—Es curioso: eso es exactamente lo que pensaba Cordelia —dijo Helena.
—Sí, una persona con inquietudes espirituales, como lo era tu amiga, suele pensar así, es lo normal. Quizá las casualidades sean simplemente eso, casualidades, o quizá no. Y, si te paras a pensarlo, resulta una extraña coincidencia que fuera precisamente yo quien os condujo hasta Heidi.
—Y ¿por qué?
—Porque es raro. Estadísticamente, no tan probable. Si fuerais creyentes, diríais que es casi un milagro.
—¿El qué? ¿Qué nos quieres decir?
—Que puedo explicarte perfectamente cómo entró tu hermana a formar parte de esa secta, cómo la captaron, cómo le lavaron el cerebro, por qué perdió la voluntad...
—¿Conociste a Cordelia? ¿Es eso lo que quieres decirnos?
—No, pero estuve en una secta. —Y, tras una pausa en la que ni Gabriel ni Helena acertaron a decir nada, Virgilio añadió—: Y ahora, ¿queréis venir a comer conmigo y os lo cuento?
—Como quizá hayáis supuesto ya, provengo de una más que buena familia. Mi padre falleció cuando yo tenía cinco años. Un tumor. Soy hijo único. Mi madre era, y es, una mujer encantadora pero muy tímida, muy discreta, callada y grave. Mi padre fue su primer amor. Se conocieron muy jóvenes, las familias eran amigas... Con eso quiero deciros que mi madre no tuvo que seducirlo, porque no habría sabido hacerlo. Es una mujer exageradamente tímida. Cualquier interacción le creaba un considerable estrés. Recuerdo, por ejemplo, que si íbamos al mercado y el carnicero la estafaba con el cambio, ella no se quejaba; sencillamente, no volvía a comprar en aquel puesto. No era una madre de perlas y pieles, sino de delantal y cazuelas, de dedal y tijeras, de mecedora y regaños, de termómetro y cuentos, una madre que habría querido tener más niños. Tras enviudar de mi padre, contaba con un par de amigas a las que conocía desde la infancia, pero no volvió a hacer nuevas amistades. Su mundo era yo. Se levantaba, preparaba mi desayuno, me vestía, me acompañaba al colegio, regresaba a casa, hacía la compra, preparaba la comida, hacía las tareas del hogar, me iba a buscar al colegio, se sentaba a mi lado, hacíamos juntos los deberes, preparaba la cena, cenábamos juntos, me bañaba, me acostaba, me leía un cuento y después ella misma se iba a dormir. Como veis, toda su vida giraba en torno a mí. Yo la adoraba y la consideraba la mejor madre del mundo. Estábamos tan unidos que sentía en mi sangre el pulso de la suya. Os cuento esto porque creo que parte de la razón por la que fue fácil captarme es que fui un niño sobreprotegido, aunque lo cierto es que cualquiera puede ser captado. Es verdad que aquellos con carencias afectivas o que no tienen muchas habilidades sociales son más vulnerables, pero el perfil de un acólito no es uniforme excepto por una cosa: si la secta te capta es porque le pareces valioso. A Ea Firma, por ejemplo, le interesaban más los que tenían dinero o lo tendrían en un futuro por ser hijos de familias adineradas; así pues, activaban todos los mecanismos posibles para captarlos como discípulos, como una especie de socios de honor que se entregarían en cuerpo y alma a la institución, y ésta dispondría dónde vivirían, incluso enviándolos a otros países y siempre residiendo en los centros de la secta. Se decía que para ser discípulo había que ser inteligente o aceptablemente pudiente, y yo era ambas cosas. Los que eran más del montón, bien por su condición social, por su educación menos esmerada e incluso por un físico poco agraciado, solían captarse bien como socios agregados, que vivían fuera de los centros pero se mantenían célibes, o bien como socios colaboradores, es decir, que podían casarse y tener hijos pero entregaban el diezmo, el diez por ciento de lo que ganaran, a La Firma. Tu hermana, según tengo entendido, era inteligente y rica...
