Así, no es el peligro del abuso, sino el del envilecimiento, lo que me hace censurar el uso indiscreto de esta suprema magistratura en los primeros tiempos; porque mientras se prolongaba en elecciones, en dedicatorias, en cosas de pura formalidad, era de temer que adviniese menos temible en caso necesario, y que se acostumbrasen a mirar como un título vano lo que no se empleaba más que en vanas ceremonias.
Hacia el final de la república, los romanos, que habían llegado a ser más circunspectos, limitaron el uso de la dictadura con la misma falta de razón que la habían prodigado otras veces. Era fácil ver que su temor no estaba fundado; que la debilidad de la capital constituía entonces su seguridad contra los magistrados que abrigaban en su seno; que un dictador podía, en ciertos casos, suspender las libertades públicas, sin poder nunca atentar contra ellas, y que los hierros de Roma no se forjarían en la misma Roma, sino en sus ejércitos. La pequeña resistencia que hicieron Mario a Sila y Pompeyo a César muestra bien lo que se puede esperar de la autoridad del interior contra la fuerza de fuera.
Este error les hizo cometer grandes faltas; por ejemplo, el de no haber nombrado un dictador en el asunto de Catilina, pues como se trataba de una cuestión del interior de la ciudad y, a lo más, de alguna provincia de Italia, dada la autoridad sin límites que las leyes concedían al dictador, hubiese disipado fácilmente la conjura, que sólo fue ahogada por un concurso feliz de azares que nunca debe esperar la prudencia humana.
En lugar de esto, el Senado se contentó con entregar todo su poder a los cónsules; por lo cual ocurrió que Cicerón, por obrar eficazmente, se vio obligado a pasar por cima de este poder en un punto capital, y si bien los primeros transportes de júbilo hicieron aprobar su conducta, a continuación se le exigió, con justicia, dar cuenta de la sangre de los ciudadanos vertida contra las leyes; reproche que no se le hubiese podido hacer a un dictador. Pero la elocuencia del cónsul lo arrastró todo, y él mismo, aunque romano, amando más su gloria que su patria, no buscaba tanto el medio más legítimo y seguro de salvar al Estado cuanto el de alcanzar el honor en este asunto
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. Así, fue honrado en justicia como liberador de Roma y castigado, también en justicia, como infractor de las leyes. Por muy brillante que haya sido su retirada, es evidente que fue un acto de gracia. Por lo demás, de cualquier modo que sea conferida esta importante comisión, es preciso limitar su duración a un término muy corto, a fin de que no pueda nunca ser prolongado. En las crisis que dan lugar a su implantación, el Estado es inmediatamente destruido o salvado y, pasada la necesidad apremiante, la dictadura, o es tiránica, o vana. En Roma, los dictadores no lo eran más que por seis meses; pero la mayor parte de ellos abdicaron antes de este plazo. Si éste hubiese sido más largo, acaso habrían tenido la tentación de prolongarlo, como lo hicieron los decenviros con el de un año. El dictador no disponía de más tiempo que el que necesitaba para proveer a la necesidad que había motivado su elección; mas no lo tenía para pensar en otros proyectos.
Del mismo modo que la declaración de la voluntad general se hace por la ley, la del juicio público se hace por la censura. La opinión pública es una especie de ley, cuyo censor es el ministro, que no hace más que aplicarla a los casos particulares, a ejemplo del príncipe.
Lejos, pues, de que el tribunal censorial sea el arbitro de la opinión del pueblo, no es sino su declarador, y tan pronto como se aparte de él sus decisiones son vanas y no surten efecto.
Es inútil distinguir las costumbres de una nación de los objetos de su estimación, porque todo ello se refiere al mismo principio y se confunde necesariamente. Entre todos los pueblos del mundo no es la Naturaleza, sino la opinión, la que decide de la elección de sus placeres. Corregid las opiniones de los hombres, y sus costumbres se depurarán por sí mismas; se ama siempre lo que es hermoso y lo que se considera como tal; pero en este juicio es en el que se equivoca uno; por tanto, este juicio es el que se trata de corregir. Quien juzga de las costumbres, juzga del honor, y quien juzga del honor toma su ley de la opinión.
Las opiniones de un pueblo nacen de su constitución. Aunque la ley no corrige las costumbres, la legislación las hace nacer; cuando la legislación se debilita, las costumbres degeneran; pero entonces el juicio de los censores no hará lo que la fuerza de las leyes no haya hecho.
Se sigue de aquí que la censura puede ser útil para conservar las costumbres, jamás para restablecerlas. Estableced censores durante el vigor de las leyes; mas tan pronto como éstas lo hayan perdido, todo está perdido: nada legítimo tendrá fuerza cuando carezcan de ella las leyes.
