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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (32 page)

BOOK: El contenido del silencio
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»A esas mujeres prácticamente ni se las veía ni se las oía, pero sí que se las sentía. Se habría dicho que eran hadas que mágicamente pasaban por las habitaciones y las dejaban limpias al toque de una varita. Trabajaban de nueve a doce de la mañana en nuestras habitaciones, y en ese horario estaba tajantemente prohibido acceder a esa zona.

»¿Cómo conseguían ese efecto mágico? ¿Qué cantidad de pasillos, pasadizos, escaleras, túneles, etc., se requerían para que las muchachas de la administración llegaran a la zona de residentes varones sin ser vistas ni oídas? Me las imagino como ratas caminando entre paredes, escondidas, cargando los baldes, los trapos y las escobas para no cruzarse nunca con nosotros, no encuentro otra explicación. Ese tipo de diferencias suelen ser comunes en los grupos sectarios: a los ricos se los capta para que donen su dinero, y a los pobres para que donen su trabajo. Creo que en casa de Heidi también existía un sistema parecido. Por lo visto, gente rica como tu hermana accedía en calidad de estudiante y pagaba cuotas, y la gente que no podía pagar acababa limpiando o trabajando en el huerto.

—No lo sé, la verdad, cuando estuve allí no me dejaron pasar más allá del umbral —repuso Helena—, pero sí es cierto que vi a mucha gente rastrillando en el huerto. Y desde luego, te puedo asegurar que Cordelia había hecho muchas transferencias, pero que muchas, de dinero a Heidi.

—Y algo más que no sabéis —añadió Gabriel—: Cordelia había hecho testamento a favor de Heidi.

—¿Qué?

—Richard me llamó, pero no quería decírtelo aún, Helena. El caso es que, tras lo ocurrido, el testamento puede ser fácilmente invalidado, desde el momento en que se puede probar que hay una más que razonable sospecha de que se escribiera bajo coacción.

—Lo dicho: los ricos aportan el dinero y los pobres el trabajo —dijo Helena—. Probablemente en casa de Heidi existía también un sistema parecido porque allí no había gente ajena a ella, eso seguro, y alguien debía ocuparse de las tareas domésticas, ¿no? No me imagino a Heidi cocinando o haciendo su cama...

—Probablemente, porque todos los grupos sectarios utilizan patrones similares. Y desde luego, utilizan el mismo patrón de control mental para conseguir la sumisión y la obediencia ciega de sus acólitos: controlan la conducta, controlan la información, controlan el pensamiento y controlan la emoción. Es importante que recordéis el sistema: conducta, información, pensamiento, emoción, porque sólo así entenderéis cómo pudieron conseguir que Cordelia y todos los demás siguieran a Heidi hasta la muerte, literalmente hablando. En síntesis, ése es el sistema de cualquier secta, sistema totalitario u orden religiosa.

»Empieza por el control de la conducta. Todas las sectas, todas, controlan qué ropa usan sus fieles, qué comida consumen, cuándo duermen, y qué trabajos, rituales y acciones realizan. Lo mismo ocurre en un sistema dictatorial, cuanto más cerrado sea el sistema, más intervendrá en la vida privada de sus dominados.

»En mi caso, de la noche a la mañana mi vida se convirtió en un papel pautado donde había algo que hacer a todas las horas del día, todos los días de la semana, todos los días del mes, todos los días del año. Sin descanso. Todo estaba reglado: horario de normas en familia, horario de comedor, horario de limpieza de la administración y horario de entrega de ropa para lavar, que aparecía planchada y limpia a los tres días exactos, encima de tu cama, como por arte de magia, como va os he dicho antes. Imposible encontrar siquiera un pliegue para esconderte en aquella corriente inmóvil, imposible respirar a tus anchas cuando vives bajo el yugo del vulgar agobio de la rutina diaria, como una muerte sin rostro, cada día abriéndose no como una posibilidad, sino como una arcada.

