Es cierto que estos cambios son siempre peligrosos y que no conviene nunca tocar al gobierno establecido sino cuando adviene incompatible con el bien público; pero esta circunspección es una máxima política y no una regla de derecho, y el Estado no está más obligado a dejar la autoridad civil a sus jefes de lo que lo está de entregar la autoridad militar a sus generales.
También es cierto que no se sabría, en semejante caso, observar con rigor las formalidades que se requieren para distinguir un acto regular y legítimo de un tumulto sedicioso y la voluntad de un pueblo de los clamores de una facción. Es preciso, sobre todo, no dar al caso ocioso sino lo que no se le puede rehusar en todo el rigor del derecho, y de esta obligación es también de donde el príncipe saca una gran ventaja para conservar su poder, a pesar del pueblo, sin que se pueda decir que lo haya usurpado; porque, apareciendo no usar sino de sus derechos, le es muy fácil extenderlos e impedir, bajo el pretexto de la tranquilidad pública, las asambleas destinadas a restablecer el orden; de suerte que se prevale de un silencio que él impide se rompa, o de las irregularidades que hace cometer, para suponer en su favor la confesión de aquellos a quienes el temor hace callar y para castigar a los que se atreven a hablar. Así es como los decenviros, habiendo sido elegidos al principio por un año, después prorrogado su cargo por otro, intentaron retener perpetuamente su poder, no permitiendo que los comicios se reuniesen; y este fácil medio es el que han utilizado todos los gobiernos del mundo, una vez revestidos de la fuerza pública, para usurpar, antes o después, la autoridad soberana.
Las asambleas periódicas de que he hablado antes son adecuadas para prevenir o diferir esta desgracia, sobre todo cuando no tienen necesidad de convocatoria formal, porque entonces el príncipe no podría oponerse sin declararse abiertamente infractor de las leyes y enemigo del Estado.
La apertura de estas asambleas, que no tienen por objeto sino el mantenimiento del tratado social, debe siempre hacerse por dos proposiciones, que no se puedan nunca suprimir y que sean objeto del sufragio separadamente:
Primera. «Si place al soberano conservar la presente forma de gobierno».
Segunda. «Sí place al pueblo dejar la administración a los que actualmente están encargados de ella».
Doy por supuesto lo que creo haber demostrado, a saber: que no hay en el Estado ninguna ley fundamental que no se pueda revocar, ni el mismo pacto social; porque si todos los ciudadanos se reuniesen para romper ese pacto, de común acuerdo, no se puede dudar de que estaría legítimamente roto. Grocio cree incluso que cada cual, puede renunciar al Estado de que es miembro, y recobrar su libertad natural y sus bienes saliendo del país
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. Ahora bien; sería absurdo que todos los ciudadanos, reunidos, no pudiesen hacer lo que es factible a cada uno de ellos separadamente.
En tanto que muchos hombres reunidos se consideran como un solo cuerpo, no tienen más que una voluntad, que se refiere a la común conservación y al bienestar general. Entonces todos los resortes del Estado son vigorosos y sencillos; sus máximas, claras y luminosas; no tienen intereses embrollados, contradictorios; el bien común se muestra por todas partes con evidencia, y no exige sino buen sentido para ser percibido. La paz, la unión, la igualdad son enemigas de las sutilezas políticas. Los hombres rectos y sencillos son difíciles de engañar, a causa de su sencillez: los ardides, los pretextos refinados no les imponen nada, no son ni siquiera bastante finos para ser engañados. Cuando se ve en los pueblos más felices del mundo ejércitos de campesinos que resuelven los asuntos del Estado bajo una encina y que se conducen siempre con acierto, ¿puede uno evitar el despreciar los refinamientos de las demás naciones que se hacen ilustres y miserables con tanto arte y misterio?
Un Estado gobernado de este modo necesita muy pocas leyes, y a medida que se hace preciso promulgar algunas, esta necesidad se siente universalmente. El primero que las propone no hace sino decir lo que todos han sentido, y no es cuestión, pues, ni de intrigas ni de elocuencia para dar carácter de ley a lo que cada cual ha resuelto hacer, tan pronto como esté seguro de que los demás lo harán como él.
Lo que engaña a los que piensan sobre esta cuestión es que, no viendo más que Estados mal constituidos desde su origen, les impresiona la imposibilidad de mantener en ellos una civilidad semejante; se ríen de imaginar todas las tonterías de que un pícaro sagaz, un charlatán insinuante, podrían persuadir al pueblo de París o de Londres. No saben que Cromwell hubiese sido castigado a ser martirizado por el pueblo de Berna, y al duque de Beauford le habrían sido aplicadas las disciplinas por los ginebrinos.
Pero cuando el nudo social comienza a aflojarse y el Estado a debilitarse; cuando los intereses particulares empiezan a hacerse sentir y las pequeñas sociedades a influir sobre la grande, el interés común se altera y encuentra oposición; ya no reina la unanimidad en las voces; la voluntad general ya no es la voluntad de todos; se elevan contradicciones, debates, y la mejor opinión no pasa sin discusión.