La censura mantiene las costumbres, impidiendo que se corrompan las opiniones, conservando su rectitud mediante sabias aplicaciones y, a veces, hasta fijándolas cuando son inciertas. El uso de los suplentes en los duelos, llevado hasta el extremo en el reino de Francia, fue abolido por estas solas palabras de un edicto del rey: «En cuanto a los que tienen la cobardía de llevar consigo suplentes». Este juicio, previniendo al del público, lo resolvió de pronto en un sentido dado. Pero cuando los mismos edictos quisieron declarar que era también una cobardía batirse en duelo —cosa muy cierta, pero contraria a la opinión común—, el público se burló de esta decisión, sobre la cual su juicio estaba ya formado.
He dicho en otra parte
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que, no estando sometida la opinión pública a la coacción, no ha menester de vestigio alguno en el tribunal establecido para representarla. Nunca se admirará demasiado con qué arte ponían en práctica los romanos este resorte, completamente perdido para los modernos, y aun mejor que los romanos, los lacedemonios.
Habiendo emitido una opinión buena un hombre de malas costumbres en el Consejo de Esparta, los cloros, sin tenerlo en cuenta, hicieron proponer la misma opinión a un ciudadano virtuoso
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, ¡Qué honor para el uno, qué nota para el otro, sin haber recibido palabra alguna de alabanza, ni censura ninguno de los dos! Ciertos borrachos de Samos
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mancillaron el tribunal de los éforos; al día siguiente, por edicto público, fue permitido a los de Samos ser indignos. Un verdadero castigo hubiese sido menos severo que semejante impunidad. Cuando Esparta se pronunció sobre lo que es o no honrado, Grecia no apeló de sus resoluciones.
Los hombres no tuvieron al principio más reyes que los dioses ni más gobierno que el teocrático. Hicieron el razonamiento de Calígula, y entonces razonaron con justicia. Se necesita una larga alteración de sentimientos e ideas para poder resolverse a tomar a un semejante por señor y a alabarse de que de este modo se vive a gusto.
Del solo hecho de que a la cabeza de esta sociedad política se pusiese a Dios resultó que hubo tantos dioses como pueblos. Dos pueblos extraños uno a otro, y casi siempre enemigos, no pudieron reconocer durante mucho tiempo un mismo señor; dos ejércitos que se combaten, no pueden obedecer al mismo jefe. Así, de las divisiones nacionales resultó el politeísmo, y de aquí la intolerancia teológica y civil, que, naturalmente, es la misma, como se dirá a continuación.
La fantasía que tuvieron los griegos para recobrar sus dioses entre los pueblos bárbaros provino de que se consideraban también soberanos naturales de estos pueblos. Pero existe en nuestros días una erudición muy ridícula, como es la que corre sobre la identidad de los dioses de las diversas naciones. ¡Como si Moloch, Saturno y Cronos pudiesen ser el mismo dios! ¡Como si el Baal de los fenicios, el Zeus de los griegos y el Júpiter de los latinos pudiesen ser el mismo! ¡Como si pudiese quedar algo de común a seres quiméricos que llevan diferentes nombres!
Si se pregunta cómo no había guerras de religión en el paganismo, en el cual cada Estado tenía su culto y sus dioses, contestaré que por lo mismo que cada Estado, al tener un culto y un gobierno propios, no distinguía en nada sus dioses de sus leyes. La guerra política era también teológica; los departamentos de los dioses estaban, por decirlo así, determinados por los límites de las naciones. El dios de un pueblo no tenía ningún derecho sobre los demás pueblos. Los dioses de los paganos no eran celosos: se repartían entre ellos el imperio del mundo; el mismo Moisés y el pueblo hebreo se prestaban algunas veces a esta idea al hablar del Dios de Israel. Consideraban, ciertamente, como nulos los dioses de los cananeos, pueblos proscritos consagrados a la destrucción y cuyo lugar debían ellos ocupar. Mas ved cómo hablaban de las divinidades de los pueblos vecinos, a los cuales les estaba prohibido atacar: «La posesión de lo que pertenece a Chamos, vuestro dios —decía Jefté a los ammonitas—, ¿no os es legítimamente debida? Nosotros poseemos, con el mismo título, las tierras que nuestro dios vencedor ha adquirido»
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. Esto era, creo, una reconocida paridad entre los derechos de Chamos y los del Dios de Israel.
Pero cuando los judíos, sometidos a los reyes de Babilonia y más tarde a los reyes de Siria, quisieron obstinarse en no reconocer más dios que el suyo, esta negativa, considerada como una rebelión contra el vencedor, les atrajo las persecuciones que se leen en su historia, y de las cuales no se ve ningún otro ejemplo antes del cristianismo
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Estando, pues, unida cada religión únicamente a las leyes del Estado que las prescribe, no había otra manera de convertir a un pueblo que la de someterlo, ni existían más misioneros que los conquistadores; y siendo ley de los vencidos la obligación de cambiar de culto, era necesario comenzar por vencer antes de hablar de ello. Lejos de que los hombres combatiesen por los dioses, eran, como en Homero, los dioses los que combatían por los hombres; cada cual pedía al suyo la victoria y le pagaba con nuevos altares. Los romanos, antes de tomar una plaza, intimaban a sus dioses a abandonarla, y cuando dejaban a los tarentinos con sus dioses irritados es que consideraban a estos dioses como sometidos a los suyos u obligados a rendirles homenaje. Dejaban a los vencidos sus dioses, como les dejaban sus leyes. Una corona al Júpiter del Capitolio era con frecuencia el único tributo que les imponían.