»Cada mañana nos levantábamos a las seis y media y nos dábamos una ducha fría porque se suponía que el agua fría templaría nuestro espíritu. A las siete, meditación en absoluto silencio o meditación con un sacerdote; siete y media, misa en una capilla privada que había en el centro, cuyo aspecto poco tenía que ver con el voto de pobreza que presuntamente habíamos hecho. El suelo y las paredes eran de mármol, el techo de madera y pátina de oro, los bancos y reclinatorios de madera noble y tapizados en cuero. Los refulgentes brillos de los cálices, de los sagrarios, de la pátina de oro, la atmósfera cargada del anhídrido carbónico de los fíeles allí apiñados, el aroma de las numerosas velas, y el hecho de que asistieras a esa misa en ayunas, todo te inducía a un estado de trance, de mareo.

A las ocho desayunábamos. Después yo iba a la universidad.

—Al menos salías de la casa, no como Cordelia.

—Pero se trataba de una universidad controlada por La Firma, con profesores de La Firma. Y además, de entre los veinte estudiantes de primer curso de filosofía, seis éramos discípulos. No fue casualidad que mi director espiritual me indujera a estudiar allí. Los discípulos teníamos prohibido hablar con nuestras compañeras mujeres, y cumplíamos ese voto, cada uno convertido en el vigilante del otro. Por las mañanas tenía las clases y, por la tarde, después de comer y de la tertulia, rezábamos el rosario, y me marchaba al centro de investigaciones de historia moderna y contemporánea de la universidad, donde trabajaba como secretario. Firmaba una nómina pero todo lo que ganaba iba directamente al centro en el que vivía porque ya me habían hecho firmar, junto a la rúbrica de otro discípulo al que no conocía, que mi sueldo recibido en el banco se reenviara a la cuenta del centro. Nunca vi un céntimo de mi salario. Después, hacia las siete o las ocho, regresaba al centro. Estaba muy cerca de la universidad, y no tenía problema con el trayecto. Tenía que hacer quince minutos de lectura espiritual y tres minutos de lectura del evangelio. Después hacía la oración de la tarde, otra media hora. A las nueve y media nos sentábamos a cenar. En la cena, al igual que en el almuerzo, se daba por supuesto que teníamos que comer todo lo que había en el plato, nos gustase o no. A las diez teníamos una tertulia con el director, luego nos íbamos al oratorio a hacer examen de conciencia antes de ir a dormir y, a continuación, a la cama. Todos los días eran idénticos. Menos los sábados. Los sábados la rutina variaba ligeramente. En lugar de ir a la universidad, nos encargaban más labores de apostolado. Es decir, debía acudir a un club de niños escolares regido por La Firma y asistir a charlas, meditaciones, confesión y demás, e intentar convencer a algún chico que ya tuviera catorce años para que escribiera la famosa carta de petición de admisión que yo escribí en su momento. Era un verdadero agobio, ya que se suponía que los discípulos debíamos funcionar como captadores, de ahí que fuera importante que tuviéramos buen aspecto y buen apellido. Esto quiere decir que yo no iba al club a hacer de monitor de chicos, sino con la única y explícitamente encomendada misión de conseguir que alguno de los adolescentes que allí iban se sintiera atraído por La Firma. Así pues, tenía que estar dándoles charlas al respecto constantemente, seduciéndoles en nombre del Amor Divino. También se me exhortaba a que en la facultad captara a otros chicos y los imitara a las meditaciones del centro. Algunos domingos teníamos un poco de tiempo libre por la mañana, que aprovechaba para ponerme al día con mis estudios y, por la tarde, si no había emisión de vídeo de recuerdos del fundador, volvía a disponer de unas horas libres (¡mis únicas horas libres a lo largo de toda la semana!), que yo empleaba en seguir estudiando porque durante la semana no sacaba suficiente tiempo para hacerlo. Sin embargo, aunque fuera domingo, a las diez y media nos íbamos a dormir y comenzaba de nuevo el tiempo de silencio.

