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Authors: David Leavitt

El contable hindú (67 page)

BOOK: El contable hindú
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¡Cómo se acelera la historia a medida que se aproxima el final! ¿Se han fijado en que los primeros días de las vacaciones transcurren mucho más despacio que los últimos? Pues esa sensación teníamos en el otoño de 1918. Cierto es que algunos empecinados seguían cavilando y murmurando sobre un plan alemán para sacar un arma secreta, una monstruosidad tan poderosa que nadie podía siquiera imaginarse su potencial destructivo. Sin embargo los alemanes se replegaron. Austria envió un mensaje de paz a Woodrow Wilson, Ludendorff dimitió, y se acabó todo. Yo estaba en Cambridge en ese momento. Me acuerdo de escuchar desde mis habitaciones un bramido distante en el que me parecía que no tenía derecho a participar, no sólo porque me había opuesto a la guerra desde el principio, sino también porque no me apetecía mucho ponerme a bramar. Un fuego horroroso se había apagado por fin, un río de sangre al fin se había detenido. ¿Hay que festejar tanto esas cosas? No creo. Así que me quedé en mis aposentos, y a medianoche, cuando me acosté, caí en un sueño tan profundo que me pareció que sólo duraba unos minutos. Al despertar, el sol entraba a través de las cortinas, eran las diez de la mañana, y por primera vez en cuatro años no me sentí cansado.

Esa tarde vino a verme la señorita Chern. Se había enterado del nombramiento de Ramanujan, y se preguntaba cuál sería la mejor forma de felicitarle. Le ofrecí un té y me enseñó su álbum de recortes de periódico, casi todos recopilados en América, donde había pasado la mayor parte de su infancia. Había un artículo del New York Times (uno antiguo que le había dado su padre) en el que una amiga de Philippa Fawcett aportaba un relato personal de su victoria en el
tripos
. Otro del New York Times (transmitido por el radiotelégrafo transatlántico de Marconi) anunciaba la llegada de Ramanujan a Cambridge en 1914, e incluía una entrevista conmigo que yo no recordaba haber concedido. Otros dos (del Washington Post y del Christian Science Monitor) también anunciaban la llegada de Ramanujan a Inglaterra, pero lo curioso de estos artículos era que daban menos importancia a su trabajo sobre la teoría de los números que a su habilidad para realizar cálculos a la velocidad del rayo. El primero de ellos lo comparaba con un muchacho tamil llamado Arumogan, de quien yo nunca había oído hablar, y que había sido el tema de una reunión especialmente convocada por la Real Sociedad Asiática. «Multiplicar 45.989 por 864.726», empezaba el segundo.

Bueno, ese problema no habría anonadado a S. Ramanujan, un joven hindú que el año pasado dejó la India e ingresó en la Universidad de Cambridge. Sólo le llevaría unos segundos multiplicar 45.989 por 864.726. Y en menos tiempo aún podría sumar 8.396.497.713.826 y 96.268.393. En el tiempo que le llevaría a un alumno corriente dividir 31.021 entre 12, Ramanujan podría hallar la raíz quinta de 69.343.957, o proporcionar la respuesta adecuada al siguiente problema: ¿Cuánto pesa el agua de una habitación inundada hasta una altura de 2 pies, si la habitación mide 18 pies con 9 pulgadas por 13 pies con 4 pulgadas, y el pie cúbico de agua pesa 62 libras y media?

Este artículo concluía comparando a Ramanujan con un «niño calculadora» americano conocido como «El Fabuloso Griffit».

—¿Ramanujan podría realizar de verdad esos cálculos? —me preguntó la señorita Chern, y yo me eché a reír. No me parecía muy probable; o, mejor dicho, no me parecía que tuviera ninguna relevancia. Y me pregunté, como tantas otras veces, si así sería como acabaría siendo recordado mi amigo: no como un genio de primera fila, sino como una atracción de barraca de feria, el monstruo a quien miembros del público le lanzarían números para que los engullera como peces, sólo por ver si escupía las sumas sin tener que recurrir al lápiz y al papel.

Yo no solía acercarme mucho a Londres. De todas formas, nos escribíamos como mínimo un par de veces a la semana. Aparentemente a Ramanujan le había dado otro de aquellos ataques de productividad que interrumpían su abulia, y estaba trabajando en un montón de cosas a la vez: las particiones, el Problema de Waring para las cuartas potencias, las funciones theta. Una vez más sacó a relucir la posibilidad de regresar a la India (como la guerra había terminado, ya no se corría ningún riesgo —al menos ningún riesgo material— cruzando el océano), y con su permiso escribí a Madrás en su nombre. Bajo mi punto de vista, no había ninguna razón para que se quedara si deseaba irse. Su cargo no requería que residiera en Trinity, ni tampoco lo vinculaba a ninguna obligación en concreto. Y a pesar de que él seguía calificando su viaje inminente de «visita», creo que yo sabía incluso entonces que se iba a morir.