—Y también vulnerable.
—Y guapa, ¿no?
—Mucho.
—Hay otro aspecto que no solía mencionarse pero del que me di cuenta con el tiempo. Los discípulos, los socios de honor de La Firma, casi nunca eran feos, o si algunos, muy pocos, lo eran, se debía a que merecía la pena captarlos por su patrimonio y no se les exponía mucho cara al público. El atractivo físico contaba, dado que los socios discípulos son el escaparate de La Firma. Hace tiempo que dejé atrás la falsa modestia, y sé que a aquella edad yo era el clásico chico guapo: alto, rubio y atlético... En mi colegio, la instrucción religiosa era aburrida y decepcionante. Se hablaba mucho de tenderle la mano al hermano necesitado, pero el tal hermano necesitado nunca nos fue presentado formalmente. Tampoco se enseñaba doctrina. Yo fuí siempre el mejor de los estudiantes. Gran parte del mérito se lo debo no a mi cabeza, sino al esfuerzo de mi madre, que durante todos y cada uno de los días de mi época escolar hizo los deberes conmigo, aprendiendo a medida que aprendía yo. Y podría decir que fui un niño feliz, o al menos creía serlo.
»Los problemas llegaron con la adolescencia. Mis compañeros empezaron a reírse de mí cuando mi madre venía a buscarme al colegio. Yo me sentía muy avergonzado, pero por otra parte no me atrevía a enfrentarme a ella por miedo a herirla. Mis excelentes notas, que hasta entonces habían sido motivo de orgullo, me convirtieron en el blanco de las burlas y los desaires de muchos. Yo era el empollón, el rarito, el serio... los otros chicos no confiaban en mí. Hasta entonces había tenido amigos o había creído tenerlos, pero cuando empezaron a formarse las típicas pandillas de adolescentes, de alguna forma me sentí excluido. No me invitaban a sus fiestas ni a sus salidas, nadie me llamaba los fines de semana, y los días sin colegio se convirtieron en auténticas torturas.
»Recuerdo particularmente que cuando tenía quince años, en Nochevieja, me puse muy mal, no tenía con quién salir, con quién pasarla. Encerrado en mi habitación, imaginaba fiestas a las que no había sido invitado, chicas que estarían coqueteando con otros, risas que no compartiría.
»Poco después, mi madre se enamoró de un hombre. Él era católico como ella, de hecho se conocieron en la parroquia. Para mí, aquello fue un golpe enorme. Sentía unos celos espantosos y a la vez me sentía muy culpable por sentirlos. A los dieciséis me enamoré de una chica. Ella era muy parecida a mí: muy estudiosa, muy retraída. Muy dulce. Parecíamos destinados a acabar juntos. Después de un tiempo me dejó por otro chico. Supongo que todo el mundo ha pasado por algo así y a nadie le afecta tanto, pero a mí aquellos dos abandonos, el de mi madre y el de mi primera novia, me marcaron profundamente, y a veces creo que en cierta manera precipitaron lo que vendría después.