»El tiempo de silencio, que abarcaba desde que nos íbamos a la cama hasta el día siguiente, después de la misa, se vivía todos los días de la semana, todos los días del mes, del año. No se debía hablar con nadie, a no ser que fuera una cuestión de vida o muerte. En vacaciones de Navidad o Semana Santa íbamos al curso de retiro, en el que debíamos guardar silencio durante una semana, en una casa perdida en medio del campo, y en verano, al curso anual que duraba veinticinco días. En cinco años no volví a pasar unas vacaciones en familia ni supe lo que era ir a la playa con los amigos.

»Lo que quiero que entendáis es que no tenía un minuto libre para mí, ni uno, no tenía siquiera un rato para tumbarme en la cama y mirar al techo, quiero que entendáis que durante los cinco años que estuve allí no hubo un día en el que durmiera más de seis horas y, sí, muchos en los que no dormí ni tres, porque una vez por semana tenía que acostarme en el suelo. Esto quiere decir que viví cinco años agotado física y mentalmente, y que en semejante estado me resultaba muy difícil, no ya rebelarme contra los métodos de La Firma, sino simplemente cuestionarlos.

»Por supuesto, controlaban cómo vestías. Esto también es típico de cualquier sistema de control. Por eso en los colegios y en los ejércitos hay uniformes, y en las órdenes religiosas hábitos, y en la dictadura de Mao Zedong se impuso un tipo de camisa. Uniformizar la indumentaria obliga a que te sientas parte de un todo, a que no te permitas recordar que eres un ser individual, que puedes ser tú mismo al margen del grupo. En La Firma las mujeres no podían usar pantalones hasta hace muy pocos años, y los hombres no pueden llevar vaqueros ni zapatillas deportivas en los actos en la capilla de la comunidad. Un discípulo lleva la típica ropa propia del estilo discípulo, que suelen ser pantalones de pinzas, en absoluto ajustados, camisas lisas o a rayas, mocasines en invierno y náuticos en verano, y las infaltables chaquetas o abrigos azules de lana. Eso sí, siempre eran prendas de marca, pese al presunto compromiso de pobreza, pues La Firma debía dar buena imagen. Pero debías llevar la ropa que te adjudicaban, ya fuera o no de tu gusto o tu estilo. Incluso hubo una época en la que todos usábamos la misma colonia: Atkinsons. ¿Por qué? Porque era la que le gustaba al padre fundador. En caso de que necesitaras, por ejemplo, unos zapatos, tenías que pedir el dinero al secretario y podías ir a comprártelos, eso sí, siempre acompañado de otro discípulo, a poder ser mayor que tú, o del subdirector, cuyo criterio debías respetar. En resumen, un uniforme. Una estética impuesta y aplanadora del gusto o el criterio. Existía un almacén, también llamado por algunos la recuperación, donde se guardaban todo tipo de objetos y prendas. Allí se custodiaban los regalos que los familiares hacían a los discípulos, porque se prohíbe cualquier tipo de regalo (aun del género más pequeño) entre los fíeles de La Firma.

—Ahora que lo pienso... Cordelia también cambió radicalmente su manera de vestir a partir de que empezó a visitar a Heidi. Cambió las camisetas y las minifaldas por unos blusones holgados, siempre oscuros, que parecían una especie de uniforme. Nunca pregunté dónde compraba aquellos trapos horribles.

—Supongo que también se los daban en la casa, como a nosotros. Pero no sólo te decían cómo debías vestir, sino también cómo debías moverte. Se nos decía que debíamos mantener siempre lo que se llamaba el buen tono. No podíamos cruzar los brazos, ni las piernas, ni poner los brazos detrás de la cabeza, ni mantener otra postura que no fuera erguida, ni comer la naranja sin cuchillo y tenedor, ni reír a carcajadas. En poco tiempo, tu forma de ser, tu estilo, lo que te hacía diferente de los demás, había desaparecido. Todos los discípulos vestíamos prácticamente igual, llevábamos el mismo corte de pelo, nos movíamos y hablábamos de manera casi idéntica, como autómatas... Podrías habernos confundido a unos con otros. No nos diferenciaba siquiera el corte de pelo, pues lo llevábamos casi todos corto y engominado, ni el de los ojos, pues teníamos todos un velo de cansancio en la mirada que apagaba el brillo individual...

