El contrato social (7 page)

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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

BOOK: El contrato social
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Se debe concebir, por consiguiente, que lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos que el interés común que los une; porque en esta institución cada uno se somete necesariamente a las condiciones que él impone a los demás: armonía admirable del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad, que se ve desvanecerse en la discusión de todo negocio particular por falta de un interés común que una e identifique la regla del juez con la de la parte.

Por cualquier lado que se eleve uno al principio, se llegará siempre a la misma conclusión, a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que se comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, que deben gozar todos los mismos derechos. Así, por la naturaleza de pacto, todo acto de soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga y favorece igualmente a todos los ciudadanos; de suerte que el soberano conoce solamente el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de aquellos que la componen. ¿Qué es propiamente un acto de soberanía? No es, en modo alguno, una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener más objeto que el bien general, y sólida, porque tiene como garantía la fuerza pública y el poder supremo. En tanto que los súbditos no se hallan sometidos más que a tales convenciones, no obedecen a nadie sino a su propia voluntad; y preguntar hasta dónde se extienden los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es preguntar hasta qué punto pueden éstos comprometerse consigo mismos, cada uno de ellos respecto a todos y todos respecto a cada uno de ellos.

De aquí se deduce que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no excede, ni puede exceder, de los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer plenamente de lo que por virtud de esas convenciones le han dejado de sus bienes y de su libertad. De suerte que el soberano no tiene jamás derecho de pesar sobre un súbdito más que sobre otro, porque entonces, al adquirir el asunto carácter particular, hace que su poder deje de ser competente.

Una vez admitidas estas distinciones, es preciso afirmar que es falso que en el contrato social haya de parte de los particulares ninguna renuncia verdadera; pues su situación, por efecto de este contrato, es realmente preferible a la de antes, y en lugar de una enajenación no han hecho sino un cambio ventajoso, de una manera de vivir incierta y precaria, por otra mejor y más segura; de la independencia natural, por la libertad; del poder de perjudicar a los demás, por su propia seguridad, y de su fuerza, que otros podrían sobrepasar, por un derecho que la unión social hace invencible. Su vida misma, que han entregado al Estado, está continuamente protegida por él. Y, cuando la exponen por su defensa, ¿qué hacen sino devolverle lo que de él han recibido? ¿Qué hacen que no hiciesen más frecuentemente y con más peligro en el estado de naturaleza, cuando, al librarse de combatientes inevitables, defendiesen con peligro de su vida lo que les sirve para conservarla? Todos tienen que combatir, en caso de necesidad, por la patria, es cierto; pero, en cambio, no tiene nadie que combatir por sí. ¿Y no se va ganando, al arriesgar por lo que garantiza nuestra seguridad, una parte de los peligros que sería preciso correr por nosotros mismos tan pronto como nos fuese aquélla arrebatada?

Capítulo V
Del derecho de vida y de muerte

Se pregunta: ¿cómo no teniendo derecho alguno a disponer de su propia vida pueden los particulares transmitir al soberano este mismo derecho de que carecen? Esta cuestión parece difícil de resolver porque está mal planteada. Todo hombre tiene derecho a arriesgar su propia vida para conservarla. ¿Se ha dicho nunca que quien se tira por una ventana para huir de un incendio sea culpable dé suicidio? ¿Se le ha imputado nunca este crimen a quien perece en una tempestad, cuyo peligro no ignoraba al embarcarse?

El contrato social tiene por fin la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin quiere también los medios, y estos medios son inseparables de algunos riesgos e incluso de algunas pérdidas. Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás debe darla también por ellos cuando sea necesario. Ahora bien, el ciudadano no es juez del peligro a que quiere la ley que se exponga, y cuando el príncipe le haya dicho: «Es indispensable para el Estado que mueras», debe morir, puesto que sólo con esta condición ha vivido hasta entonces seguro, y ya que su vida no es tan sólo una merced de la Naturaleza, sino un don condicional del Estado.

La pena de muerte infligida a los criminales puede ser considerada casi desde el mismo punto de vista: a fin de no ser la víctima de un asesino se consiente en morir si se llega a serlo. En este pacto, lejos de disponer de la propia vida, no se piensa sino en darle garantías, y no es de suponer que ninguno de los contratantes premedite entonces la idea de dar motivo a que se le ajusticie.