En fin: cuando el Estado, próximo a su ruina, no subsiste sino por una fórmula ilusoria y vana; cuando el vínculo social se ha roto en todos los corazones; cuando el más vil interés se ampara descaradamente en el nombre sagrado del bien público, entonces la voluntad general enmudece: todos, guiados por motivos secretos, no opinan ya como ciudadanos, como si el Estado no hubiese existido jamás, y se hacen pasar falsamente por leyes decretos inicuos, que no tienen por fin más que el interés particular.
¿Se sigue de aquí que la voluntad general esté aniquilada o corrompida? No. Ésta es siempre constante, inalterable, pura; pero está subordinada a otras que se hallan por encima de ella. Cada uno, separando su interés común, se ve muy bien que no puede separarlo por completo; pero su parte del mal público no le parece nada, en relación con el bien exclusivo que pretende apropiarse. Exceptuando este bien particular, quiere el bien general, por su propio interés, tan fuertemente como ningún otro. Aun vendiendo su sufragio por dinero, no extingue en sí la voluntad general; la elude. La falta que comete consiste en cambiar el estado de la cuestión y en contestar otra cosa a lo que se le pregunta; de modo que en vez de decir, respecto de un sufragio: «Es ventajoso para tal hombre o para tal partido que tal o cual opinión se acepte». Así, la ley de orden publico, en las asambleas, no consiste tanto en mantener la voluntad general como en hacer que sea en todos los casos interrogada y que responda siempre.
Tendría que hacer aquí muchas reflexiones sobre el simple derecho a votar en todo acto de soberanía, derecho que nadie puede quitar a los ciudadanos, y sobre el de opinar, proponer, dividir, discutir, que el gobierno tiene siempre gran cuidado en no dejar sino a sus miembros; pero este importante asunto exigiría un tratado aparte y no puedo decirlo todo en éste.
Se ve, por el capítulo precedente, que la manera de tratarse los asuntos generales puede dar un indicio, bastante seguro, del estado actual de las costumbres y de la salud del cuerpo político. Mientras más armonía revista en las asambleas, es decir, mientras más se acerca a la unanimidad en las opiniones, más domina la voluntad general; pero los debates largos, las discusiones, el tumulto, anuncian el ascendiente de los intereses particulares y la decadencia del Estado.
Esto parece menos evidente cuando entran en su constitución dos o más clases sociales, como en Roma los patricios y los plebeyos, cuyas querellas turbaron frecuentemente los comicios, aun en los más gloriosos tiempos de la República; pero esta excepción es más aparente que real, porque entonces, a causa del vicio inherente al cuerpo político, hay, por decirlo así, dos Estados en uno: lo que no es verdad de los dos juntos es verdad de cada uno separadamente. En efecto: hasta en los tiempos más tempestuosos, los plebiscitos del pueblo, cuando el Senado no intervenía en ellos, pasaban siempre tranquilamente y por una gran cantidad de sufragios; no teniendo los ciudadanos más que un interés, no tenía el pueblo más que una voluntad.
En el otro extremo del círculo resurge la unanimidad; cuando los ciudadanos, caídos en la servidumbre, no tenían ya ni libertad ni voluntad, entonces el terror y la adulación convierten en actos de aclamación el del sufragio: ya no se delibera, se adora o se maldice. Tal era la vil manera de opinar el Senado bajo los emperadores. Algunas veces se hacía esto con precauciones ridículas. Tácito observa
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que, bajo Otón, los senadores anonadaban a Vittelius de execraciones, afectando hacer al mismo tiempo un ruido espantoso, a fin de que, si por casualidad llegaba a ser el dominador, no pudiese saber lo que cada uno de ellos había dicho.
De estas diversas consideraciones nacen las máximas sobre las cuales se debe reglamentar la manera de contar los votos y de comparar las opiniones, según que la voluntad general sea más o menos fácil de conocer y el Estado más o menos decadente.
No hay más que una sola ley que por su naturaleza exija un consentimiento unánime: el pacto social, porque la asociación civil es el acto más voluntario del mundo; habiendo nacido libre todo hombre y dueño de sí mismo, nadie puede, con ningún pretexto, sujetarlo sin su asentimiento. Decidir que el hijo de una esclava nazca esclavo es decidir que no nace hombre.
Por tanto, si respecto al pacto social se encuentra quienes se opongan, su oposición no invalida el contrato: impide solamente que sean comprendidos en él; éstos son extranjeros entre los ciudadanos. Una vez instituido el Estado, el consentimiento está en la residencia; habitar el territorio es someterse a la soberanía
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.
Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor número obliga siempre a todos los demás: es una consecuencia del contrato mismo. Pero se pregunta cómo un hombre puede ser libre y obligado a conformarse con las voluntades que no son las suyas. ¿Cómo los que se oponen son libres, aun sometidos a leyes a las cuales no han dado su consentimiento?
