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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (34 page)

BOOK: El contenido del silencio
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»A partir de entonces el director del centro y mi confesor ya no guardaban siquiera las apariencias. Si yo contaba al sacerdote, por ejemplo, que echaba mucho de menos a mi madre, ya sabía que pocos días después el director me aleccionaría sobre las diferencias entre la verdadera familia, La Firma, y la familia de sangre, la biológica.

»El confesor me preguntaba a menudo si yo tenía pensamientos impuros, y cuáles eran y con quién. Si albergaba deseos sexuales, si me masturbaba, cómo lo hacía, cada cuánto tiempo, en qué pensaba mientras lo hacía, cuánto tardaba en conseguir placer. Las preguntas eran tan precisas que sospecho que el director extraía algún placer perverso de las respuestas. Yo al principio decía que jamás pensaba en eso. Y era la pura verdad. Estaba tan cansado que había perdido por completo la libido. Pero el cura no me creía, así que me inventaba fantasías muy edulcoradas. Y le aseguraba que no me masturbaba, que sólo tenía sueños eróticos y poluciones nocturnas. Me daba asco contarle cosas tan privadas a aquel señor, mucho más sabiendo que luego las divulgaría, pero muchos de mis compañeros eran más ingenuos que yo, confiaban y lo contaban todo.

—Sí, a mí de pequeña me pasó una cosa así. Iba a un colegio de monjas y también el confesor nos hacía preguntas de ese tipo. Lo peor es que yo ni siquiera entendía lo que me preguntaba. Me decía «¿Te tocas?», y yo le decía «Pues no sé, a veces, al ducharme, con la esponja...», porque no entendía ni lo que me preguntaba. Supongo que el confesor debió de pensar que me masturbaba en la ducha, cosa que yo no hacía... ¡Si tenía once años!

Gabriel intentó desechar, como una mosca que se aparta a manotazos, la imagen que aquella frase había conjurado: la de Helena masturbándose en la ducha.

—Sí, es el problema de la confesión. Como te toque un confesor poco capacitado, se puede convertir en una tortura.

—Pero ¿tú todavía te confiesas?

—A veces. Lógicamente, al salir de La Firma tuve una gran crisis espiritual, pero sigo siendo creyente. Voy a misa, y me confieso, sí. Pero no con sacerdotes de La Firma, desde luego. Ya os hablaré de eso más adelante, porque no quiero perder el hilo del relato.

»Verás, te he hablado de tres métodos de control: control de conducta, de información y de pensamiento. Falta el cuarto, que quizá sea el más efectivo: el control emocional. Toda secta intenta manipular y limitar la amplitud de los sentimientos de una persona. Es decir, no te dejan albergar sentimientos por nadie que no sea el líder de la secta. La Firma es posesiva como la más insegura de las novias, y tan celosa como la peor de las guardianas, y se comporta en ese sentido con un furor obsesivo y demente.

»A nosotros no nos dejaban conservar fotografías de nuestros familiares, mucho menos tenerlas en la habitación. Pero, eso sí, había retratos y fotografías del padre fundador por toda la casa. Y también... de su padre, de su madre, de su hermana.

—¿De su familia?

—Sí, por todos lados, ¡pero nosotros no podíamos conservar fotos de lo que ellos llamaban nuestra familia de sangre, porque se consideraba que nuestra verdadera familia era La Firma! Y tampoco nos dejaban mantener mucho contacto con ellos. Las cartas que recibíamos llegaban abiertas, era la norma, el responsable del centro leía de antemano el correo recibido por los discípulos. Más tarde me enteré de que dicha práctica estaba expresamente prohibida por el Código de Derecho Canónico, además de estarlo, por supuesto, por el Código Penal. Respecto a las que nosotros escribíamos, debían pasar antes por la censura de nuestro director. El teléfono estaba instalado en lugares donde solía haber más discípulos, el cuarto de estar, por ejemplo, y ahí no podía haber ningún tipo de intimidad porque alguien podía escucharte y contárselo al director. Aun así, no me dejaban llamar más que una vez por semana, y con el tiempo restringido. Si nuestros familiares nos llamaban, solían decirles que no podíamos ponernos al teléfono hasta que simplemente se hartaban de hacerlo. El teléfono, por cierto, estaba bajo llave. Alguna vez intenté llamar a mi familia un domingo desde una cabina telefónica, pero como tenía que justificar absolutamente cada peseta gastada y las conferencias salían muy caras, casi no pude hablar.

»No se nos permitía tener amistades particulares. Yo, al principio, desarrollé cierta afinidad (conste que digo afinidad, no amistad) con otro de los discípulos. Cuando él se marchó a uno de los retiros mensuales, todos los discípulos, reunidos, le recibimos al llegar. .Al saludarle, le abracé. Al día siguiente me cayó una corrección fraterna. «Aquí no nos abrazamos», me recordaron. Y era así. Allí no eran lícitos ni los abrazos ni los besos. Ni cogernos de la mano ni ninguna otra manifestación física de cariño.