Ganó un poco de peso. La fiebre, decía, había dejado de ser irregular. Ya no sufría dolores reumáticos. Tal vez por esa razón, en noviembre dejó Fitzroy House y se trasladó a una casa de reposo llamada Colinette House, en Putney. Era un sitio mucho más modesto (y barato) que Fitzroy: un robusto edificio de ladrillo con ocho dormitorios, completamente separado pero indistinguible de la mayoría que se alineaban en Colinette Road hasta que entrabas en él y veías el despliegue de aparatos médicos que se amontonaban en la sala de estar. Una escalera impresionante llevaba hasta el primer piso y a la habitación de Ramanujan, que tenía un ventanal saledizo y daba al jardín delantero. Los techos eran altos y las molduras recargadas. En la época de su estancia, sólo había otros dos residentes aparte de él: uno era un coronel retirado cuya demencia le hacía creer que seguía en Mangalore, y la otra una viuda mayor, la señora Featherstonehaugh, que le cogió mucho cariño a Ramanujan, y le hacía reír cuando explicaba que su nombre se pronunciaba «Fanshawe».

Como podía llegar allí enseguida desde Pimlico, le hice más visitas a Ramanujan en Colinette House que en Fitzroy Square. Normalmente cogía un taxi. Su salud se había estabilizado por aquel entonces, sólo que en una invariable rutina enfermiza; igual que había sucedido durante sus meses de estancia en Thompson's Lane, las noches febriles dejaban paso a apacibles días de cansancio. Y, sin embargo, estaba menos irascible e intolerante de lo que había estado en Matlock. Todas las mañanas tomaba huevos en el desayuno, y cuando una mañana le interrumpí en mitad de esa comida (había ido a ayudarle a repasar ciertos detalles financieros), levantó la vista del plato y meneó la cabeza igual que antes, como diciendo: «Sí, me he rendido. Qué más da ya todo. Qué más dan los huevos.»

Luego su salud, con la llegada del frío, empezó a flaquear. Aunque por lo menos le permitían hacer fuego en la chimenea. Cuando llegué una mañana de enero, me sorprendió encontrarlo todavía en la cama. Me saludó con la mano, y me dijo que había recibido una carta de la Universidad de Madrás (la misma universidad que en su día le había dado con la puerta en las narices), en la que le ofrecían un salario de 250 libras al año a su regreso a la India (eso además de la misma cantidad que le pagaría Trinity).

—Pero, Ramanujan, ¡qué maravilla! —le dije, mientras me quitaba el abrigo y me sentaba—. Quinientas libras al año deben de ser una auténtica fortuna en la India. Se va a hacer rico.

—Sí, ése es el problema —me contestó.

—¿Pero por qué?

—No sé qué voy a hacer con tanto dinero. Es demasiado.

—Tampoco tiene que gastárselo todo en usted. Quizá tenga hijos. Y lo que le sobre se lo puede dar a la beneficencia.

—Sí, eso es precisamente lo que estaba pensando —dijo—. Oiga, Hardy, ¿le importaría escribir una carta en mi nombre? Me siento demasiado débil como para coger un lápiz.

—En absoluto. —Cogí papel y lápiz del escritorio—. ¿A quién va dirigida la carta?

—A Dewsbury, el registrador de Madrás.

—Ramanujan, no irá usted a…

—Por favor, escríbala…

—Pero sería usted tonto si les pide que bajen la oferta…

—Por favor, haga lo que le digo.

Solté un suspiro, lo bastante fuerte, supuse, como para mostrar mi desaprobación. Luego dije:

—Está bien. —Y cogí un lápiz—. Estoy listo. Vamos allá.

—Querido señor Dewsbury —me dictó—, por la presente acuso recibo de su carta del 9 de diciembre de 1918, y acepto gustoso la generosa ayuda que la Universidad me ofrece.

—Muy bien —dije.

—Pienso, sin embargo, que tras mi regreso a la India, que espero se produzca tan pronto se puedan hacer los preparativos necesarios, la suma total de dinero que se me asignará será mucho mayor que la que realmente necesito. Confío en que, una vez se hayan pagado mis gastos en Inglaterra, se les paguen 50 libras al año a mis padres, y que el dinero sobrante, una vez cubiertas mis necesidades básicas, se destine a algún fin educativo, en especial a la reducción de los gastos escolares de los huérfanos y los niños pobres y a abastecer de libros las escuelas.

—Muy generoso de su parte, ¿pero no le gustaría controlar cómo se distribuye el dinero?

—Sin duda se podrá llegar a un acuerdo sobre eso a mi vuelta. Siento mucho no haber sido capaz, al no haber estado bien, de dedicarme tanto a las matemáticas estos dos últimos años como los anteriores. Espero poder dedicarme más dentro de poco, y desde luego haré todo lo posible por merecerme la ayuda que me han prestado. Le ruego, señor, que me siga considerando su seguro servidor, etcétera, etcétera.

—Etcétera, etcétera —repetí, pasándole la carta para que la firmara—. ¿Está usted seguro de lo que hace? —le pregunté, metiéndola en el sobre.

—Sí, estoy seguro.