Respondo a esto que la cuestión está mal puesta. El ciudadano consiente en todas las leyes, aun en aquellas que han pasado a pesar suyo y hasta en aquellas que le castigan cuando se atreve a violar alguna. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella son ciudadanos y libres
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. Cuando se propone una ley en una asamblea del pueblo, lo que se le pregunta no es precisamente si aprueban la proposición o si la rechazan, sino si está conforme o no con la voluntad general, que es la suya; cada uno, dando su sufragio, da su opinión sobre esto, y del cálculo de votos se saca la declaración de la voluntad general. Por tanto, cuando la opinión contraria vence a la mía, no se prueba otra cosa sino que yo me había equivocado, y que lo que yo consideraba como voluntad general no lo era. Si mi opinión particular hubiese vencido, habría hecho otra cosa de lo que había querido, y entonces es cuando no hubiese sido libre.
Esto supone que todos los caracteres de la voluntad general coinciden con los de la pluralidad, y si cesan de coincidir, cualquiera que sea el partido que se adopte, ya no hay libertad.
Al mostrar anteriormente cómo se sustituían las voluntades particulares de la voluntad general en las deliberaciones públicas, he indicado suficientemente los medios practicables para prevenir este abuso, y aún hablaré de ello después. Respecto al número proporcional de los sufragios para declarar esta voluntad, he dado también los principios sobre los cuales se les puede determinar. La diferencia de un solo voto rompe la igualdad: uno solo que se oponga rompe la unanimidad; pero entre la unanimidad y la igualdad hay muchos términos de desigualdad, en cada uno de los cuales se puede fijar este número según el estado y las necesidades del cuerpo político.
Dos máximas generales pueden servir para reglamentar estas relaciones: una, que cuanto más graves e importantes son las deliberaciones, más debe aproximarse a la unanimidad la opinión dominante; la otra, que cuanta más celebridad exige el asunto debatido, más estrechas deben ser las diferencias de las opiniones; en las deliberaciones que es preciso terminar inmediatamente, la mayoría de un solo voto debe bastar. La primera de estas máximas parece convenir más a las leyes y la segunda a los asuntos. De cualquier modo que sea, sobre su combinación es sobre lo que se establecen las mejores relaciones que se pueden conceder a la pluralidad para pronunciarse en uno u otro sentido.
Respecto a las elecciones del príncipe y de los magistrados, que son, como he dicho, actos complejos, se pueden seguir dos caminos, a saber: la elección y la suerte. Uno y otro han sido empleados en diversas repúblicas y se ve aún actualmente una mezcla muy complicada de los dos en la elección del dogo de Venecia.
«El sufragio por la suerte —dice Montesquieu
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— es de la naturaleza de la democracia». Convengo en ello; pero ¿cómo es así? «La suerte —continúa— es una manera de elegir que no aflige a nadie, deja a cada ciudadano una razonable esperanza de servir a la patria». Éstas no son razones.
Si se fija uno en que la elección de los jefes es una función del gobierno y no de la soberanía, se verá por qué el procedimiento de la suerte está más en la naturaleza de la democracia, en la cual la administración es tanto mejor cuanto menos se repiten los actos.
En toda verdadera democracia, la magistratura no es una ventaja, sino una carga onerosa, que no se puede imponer con justicia a un particular y no a otro. Sólo la ley puede imponer esta carga a aquel sobre quien recaiga la suerte. Porque entonces, siendo igual la condición para todos, y no dependiendo la elección de ninguna voluntad humana, no hay ninguna aplicación particular que altere la universalidad de la ley.
En la aristocracia, el príncipe elige al príncipe, el gobierno se conserva por sí mismo y, a causa de ello, los sufragios están bien colocados.
El ejemplo de la elección del dogo de Venecia confirma esta distinción, lejos de destruirla; esta forma mixta conviene a un gobierno mixto. Porque es un error tomar el gobierno de Venecia por una verdadera aristocracia. Si bien el pueblo no toma allí ninguna parte en el gobierno, la nobleza misma es pueblo. Una multitud de pobres Barnabotes no se aproximan jamás a ninguna magistratura, y sólo tienen de su nobleza el vano título de excelencia y el derecho de asistir al gran Consejo; siendo este gran Consejo tan numeroso como nuestro Consejo general en Ginebra, no tienen sus ilustres miembros más privilegios que nuestros simples ciudadanos. Es cierto que, quitando la extrema disparidad de las dos repúblicas, la burguesía de Ginebra representa exactamente el patriciado veneciano; nuestros naturales del país y habitantes representan a los ciudadanos y el pueblo de Venecia; nuestros campesinos representan los súbditos de tierras arrendadas; en fin, de cualquiera manera que se considere esta república, abstracción hecha de su extensión, su gobierno no es más aristocrático que el nuestro. La diferencia estriba en que, no teniendo ningún jefe vitalicio, no tenemos la misma necesidad de la suerte.