»El director me llamó poco después y me citó una frase de nuestro padre fundador que él repetía a menudo: «Despréndete de las criaturas hasta que quedes desnudo de ellas.» Con esa frase entendí que debía cesar la intensidad de mi trato con aquel amigo. Hasta entonces, nosotros dos íbamos y volvíamos juntos a la facultad, y lo mismo hacíamos al marcharnos. Pero el director me explicó que Dios nos lo pedía todo, y dentro de ese todo estaban los amigos cuando pasan a ser nuestros hermanos en La Firma, momento en el que teníamos que cortar nuestro trato con ellos. También me aclaró que entre los de La Firma no podía haber lo que él calificaba de amistades particulares, por lo que las cosas íntimas las podía tratar sólo con el director, con nadie más. A partir de entonces, nosotros dos íbamos y veníamos a la facultad a la misma hora, pero o bien lo hacíamos acompañados por otro discípulo o bien sin hablarnos en absoluto, como si no nos conociéramos, porque habíamos asumido y aceptado, por el compromiso de obediencia a los directores, que no podíamos tener amistad. Yo estaba deshecho, pero simultáneamente le pedía perdón a Dios por ser tan poco generoso con Él al resistirme a entregarle esa amistad.

»A los tres años de estar en la casa, el marido de mi madre (mi padrastro, debería decir, pero siempre me he referido a él como a mi tío) enfermó gravemente. Para poder visitarle en el hospital, en Madrid, debía pedir permiso. Me lo negaron. Cuando la cosa se agravó hasta un punto crítico me concedieron que hiciera un viaje relámpago a Madrid. No me permitieron dormir siquiera en la casa de mi madre, sino que tuve que dormir en un centro de La Firma en la capital. Regresaba allí en una tarde gris y me parecía que las nubes formaban extraños mapas de imposibles países con los que yo, prisionero como estaba, ya no podía siquiera permitirme soñar. Me abrieron la puerta, saludé al portero, yo subía la escalera triste y torvo, con un nudo que me apretaba en la garganta para cerrarle el paso al llanto... Me topé de frente con el subdirector, que empezó a recriminarme porque había llegado diez minutos más tarde de la hora de la cena.

—Menudo hijo de puta.

—Gabriel, no hables así.

—Gabriel tiene razón, era un hijo de puta. Ese detalle me hizo abrir mucho los ojos. Quería irme. Deseaba irme de allí prácticamente desde que entré, pero no reunía el valor para hacerlo. Me crié sobreprotegido y me habían educado para respetar a las figuras de la autoridad, a los que sabían más que yo. Además, en mi grupo eran todos muy buenos estudiantes, algunos estudiaban dos carreras a la vez con excelentes calificaciones. Y esos chicos no hablaban de irse. Y yo pensaba «en algo debo de estar equivocándome, el que falla soy yo, no La Firma».

»Para quien no haya estado atrapado es muy difícil entender por qué resulta tan complicado marcharse, incluso cuando uno no está encerrado bajo llaves ni candados, cuando, en teoría, podrías, simplemente, abrir la puerta e irte. De la misma manera que nadie entiende por qué tantas mujeres maltratadas no denuncian nunca, y aguantan en silencio su calvario hasta el día final en que su marido las asesina. Los miembros de sectas se sienten así porque nadie dice nada, porque nadie puede hablar. El que lo hace se siente solo, y equivocado.

»Además, yo estaba agotado, como un minero atrapado que ha perdido la lámpara y sólo confía en racionar el aire, en moverse lo mínimo, para poder sobrevivir. En principio se suponía que debíamos dormir seis horas, pero dado que se esperaba de nosotros las mejores calificaciones y que allí la mayoría compaginaba, como yo, su carrera con un trabajo para La Firma y estaba además yo inmerso en labores de captación y obligado a una constante asistencia a meditaciones, círculos, charlas y tertulias, en época de exámenes casi todos nos quedábamos estudiando por las noches, previa consulta para solicitar permiso, por supuesto, y bajo control de un discípulo mayor. Podíamos pasarnos un mes entero durmiendo entre tres y cuatro horas diarias. Entendedlo: después de varios años de jornadas laborales de dieciséis a veinte horas, siete días por semana, sin vacaciones ni tiempo libre, ni diversiones, ni pasatiempos, se vive en un mundo brumoso. Resulta difícil pensar con lógica.

»Cuando no se puede pensar, cuando uno siente que apenas sobrevive cada día, no piensa en salir o en rebelarse, sólo en dormir. Uno sigue y sigue y sigue, como un muñeco de cuerda, sin más voluntad ni propósito que el de seguir avanzando en círculos. Y uno se encuentra increíblemente perdido pero no tiene el hilo para salir del laberinto. Yo flotaba como en una noche perpetua, como si se me hubiera confundido el curso del tiempo en una red de tinieblas incansables, y todo cuanto deseaba era concluir el día, descansar un poco.