Evidentemente estaba decidido a que el dinero no cayera en manos de sus padres.

Supongo que ahora también puedo contar la famosa anécdota. No es que me guste mucho contarla últimamente. Se ha contado muchas veces, y es como si ya no me perteneciera.

Cualquier especulación, matemática o de otro tipo, sobre lo que podría esconderse tras la respuesta de Ramanujan la dejo a su imaginación.

Había ido a verle a Putney. Creo que debió de ser en febrero, más o menos un mes antes de que cogiera el barco que lo llevaría a casa. Y no debía de encontrarse muy bien, porque tenía las cortinas cerradas, y sólo las cerraba los días malos.

Estaba en la cama, y yo me senté en la silla que había al lado. No decía nada, y yo tampoco tenía nada especial que contarle. No había un motivo concreto para mi visita. De todos modos, sentí la necesidad de romper aquel silencio. Así que dije:

—Hoy he cogido un taxi en Pimlico con el número 1729. Me ha parecido un número bastante aburrido.

Entonces Ramanujan sonrió.

—No, Hardy —dijo—. Es un número muy interesante. Es el número más pequeño que se puede expresar como la suma de dos cubos positivos de dos maneras diferentes.

Compruébenlo matemáticamente si quieren, y verán que tenía razón. 1729 se puede escribir como 123 + 13. Pero también como 103 + 93.

¡Ojalá hubiera estado allí el Christian Science Monitor!

Aquí la historia de Ramanujan deja de ser la mía. De lo que le restaba de vida (poco más de un año) apenas les puedo contar nada, porque vivió esos meses en la India, mientras que yo me quedé en Inglaterra.

Lo que sé lo sé por terceras personas. Parece que, en vez de ponerse mejor a su regreso a la India, como era de esperar, empeoró. Los mandamases de la universidad lo alojaron en un sitio muy lujoso, toda una serie de espléndidas casas en préstamo por un tiempo indeterminado, con una interrupción en el verano, en el que fue trasladado de la ciudad a las orillas del río Cauvery, donde había jugado de pequeño. Luego, de vuelta a Madrás. Ni me imagino lo que Komalatammal, acostumbrada a vivir en una choza con paredes de barro, debió de hacer con la espléndida villa de rajá en la que su hijo vivió los últimos meses de su vida. He visto una fotografía del lugar. La escalinata, con la balaustrada de teca tallada, desciende hasta una amplia sala de estar con molduras también talladas y suelo de granito. Gometra se llama esa villa en las afueras de Chetput, que Ramanujan llamaba «Chetpat», en tamil: «Pronto sucederá.»

Enseguida apareció allí Janaki con su hermano. No les sorprenderá saber que Komalatammal no se alegró en absoluto de verla. Incluso trató de prohibirle la entrada en la casa, pero Ramanujan insistió en que su esposa se quedara con él, y en consideración a su estado de salud, supongo, su madre se reprimió, o al menos fingió haber llegado a un acuerdo con su nuera. (Me imagino los desagradables comentarios que le haría a la muchacha en privado.) Por consiguiente, era una situación cargada de tensión, y Ramanujan debía de percibir la corriente de malestar entre las dos mujeres mientras competían por el codiciado lugar junto a su cama. Sin duda, la preocupación por saber quién se beneficiaría más de su herencia intensificaría esa lucha a la desesperada para ver a cuál de las dos le permitía cuidarlo, cambiarle el pijama empapado en sudor, darle la leche con cuchara.

Ahora ya no había aquellos periodos de mejoría que en Inglaterra jalonaban el largo torpor de su enfermedad. El mapa de su vida tenía su centro en un colchón que descansaba sobre el frío suelo de granito, y del que se levantaba únicamente cuando había que cambiarle las sábanas. Y sin embargo, a pesar del deterioro de su salud, todavía le daban ataques intermitentes de productividad. En uno de ellos se le ocurrió la idea que, imagino, acabará siendo una de las más fructíferas suyas, la de la «falsa función theta». Ése fue el tema de la última carta que me escribió, una carta escrita en la cama, y que trataba enteramente de matemáticas.

Me han contado que, a su regreso, en la India lo recibieron como un héroe, y que la India lloró la noticia de su muerte. Un final grandioso para una historia que empezó tan modestamente, y que con toda probabilidad aún seguiría desarrollándose igual de modestamente de no haber sido por mi intervención.

Si Ramanujan se hubiera quedado en la India (y hubiese sobrevivido) ahora estaría a punto de cumplir cincuenta años. En cambio, se murió a los treinta y tres.

Su muerte se atribuyó a la tuberculosis.

¿Y qué fue de los demás?

Al terminar la guerra, Littlewood se reconcilió con la señora Chase. Y ha nacido otro niño. Supongo que será suyo.

Mi hermana, la querida y entregada Gertrude, continúa formando parte del profesorado de Sr. Catherine's School a día de hoy.

Daisy y Epée han dado origen a varias generaciones de fox terriers.

Los Neville viven en Reading.

La señora Chern es tutora en el Newnham. Russell fue readmitido en Trinity.

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