—Sí, es como cuando ves a miembros del Hare Krishna en los aeropuertos, me sería difícil diferenciarlos a unos de otros.. —comparó Gabriel.

—Exacto. Te juro que desde que dejé La Firma no he vuelto a sentarme con las piernas paralelas nunca más, las cruzo siempre, se ha convertido en un tic.

—Me fijé en ello la primera vez que te vi. Estabas sentado en el hall del hotel con una pierna cruzada sobre la otra..., dabas la impresión de ser un hombre muy seguro de ti mismo —dijo Helena.

—Creo que precisamente por eso La Firma no quería cjue adoptásemos esa postura, no quería que pareciéramos seguros, mucho menos que nos sintiésemos así. Yo, en cualquier caso, no podría haber comprado ropa. Como ya he dicho mi madre pagaba mi manutención y la matrícula de la universidad, y además entregaba mi nómina. Lo del dinero era muy complicado, a cada discípulo se nos exigía un impreso donde debíamos reflejar nuestros ingresos y gastos mensuales. Al final de año se hacía la suma y la diferencia entre ingresos y gastos totales, y se enviaba a la delegación, así que los directores estaban bien al corriente de si cada discípulo le salía o no rentable a La Firma. Te aseguro que si alguno no era rentable, le convencían de que se fuese si no solucionaba el déficit. Pero yo lo era. Muy rentable, porque heredaría. Tenían grandes esperanzas puestas en mí. En cuanto mi madre muriera, tendría un inmenso capital. Pero de eso hablaremos más tarde.

»Nada más llegar al centro me enseñaron a hacer esa cuenta de gastos. Yo ganaba, según mi nómina, sesenta mil pesetas de entonces. Firmaba la nómina pero nunca vi el dinero, iba directamente a la cuenta del centro, que controlaba el secretario. A mí me daban mil pesetas para gastos ordinarios semanales: autobús, objetos de higiene personal, un café... Pero tenía que justificar y anotar cada gasto. Imaginaos la vergüenza que pasaba cuando iba a comprar un cepillo de dientes y tenía que exigir un ticket de compra.

»Había un horario de caja a la semana para gastos ordinarios y extraordinarios. Los viernes, una hora antes de la cena, el secretario abría la caja, caja que se guardaba bajo doble llave, la llave de la caja y la llave del armario en el que se guardaba ésta. Las llaves las custodiaban una el director y otra el secretario, sólo ellos sabían dónde, y no podían llevarlas en el bolsillo, de forma que siempre se requerían dos personas para hacer cualquier movimiento económico.

—Supongo que estaba pensado así para impedir no sólo robos, sino también fugas, ¿no? Nadie se podría marchar de allí sin dinero.

—En parte creo que tienes razón, pero también puede que fuera sólo para que te sintieras controlado, un niño en manos de adultos. Se entregaba dinero para zapatos, dentista...; para libros, nunca. Ese tipo de gastos, que llamábamos extraordinarios, debían ser previamente consultados para que el director diese su visto bueno. En casos así, el secretario te entregaba una cantidad que debías justificar. Una vez realizado el gasto había que dar cuenta del coste de cada cosa y devolver lo que había sobrado. El control del dinero era exhaustivo, se anotaba hasta el último céntimo y había sido previamente aprobado. Y no sólo te controlaban el director y el secretario: lo peor era el control por parte de tus propios compañeros. Se nos animaba a que cada uno nos convirtiésemos en vigilantes de los demás. Para corregir a un compañero debíamos informar previamente al director y, si él aprobaba la queja, comunicarle nuestra crítica al presunto infractor en un aparte, sin nadie delante y sin que él tuviera derecho a réplica porque estaba prohibido que se defendiera, sólo debía callarse y dar las gracias. Las traiciones más mediocres crecían allí como la mala hierba a sus anchas en el interior de una fortaleza que íbamos amurallando entre todos. ¡Qué manera de fomentar el resquemor, los rencores, las envidias solapadas, las delaciones...!

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