobis mientras cruzan Bridge Street.

—Pues sí —dice Mahalanobis—. Nos interesa a todos.

—Imagino que su trabajo con las ondas de radio.

—No, nos interesan sus escritos sobre los fenómenos psíquicos. ¿Sabe usted que el señor Lodge es presidente de la Sociedad para la Investigación Psíquica?

—Eso me han dicho.

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