Por lo demás, todo malhechor, al atacar el derecho social, hácese por sus delitos rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar las leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace morir al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Los procedimientos, el juicio, son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social, y, por consiguiente, de que no es ya miembro del Estado. Ahora bien; como él se ha reconocido como tal, a lo menos por su residencia, debe ser separado de aquél, por el destierro, como infractor del pacto, o por la muerte, como enemigo público; porque un enemigo tal no es una persona moral, es un hombre, y entonces el derecho de la guerra es matar al vencido.

Mas se dice que la condena de un criminal es un acto particular. De acuerdo. Tampoco esta condena corresponde al soberano; es un derecho que puede conferir sin poder ejercerlo él mismo. Todas mis ideas están articuladas; pero no puedo exponerlas a la vez.

Además, la frecuencia de los suplicios es siempre un signo de debilidad o de pereza en el gobierno. No hay malvado que no pueda hacer alguna cosa buena. No se tiene derecho a dar muerte, ni para ejemplo, sino a quien no pueda dejar vivir sin peligro.

Respecto al derecho de gracia o al de eximir a un culpable de la pena impuesta por la ley y pronunciada por el juez, no corresponde sino a quien está por encima del juez y de la ley, es decir, al soberano: todavía su derecho a esto no está bien claro, y los casos en que se ha usado de él son muy raros. En un Estado bien gobernado hay pocos castigos, no porque se concedan muchas gracias, sino porque hay pocos criminales; la excesiva frecuencia de crímenes asegura su impunidad cuando el Estado decae. Bajo la república romana, ni el Senado, ni los cónsules intentaron jamás conceder gracia alguna; el pueblo mismo no la otorgaba, aun cuando algunas veces revocase su propio juicio. Las gracias frecuentes anuncian que pronto no tendrán necesidad de ellas los delitos, y todo el mundo sabe a qué conduce esto. Mas siento que mi corazón murmura y detiene mi pluma; dejemos estas cuestiones para que las discuta el hombre justo, que no ha caído nunca y que jamás tuvo necesidad de gracia.

Capítulo VI
De la ley

Mediante el pacto social hemos dado existencia y vida al cuerpo político; se trata ahora de darle el movimiento y la voluntad mediante la legislación. Porque el acto primitivo por el cual este cuerpo se forma y se une no dice en sí mismo nada de lo que debe hacer para conservarse.

Lo que es bueno y está conforme con el orden lo es por la naturaleza de las cosas e independientemente de las convenciones humanas. Toda justicia viene de Dios. Sólo Él es la fuente de ella; mas si nosotros supiésemos recibirla de tan alto, no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Sin duda, existe una justicia universal que emana sólo de la razón; pero esta justicia, para ser admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Las leyes de la justicia son vanas entre los hombres, si consideramos humanamente las cosas, a falta de sanción natural; no reportan sino el bien al malo y el mal al justo, cuando éste las observa para con las demás sin que nadie las observe para con él. Son necesarias, pues, convenciones y leyes para unir los derechos a los deberes y llevar la justicia a su objeto. En el estado de naturaleza, en que todo es común, nada debo a quien nada he prometido; no reconozco que sea de otro sino lo que me es inútil. No ocurre lo propio en el estado ci vil, en que todos los derechos están fijados por la ley.

Mas ¿qué es entonces una ley? Mientras nos contentemos con no unir a esta palabra sino ideas metafísicas, continuaremos razonando sin entendernos, y cuando se haya dicho lo que es una ley de la Naturaleza no por eso se sabrá mejor lo que es una ley de Estado.

Ya he dicho que no existía voluntad general sobre un objeto particular. En efecto; ese objeto particular está en el Estado o fuera del Estado. Si está fuera del Estado, una voluntad que le es extraña no es general con respecto a él, y si este objeto está en el Estado, forma parte de él; entonces se establece entre el todo y su parte una relación que hace de ellos dos seres separados, de los cuales la parte es uno, y el todo, excepto esta misma parte, el otro. Pero el todo, menos una parte, no es el todo, y en tanto que esta relación subsista, no hay todo, sino dos partes desiguales; de donde se sigue que la voluntad de una de ellas no es tampoco general con relación a la otra.

Mas cuando todo el pueblo estatuye sobre sí mismo, sólo se considera a sí, y si se establece entonces una relación, es del objeto en su totalidad, aunque desde un aspecto, al objeto entero, considerado desde otro, pero sin ninguna división del todo, y la materia sobre la cual se estatuye es general, de igual suerte que lo es la voluntad que estatuye. A este acto es al que yo llamo una ley.

Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos en cuanto cuerpos y a las acciones como abstractos: nunca toma a un hombre como individuo ni una acción particular. Así, la ley puede estatuir muy bien que habrá privilegios; pero no puede darlos especialmente a nadie. La ley puede hacer muchas clases de ciudadanos y hasta señalar las cualidades que darán derecho a estas clases; mas no puede nombrar a éste o a aquél para ser admitidos en ellas; puede establecer un gobierno real y una sucesión hereditaria, mas no puede elegir un rey ni nombrar una familia real; en una palabra, toda función que se relacione con algo individual no pertenece al Poder legislativo.

De conformidad con esta idea, es manifiesto que no hay que preguntar a quién corresponde hacer las leyes, puesto que son actos de la voluntad general, ni si el príncipe está sobre las leyes, puesto que es miembro del Estado, ni si la ley puede ser injusta, puesto que no hay nada injusto con respecto a sí mismo, ni cómo se está libre y sometido a las leyes, puesto que no son éstas sino manifestaciones externas de nuestras voluntades.

Se ve, además, que, reuniendo la ley la universalidad de la voluntad y la del objeto, lo que un hombre, cualquiera que sea, ordena como jefe no es en modo alguno una ley; lo que ordena el mismo soberano sobre un objeto particular no es tampoco una ley, sino un decreto; no es un acto de soberanía, sino de magistratura.

Llamo, pues, república a todo Estado regido por leyes, sea bajo la forma de administración que sea; porque entonces solamente gobierna el interés publico y la cosa pública es algo. Todo gobierno legítimo es republicano
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; a continuación explicaré lo que es gobierno.

Las leyes no son propiamente sino las condiciones de la asociación civil. El pueblo sometido a las leyes debe ser su autor; no corresponde regular las condiciones de la sociedad sino a los que se asocian. Mas ¿cómo la regulan? ¿Será de común acuerdo, por una inspiración súbita? ¿Tiene el cuerpo político un órgano para enunciar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para formar con ellas las actas y publicarlas previamente, o cómo las pronunciará en el momento necesario? Una voluntad ciega, que con frecuencia no sabe lo que quiere, porque rara vez sabe lo que le conviene, ¿cómo ejecutaría, por sí misma, una empresa tan grande, tan difícil, como un sistema de legislación? El pueblo, de por sí, quiere siempre el bien; pero no siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta; mas el juicio que la guía no siempre es claro. Es preciso hacerle ver los objetos tal como son, y algunas veces tal como deben parecerle; mostrarle el buen camino que busca; librarle de las seducciones de las voluntades particulares; aproximar a sus ojos los lugares y los tiempos; contrarrestar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males alejados y ocultos. Los particulares ven el bien que rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos necesitan igualmente guías. Es preciso obligar a los unos a conformar sus voluntades a su razón; es preciso enseñar al otro a conocer lo que quiere. Entonces, de las luces públicas resulta la unión del entendimiento y de la voluntad en el cuerpo social; de aquí el exacto concurso de las partes y, en fin, la mayor fuerza del todo. He aquí de dónde nace la necesidad de un legislador.

Capítulo VII
Del legislador

Para descubrir las mejores reglas de sociedad que convienen a las naciones sería preciso una inteligencia superior, que viese todas las pasiones de los hombres y que no experimentase ninguna; que no tuviese relación con nuestra naturaleza y que la conociese a fondo; que tuviese una felicidad independiente de nosotros y, sin embargo, que quisiese ocuparse de la nuestra; en fin, que en el progreso de los tiempos, preparándose una gloria lejana, pudiese trabajar en un siglo y gozar en otro
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. Serían precisos dioses para dar leyes a los hombres. El mismo razonamiento que hacía Calígula en cuanto al hecho, lo hacía Platón en cuanto al derecho para definir el hombre civil o real que busca en su libro De Regno
[14]
. Mas si es verdad que un gran príncipe es un hombre raro, ¿qué será de un gran legislador? El primero no tiene más que seguir el modelo que el otro debe proponer; éste es el mecánico que inventa la máquina, aquél no es más que el obrero que la monta y la hace marchar. «En el nacimiento de las sociedades —dice Montesquieu— son los jefes de las repúblicas los que hacen la institución, y es después la institución la que forma los jefes de las repúblicas»
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.

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