Hay más: pudiendo este mismo gobierno subdividirse, en ciertos respectos, en otras partes, una administrada de un modo y otra de otro, cabe el que estas tres formas combinadas den por resultado una multitud de formas mixtas, cada una de las cuales es multiplicable por todas las formas simples.
En todas las épocas se ha discutido mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una de ellas es la mejor en ciertos casos y la peor en otros.
Si en los diferentes Estados el número de los magistrados supremos debe estar en razón inversa del de ciudadanos, se sigue que, en general, el gobierno democrático conviene a los pequeños Estados; el aristocrático, a los medianos, y la monarquía, a los grandes. Esta regla está deducida de un modo inmediato del principio. Pero ¿cómo contar la multitud de circunstancias que pueden dar lugar a excepciones?
Quien hace la ley sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada e interpretada. Parece, pues, que no puede tenerse mejor constitución que aquella en que el poder ejecutivo esté unido al legislativo; mas esto mismo es lo que hace a este gobierno insuficiente en ciertos respectos, porque las cosas que deben ser distinguidas no lo son, y siendo el príncipe y el soberano la misma persona, no forman, por decirlo así, sino un gobierno sin gobierno.
No es bueno que quien hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo aparte su atención de los puntos de vista generales para fijarla en los objetos particulares. No hay nada más peligroso que la influencia de los intereses privados en los asuntos públicos; y el abuso de las leyes por el gobierno es un mal menor que la corrupción del legislador, consecuencia inevitable de que prevalezcan puntos de vista particulares. Cuando así acontece, alterado el Estado en su sustancia, se hace imposible toda reforma. Un pueblo que no abusase nunca del gobierno, no abusaría tampoco de la independencia; un pueblo que siempre gobernase bien, no tendría necesidad de ser gobernado.
De tomar el vocablo en todo el rigor de su acepción habría que decir que no ha existido nunca verdadera democracia, y que no existirá jamás, pues es contrario al orden natural que el mayor número gobierne y el pequeño sea gobernado. No se puede imaginar que el pueblo permanezca siempre reunido para ocuparse de los asuntos públicos, y se comprende fácilmente que no podría establecer para esto comisiones sin que cambiase la forma de la administración.
En efecto; yo creo poder afirmar, en principio, que cuando las funciones del gobierno están repartidas entre varios tribunales, los menos numerosos adquieren, pronto o tarde, la mayor autoridad, aunque no sea sino a causa de la facilidad misma para resolver los asuntos que naturalmente se les somete.
Por lo demás, ¡cuántas cosas difíciles de reunir no supone este gobierno! Primeramente, un Estado muy pequeño, en que el pueblo sea fácil de congregar y en que cada ciudadano pueda fácilmente conocer a los demás; en segundo lugar, una gran sencillez de costumbres, que evite multitud de cuestiones y de discusiones espinosas; además, mucha igualdad en las categorías y en la fortuna, sin lo cual la igualdad no podría subsistir por largo tiempo en los derechos y en la autoridad; en fin, poco o ningún lujo, porque éste, o es efecto de las riquezas, o las hace necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre: a uno, por su posesión, y al otro, por la envidia; entrega la patria a la molicie, a la vanidad; quita al Estado todos sus ciudadanos, para esclavizarlos unos a otros y todos a la opinión.
He aquí por qué un autor célebre ha considerado la virtud como la base de la república
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, porque todas estas condiciones no podrían subsistir sin la virtud; pero por no haber hecho las distinciones necesarias, este gran genio ha carecido con frecuencia de exactitud; algunas veces, de claridad, y no ha visto que, siendo la autoridad soberana en todas las partes la misma, debe tener lugar en todo Estado bien constituido el mismo principio, más o menos ciertamente, según la forma de gobierno.
Agreguemos que no hay gobierno tan sujeto a las guerras civiles y agitaciones intestinas como el democrático o popular, porque tampoco hay ninguno que tienda tan fuerte y continuamente a cambiar la forma, ni que exija más vigilancia y valor para ser mantenido en ella. En esta constitución es, sobre todo, en la que el ciudadano debe armarse de fuerza y de constancia, y decir cada día de su vida, desde el fondo de su corazón, lo que decía un virtuoso palatino
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en la Dieta de Polonia:
Malo periculosam libertatem quam quietum servitium.
Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Mas un gobierno tan perfecto no es propio para los hombres.
Tenemos aquí dos personas morales muy distintas, a saber: el gobierno y el soberano; y, por consiguiente, dos voluntades generales, una con relación a todos los ciudadanos, y otra solamente con respecto a los miembros de la administración. Así, aunque el gobierno pueda reglamentar su política interior como le plazca, no puede nunca hablar al pueblo sino en nombre del soberano, es decir, en nombre del pueblo mismo; no hay que olvidar nunca esto.
Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los jefes de las familias deliberaban entre sí sobre los asuntos públicos. Los jóvenes cedían sin trabajo ala autoridad de la experiencia. De aquí, los nombres de
sacerdotes, senado, gerontes
. Los salvajes de América septentrional se gobiernan todavía así en nuestros días, y están muy bien gobernados.
Pero a medida que la desigualdad de la institución prevalece sobre la desigualdad natural, la riqueza o el poder
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fueron preferidos a la edad, y la aristocracia se convirtió en electiva. Finalmente, el poder transmitido con los bienes de padres a hijos formó las familias patricias, convirtió al gobierno en hereditario y se vieron senadores de veinte años.
Hay, pues, tres clases de aristocracia: natural, electiva y hereditaria. La primera no es apropiada sino para los pueblos sencillos; la tercera es el peor de todos los gobiernos. La segunda es la mejor: es la aristocracia propiamente dicha.
Además de la ventaja de la distinción de los dos poderes, tiene la de la elección de sus miembros, porque en el gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados; pero éste los limita a un pequeño número y no llegan a serio sino por elección
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, medio por el cual la probidad, las luces, la experiencia y todas las demás razones de preferencia y estimación pública son otras tantas nuevas garantías de que será gobernado con acierto.
Además, las asambleas se hacen más cómodamente; los negocios se discuten más a conciencia, solucionándose con más orden y diligencia; el crédito del Estado se mantiene mejor entre los extranjeros por venerables senadores que por una multitud desconocida o despreciada.
En una palabra: es el orden mejor y más natural aquel por el cual los más sabios gobiernan a la multitud, cuando se está seguro que la gobiernan en provecho de ella y no para el bien propio. No es necesario multiplicar en vano estos resortes, ni hacer con veinte mil hombres lo que ciento bien elegidos pueden hacer aún mejor. Pero es preciso reparar en que el interés de cuerpo comienza ya aquí a dirigir menos la fuerza pública sobre la regla de la voluntad general y que otra pendiente inevitable arrebata a las leyes una parte del poder ejecutivo.
Atendiendo a las conveniencias particulares, no se necesita ni un Estado tan pequeño ni un pueblo tan sencillo y recto que la ejecución de las leyes sea una secuela inmediata de la voluntad pública, como acontece en una buena democracia. Y no es conveniente tampoco una nación tan grande que los jefes dispersos con la misión de gobernarla puedan romper con el soberano cada uno en su provincia, y comenzar por hacerse independientes para terminar por ser los dueños.
Mas si la aristocracia exige algunas virtudes menos el gobierno popular, exige también otras que le son propias, como la moderación en los ricos y la conformidad en los pobres; porque parece que una igualdad rigurosa estaría fuera de lugar: ni en Esparta fue observada.
Por lo demás, si esta forma de gobierno lleva consigo una cierta desigualdad de fortuna es porque, en general, la administración de los asuntos públicos está confiada a los que mejor pueden dar todo su tiempo; pero no, como pretende Aristóteles, porque los ricos sean siempre preferidos. Por el contrario, importa que una elección opuesta enseñe algunas veces al pueblo que hay en el mérito de los hombres razones de preferencia más importantes que la riqueza.
Hasta aquí hemos considerado al príncipe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes y depositaría en el Estado del poder ejecutivo. Ahora tenemos que considerar este poder en manos de una persona natural, de un hombre real, que sólo tiene derecho a disponer de él según las leyes. Es lo que se llama un monarca o un rey.
Todo lo contrario de lo que ocurre en las demás administraciones, en las que el ser colectivo representa a un individuo; en ésta, un individuo representa un ser colectivo; de suerte que la unidad moral que constituye el príncipe es, al mismo tiempo, una unidad física, en la cual todas las facultades que la ley reúne en la otra con tantos esfuerzos se encuentran reunidas de un modo natural.
Así, la voluntad del pueblo y la voluntad del príncipe y la fuerza pública del Estado y la fuerza particular del gobierno, todo responde al mismo móvil, todos los resortes de la máquina están en la misma mano, todo marcha al mismo fin; no hay movimientos opuestos que se destruyan mutuamente. No se puede imaginar un tipo de constitución en el cual un mínimum de esfuerzo produzca una acción más considerable. Arquímedes, sentado tranquilamente en la playa y sacando sin trabajo un barco a flote, se me representa como un monarca hábil, gobernando desde su gabinete sus vastos Estados y haciendo moverse todo con actitud de inmovilidad.