»Para resumir, era un muchacho de buena familia y mejor apellido (compuesto, por supuesto), serio, con excelentes calificaciones, con inquietudes interiores, sin ningún defecto físico evidente. Claramente encajaba en la categoría de valioso de acuerdo con los parámetros de La Firma, pero eso yo no lo sabía. Sin embargo, lo importante, lo que quiero que tengáis claro, sobre todo tú, Gabriel, es que la gente que ingresa en un grupo sectario no siempre es problemática ni vulnerable ni tonta ni está medio loca ¿Crees que Madonna es tonta? ¿Que lo es Tom Cruise, John Travolta? La Firma, al igual que la iglesia de la Cienciología, o ese extraño grupo que se basa en una poco ortodoxa interpretación de la cábala judía por parte del rabino Berg, no está reconocida como secta, pero sin duda lo es. Nadie ha reconocido que La Firma sea una secta, más bien todo lo contrario, es una institución religiosa muy peculiar; de puertas para fuera es una organización católica. Lo importante, repito, lo que quiero que tengáis en la cabeza es qué cualquiera, cualquiera, puede ser captado. La diferencia es que, si destacas, eres llamativo, inteligente, rico, si tienes algo que ofrecer, harán lo que sea por captarte, desplegarán estrategias de seducción que no imaginaría ni el hombre más enamorado y, una vez estás dentro, los métodos de programación y lavado de cerebro son muy efectivos, creedme. Por favor, Gabriel, quiero que entiendas que tu hermana no era una loca ni una tonta. No la conocí pero imagino que era una mujer muy inteligente y valiosa que tuvo la mala suerte de estar en el lugar equivocado en el momento menos propicio. Es decir, de estar cerca de la secta cuando más vulnerable se sentía, eso es lodo. ¿Lo entiendes?
—Sí, creo que sí.
—Del mismo modo que estuve yo: en el lugar equivocado, en el peor de los momentos, extremadamente vulnerable y con las inseguridades propias de la adolescencia. Me había hecho amigo de otro chico de mi clase, no tan tímido como yo, pero serio también él. Un día, ese chico me dijo que si quería acompañarle a una charla a la que él iba a asistir, impartida por un sacerdote que hablaba muy bien en una casa por la que iban jóvenes católicos. Yo me había educado en la fe católica, mi madre era creyente, y estaba destrozado tras la ruptura con mi novia. Me pareció que me ofrecía una tabla de salvación.
»A esa edad me consideraba bastante maduro intelectualmente, y quizá lo fuera. Era un ávido lector. Con cierta frecuencia, los discípulos de La Firma tienen un cociente intelectual alto. Es criterio de selección, sobre todo para los hombres. Al menos en lo que se refiere a la inteligencia racional, no emocional. Yo, desde luego, carecía de inteligencia emocional, pese a que todo el mundo me consideraba un superdotado. Como había sido un niño tan sobreprotegido, era extraordinariamente tímido, y la chica que me dejó se había llevado la poca autoestima que tenía, conviniéndome en un negado para las relaciones sociales.
»En fin, acudí a esa charla y a la salida se acercó un chico que vivía allí y me preguntó si me había gustado. Le dije que sí y me pidió el teléfono para avisarme de más actividades. A la semana siguiente me llamó para una meditación que tenía lugar todos los viernes, y empecé a asistir regularmente. No habían pasado ni cuatro semanas cuando se añadieron los retiros del tercer sábado de mes, que se dividían en una charla, dos meditaciones y la confesión.
—Sí, lo de Cordelia también empezó así. Antes de ingresar en la casa, acudía a meditaciones... al menos tres veces por semana.
—Pues te explico cómo era lo nuestro, porque muy probablemente el sistema que conoció Cordelia fuera similar. Para la meditación, entrábamos en una habitación oscura, apenas iluminada por una lámpara situada sobre una mesa cubierta por un paño aterciopelado oscuro para que pudiéramos ver al sacerdote, que, vestido con sotana, nos leía un fragmento del evangelio sobre el que él mismo iba reflexionando en alto. Había también unas velas muy cerca del sagrario, de tal manera que parecía que desde allí emanara una luz celestial. Aquel ambiente denso, misterioso y ligeramente tétrico que se creaba no era casual. Todo estaba reglado por La Firma (el tamaño de la mesa, de la lámpara, el tipo de paño oscuro...), según me enteré más tarde, para conseguir un efecto semihipnótico, mesmérico. Y todas las consignas del sacerdote se emitían en segunda persona: TÚ estás llamado a hacer cosas grandes, TÚ puedes ser santo si haces lo que Dios te pide, TÚ no puedes ser como el joven rico del evangelio que fue un cobarde cuando Jesús le dijo que lo siguiera... Para colmo, en aquel espacio reducido nos agolpábamos varias personas, las ventanas estaban cerradas y, en las bendiciones, quemaban incienso. Es decir, todo adquiría una dimensión mágica y, además, estabas siempre medio mareado por la escasez de oxígeno, que, como sabéis, a veces provoca una especie de semitrance. El truco funcionaba. Funcionó en un adolescente impresionable como yo era.