En fin: habiendo extendido los romanos su culto y sus dioses al par que su Imperio, y habiendo adoptado con frecuencia ellos mismos los de los vencidos, concediendo a unos y a otros el derecho de ciudad, halláronse insensiblemente los pueblos de este vasto Imperio con multitud de dioses y de cultos, los mismos próximamente, en todas partes; y he aquí cómo el paganismo no fue al fin en el mundo conocido sino una sola y misma religión.
En estas circunstancias fue cuando Jesús vino a establecer sobre la tierra su reino espiritual; el cual, separando el sistema teológico del político, hizo que el Estado dejase de ser uno y originó divisiones intestinas, que jamás han dejado de agitar a los pueblos cristianos. Ahora bien; no habiendo podido entrar nunca esta idea nueva de un reino del otro mundo en la cabeza de los paganos, miraron siempre a los cristianos como verdaderos rebeldes, que bajo una hipócrita sumisión no buscaban más que el momento de hacerse independientes y dueños y usurpar diestramente la autoridad que fingían respetar en su debilidad. Tal fue la causa de las persecuciones.
Lo que los paganos habían temido, ocurrió. Entonces todo cambió de aspecto: los humildes cristianos cambiaron de lenguaje, y en seguida se ha visto a tal pretendido reino del otro mundo advenir en éste, bajo un jefe visible, el más violento despotismo.
Sin embargo, como siempre ha habido un príncipe y leyes civiles, ha resultado de este doble poder un perpetuo conflicto de jurisdicción, que ha hecho imposible toda buena organización en los Estados cristianos y jamás se ha llegado a saber cuál de los dos, si el señor o el sacerdote, era el que estaba obligado a obedecer.
Muchos pueblos, sin embargo, en Europa o en su vecindad, han querido conservar o restablecer el antiguo sistema, pero sin éxito; el espíritu del cristianismo lo ha ganado todo. El culto sagrado ha permanecido siempre, o se ha convertido de nuevo en independiente del soberano y sin unión necesaria con el cuerpo del Estado. Mahoma tuvo aspiraciones muy sanas; trabó bien su sistema político, y en tanto que subsistió la forma de su gobierno bajo los califas, sus sucesores, este gobierno fue exactamente uno y bueno en esto. Pero habiendo llegado al florecimiento los árabes y convertidos en cultos, corteses, blandos y cobardes, fueron sojuzgados por los bárbaros, y entonces la división entre los dos poderes volvió a comenzar. Aunque esta dualidad sea menos aparente entre los mahometanos que entre los cristianos, se encuentra en todas partes, sobre todo en la secta de Alí y hay Estados, como Persia, donde no deja de hacerse sentir.
Entre nosotros, los reyes de Inglaterra se han constituido como jefes de la Iglesia; otro tanto han hecho los zares, pero aun con este título son menos señores en ella que ministros; no han adquirido tanto el derecho de cambiarla cuanto el poder de mantenerla; no son allí legisladores, sino que sólo son príncipes. Dondequiera que el clero constituye un cuerpo
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es señor y legislador en su patria. Hay, pues, dos poderes, dos soberanos, en Inglaterra y en Rusia, lo mismo que antes.
De todos los autores cristianos, el filósofo Hobbes es el único que ha visto bien el mal y el remedio; que se ha atrevido a proponer reunir las dos cabezas del águila y reducir todo a unidad política, sin lo cual jamás estará bien constituido ningún Estado ni gobierno. Pero ha debido ver que el espíritu dominador del cristianismo era incompatible con su sistema, y que el interés del sacerdote sería siempre más fuerte que el del Estado. Lo que ha hecho odiosa su política no es tanto lo que hay de horrible y falso en ella cuanto lo que encierra de justo y cierto
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Yo creo que desarrollando desde este punto de vista los hechos históricos se refutarían fácilmente los sentimientos opuestos de Bayle y de Warburton, uno de los cuales pretende que ninguna religión es útil al cuerpo político, en tanto sostiene el otro, por el contrario, que el cristianismo es el más firme apoyo de él. Se podría probar al primero que jamás fue fundado un Estado sin que la religión le sirviese de base, y al segundo, que la ley cristiana es en el fondo más perjudicial que útil a la fuerte constitución de Estado. Para terminar de hacerme entender, sólo hace falta dar un poco más de precisión a las ideas demasiado vagas de religión relativas a mi asunto.