Mas si no hay gobierno que tenga más vigor, no hay otro tampoco en que la voluntad particular tenga más imperio y domine más fácilmente a los demás; todo marcha al mismo fin, es cierto, pero este fin no es el de la felicidad pública, y la fuerza misma de la administración vuelve sin cesar al prejuicio del Estado.
Los reyes quieren ser absolutos, y desde lejos se les grita que el mejor medio de serlo es hacerse amar de sus pueblos.
Esta máxima es muy bella y hasta muy verdadera en ciertos respectos; desgraciadamente, será objeto de burla en las cortes. £1 poder que viene del amor a los pueblos es, sin duda, el mayor; pero es precario, condicional, y nunca se conformarán con él los príncipes. Los mejores reyes quieren poder ser malos si les place, sin dejar de ser los amos. Será inútil que un sermoneador político les diga que, siendo la fuerza del pueblo la suya, su mayor interés es que el pueblo sea floreciente, numeroso, temible; ellos saben muy bien que no es cierto. Su interés personal es, en primer lugar, que el hombre sea débil, miserable y que no pueda nunca resistírsele. Confieso que, suponiendo a los súbditos siempre perfectamente sometidos, el interés del príncipe sería entonces que el pueblo fuese poderoso, a fin de que, siendo suyo este poder, le hiciese temible para sus vecinos; pero como este interés no es sino secundado y subordinado, y las dos suposiciones son incompatibles, es natural que los príncipes den siempre preferencia a la máxima que es más íntimamente útil. Esto es lo que Samuel representaba en grado sumo para los hebreos, y lo que Maquiavelo ha hecho ver con evidencia. Fingiendo dar lecciones a los reyes, se las ha dado muy grandes a los pueblos.
Del Príncipe
, de Maquiavelo, es el libro de los republicanos
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Hemos visto, examinando las cuestiones generales, que la monarquía no conviene sino a los grandes Estados, y lo veremos también al examinarla en sí misma. Mientras más numerosa es la administración pública, más débil es la relación del príncipe con los súbditos y más se aproxima a la igualdad; de suerte que esta relación es una o la igualdad en la propia democracia. Esta relación aumenta a medida que el régimen del gobierno no se restringe, y llega a su máximum cuando el gobierno se halla en manos de uno solo. Entonces la distancia entre el príncipe y el pueblo es mucho mayor y el Estado carece de unión. Para formarla, es preciso, pues, órdenes intermedias, y príncipes, grandes, nobleza. Ahora bien; nada de esto es conveniente para un pequeño Estado, al que arruinan todas estas jerarquías.
Pero si es difícil que un Estado grande sea bien gobernado, lo es mucho más que lo sea por un solo hombre, nadie ignora lo que sucede cuando el rey se nombra sustitutos.
Un defecto esencial e inevitable, que hará siempre inferior el gobierno monárquico al republicano, es que en éste la voz pública no eleva casi nunca a los primeros puestos sino a hombres notables y capaces, que los llenan de prestigio; en tanto que los que llegan a ellos en las monarquías no son las más de las veces sino enredadores, bribonzuelos e intrigantes, a quienes la mediocridad que facilita en las cortes el llegar a puestos preeminentes sólo les sirve para mostrar al público su inepcia, tan pronto como los han alcanzado. El pueblo se equivoca mucho menos en esta elección que el príncipe; el hombre de verdadero mérito es casi tan raro en un ministerio como lo es un tonto a la cabeza de un gobierno republicano. Así, cuando, por una feliz casualidad, uno de estos hombres nacidos para gobernar toma el timón de los asuntos en una monarquía casi arruinada por ese cúmulo de donosos gobernantes, nos sorprendemos de los recursos que encuentra y hace época en el país.
Para que un Estado monárquico pudiese estar bien gobernado, sería preciso que su extensión o su tamaño fuese adecuado a las facultades del que gobierna. Es más fácil conquistar que gobernar. Mediante una palanca suficiente, se puede conmover al mundo con un dedo; mas para sostenerlo hacen falta los hombros de Hércules. Por escasa que sea la extensión de un Estado, el príncipe, casi siempre, es demasiado pequeño para él. Cuando, por el contrario, sucede que el Estado es excesivamente diminuto para su jefe, lo cual es muy raro, también está mal gobernado; porque el jefe, atento siempre a su grandeza de miras, olvida los intereses de los pueblos y no los hace menos desgraciados por el abuso de su ingenuo que un jefe intelectualmente limitado por carecer de cualidades. Sería preciso que un reino se extendiese o se limitase, por decirlo así, en cada reinado según los alcances del príncipe; en cambio, tratándose de un Senado, con atribuciones más fijas, puede el Estado ofrecer límites constantes y la administración no marchar menos bien.