—Sí, Cordelia también era una chica muy impresionable, pero no sé... Me cuesta creer que se rindiera ante un truco tan burdo.
—Eso es sólo el principio. No se trata únicamente de las meditaciones. Normalmente actúa alguien que hace las veces de un seductor, de un captador...
—¿Heidi?
—Probablemente, o quizá alguien elegido por ella. En mi caso se trató de un sacerdote joven, excepcionalmente atractivo, de personalidad arrolladora. Era un orador magnífico, y sus meditaciones estaban plagadas de anécdotas heroicas, de las que él era protagonista, lo que engrandecía aún más su imagen. Luego, ya siendo discípulo de La Firma, me di cuenta de que la mayoría de las historias eran inventadas, y que casi todos los sacerdotes relataban las mismas anécdotas, con ligeras variaciones. La de cómo convenció a una joven de que no abortara y más tarde a su seductor para que se casara con ella la oí protagonizada por lo menos por veinte sacerdotes diferentes.
»Cuando acababan las meditaciones yo me quedaba en el centro para hablar con él. En nuestras charlas, me ofrecía una visión positiva, militante, enérgica, incluso viril, de la fe. Me la presentaba como una misión de superación personal, de lucha ascética, de no ser un mediocre, de no ser ni frío ni caliente porque a los tibios Dios les vomitaría. Me trataba con mucho cariño, como si me adulara, era comprensivo y sus consejos eran siempre positivos o eso me parecían a mí porque, para él, yo valía mucho y me hacía sentir importante. Después de nuestras conversaciones, me sentía otro, feliz. En parte me enamoré de él, con un enamoramiento platónico y admirativo, en parte se convirtió en el padre que no había tenido.
—Algo parecido vivió Cordelia con Heidi —señaló Helena—, estaba fascinada con ella, y también, creo, Heidi actuaba como figura maternal.
—Sí, probablemente. Se trata de un patrón de seducción: el mentor, el experimentado, y alguien a quien trata de una forma más o menos filial, pero con una extraña mezcla de enamoramiento. Yo también estaba fascinado con ese hombre. Siempre te capta una persona, no el grupo. Siempre hay un mentor que actúa como pescador, siempre hay un seductor, o seductora si se trata de captar mujeres. En fin, fuera lo que fuese lo que yo sentía por aquel sacerdote, el caso es que desarrollé hacia él una enorme dependencia, que se tradujo en un compromiso cada vez más estrecho con las diversas actividades de La Firma: círculos, meditaciones, retiros, charlas, convivencias, tertulias...
»Un día, aquel sacerdote me preguntó si me había parado a pensar por qué Dios me había puesto en contacto precisamente con La Firma y con él. Me propuso ingresar en la organización como discípulo, ya que, según él afirmaba, se daban todas las señales de que ésa era la voluntad de Dios. Ellos lo llamaban ser cristiano comprometido en medio del mundo. Si aceptaba, debía estar dispuesto a hacer voto de pobreza, obediencia y castidad, a abandonar la casa de mi madre porque Jesucristo también dejó a su madre siendo él hijo único, a olvidarme del matrimonio y de los hijos y a vivir con otros discípulos. Le dije que no me sentía capaz de una renuncia así, que pensaba que la entrega que me planteaban pensaba que me venía grande. Y él me aseguró que, si sentía miedo, ésa era la señal de que tenía vocación aunque yo no la viera. Pero que él sí la veía, ¡clarísima!