»Otra razón por la que me quedaba era que no tenía dónde volver, ¿adónde regresar cuando te has escapado como un gato nocturno, como un pájaro que huye entre las ramas? En La Firma, el punto de partida era el olvido, a través de aquellas reglas dementes que promovían el abandono y asesinaban la esperanza. Yo entendía muy bien que el pasado no volvía y que ya no sería nunca más el que fui. Era como un surco vacío, un aliento mudo, un río seco. Ya mí me devoraba la nostalgia de los lugares y los afectos perdidos, por más que sabía bien que no serían como los recordaba, porque la nostalgia no es más que una mentira. En casi todos los grupos, en el curso del tiempo, uno rompe con el propio pasado. Ya no ve a la familia ni a los amigos. En muchos casos, ya no se tiene contacto con el mundo exterior. Yo con mi madre apenas hablaba, más allá de una llamada cortísima e intervenida por semana y de un cruce aséptico de cartas impersonales. Ya os he explicado que en La Firma se insiste mucho en que hay que cortar los lazos con los que ellos llaman la familia de sangre porque si no se incumplen los compromisos para con la organización, que se convierte en la verdadera familia. El que entraba en La Firma, por ejemplo, se comprometía a no asistir a bodas o bautizos y no podía ser padrino de ningún niño, porque eso habría supuesto adquirir un vínculo fuera de la familia espiritual.

—Lo veo tan claro... Desde que Cordelia entró en la casa de Heidi, no volví a saber de ella, ni siquiera una llamada.

—Da por hecho que le insistieron para que cortara todo contacto contigo. Siempre lo hacen. Y, como no tienes amigos ni familia, el universo entero pasa a ser el grupo. Después de vivir en un ambiente donde todos piensan y actúan de la misma manera, se reduce la perspectiva y se atrofia la capacidad para comunicarse. Yo, por ejemplo, pensaba a menudo en marcharme, pero ¿adónde iría?, ¿qué haría?, ¿quién me aceptaría? Mi vida había quedado limitada entre dos signos de paréntesis que sólo contenían a La Firma. No tenía amigos, no sabía realizar la más mínima tarea doméstica, no había trabajado nunca fuera del entorno de La Firma... ¿Iba a salir solo a enfrentarme a la corriente, al oleaje, en una balsa medio hundida? Quieras que no, durante esos años me habían ido convenciendo de que quien se marchaba no era feliz fuera porque arrastraba la carga de la deserción, de la infidelidad, de la traición..., y yo pensaba que no podría sobrevivir en un mundo que, sin el cobijo de La Firma, se me volvería hostil y desconocido.

»Me había entregado a La Firma, había invertido en ella mi adolescencia y mi juventud, no podía dejarla así como así. Me abrumaban la vergüenza y la culpa. «La gente honorable y decente —solía decir mi madre— no abandona con facilidad los compromisos.» Y, para colmo, en muchos sentidos, yo no era un adulto, no sabía valerme por mí mismo, nadie me había enseñado, toda mi vida estaba reglada por las decisiones de otros, no había un solo minuto de mi vida, ni una parcela mínima de mi tiempo, en la que me desenvolviera como autónomo. Bajo la poderosa combinación de fe, lealtad, dependencia, culpa, miedo, cansancio, presión de los pares y falta de información en la que vivía, todo pensamiento de acción independiente me parecía impensable. Había asumido mi condena y mi cárcel como parte de mi destino, no buscaba ni limas ni llaves ni túneles ni planes de salida, sólo dejaba el tiempo pasar e intentaba pensar lo menos posible en que allá fuera, más allá de mi cárcel, había vida, alegría, amor, placer.

»Pero aquello era como una fiebre que no remitía. Poco a poco empecé a cometer pequeños actos de rebelión. Una rebelión ínfima de pensamientos peregrinos, de tonterías que os sonarán infantiles pero que para mí resultaban grandes proezas. Porque, cuanto más se torcían mis pasos, más sentía yo que avanzaba por el único camino posible. Dejé de ponerme el cilicio, por ejemplo, y por supuesto mentía y decía que lo utilizaba sin saber entonces como sé ahora, una vez he salido, que semejante mentira era práctica común. En La Firma no se merienda los sábados, pero yo me compraba una palmera de chocolate a la salida de la facultad, la escondía en la cartera, y luego la engullía en el cuarto de baño, no porque tuviera hambre en realidad, sino sólo porque no me permitían hacerlo. Otras veces me iba a El Corte Inglés, escogía cuatro o cinco pantalones vaqueros, me iba al probador, me calzaba un pantalón tras otro y me miraba al espejo durante largo rato, disfrutando de aquella imagen que sentía tan mía: aquel chico del espejo, en
jeans
, era mi verdadero yo.

»Lo que sí era verdad es que desaparecía gente y más gente. Y cada vez entraban menos. A las clases de filosofía del primer año asistíamos veinte alumnos. En segundo, diez. En tercero, cinco... Pero yo me crecía. «¡Soy de los buenos! —me decía—, ¡me mantengo en la barca!» Es cierto que la escasez de alumnos de filosofía en la última década en la universidad ha sido notable. Cuando yo me fui, no creo que llegaran a cinco los alumnos matriculados en primer curso. Era lo lógico, los alumnos se ahogaban. La filosofía sin libertad carece de sentido.

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