Aquel que ose emprender la obra de instituir un pueblo, debe sentirse en estado de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo más grande, del cual recibe, en cierto modo, este individuo su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla; de sustituir una existencia parcial y moral por la existencia física e independiente que hemos recibido de la Naturaleza. Es preciso, en una palabra, que quite al hombre sus fuerzas propias para darle otras que le sean extrañas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de otro. Mientras más muertas y anuladas queden estas fuerzas, más grandes y duraderas son las adquiridas y más sólida y perfecta la institución; de suerte que si cada ciudadano no es nada, no puede nada sin todos los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislación se encuentra en el más alto punto de perfección que es capaz de alcanzar.
El legislador es, en todos los respectos, un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su genio, no debe serlo menos atendiendo a su función. Ésta no es de magistratura, no es de soberanía. La establece la república, pero no entra en su constitución; es una función particular y superior que no tiene nada de común con el imperio humano, porque si quien manda a los hombres no debe ordenar a las leyes, el que ordena a las leyes no debe hacerlo a los hombres; de otro modo, estas leyes, ministros de sus pasiones, no harían frecuentemente sino perpetuar sus injusticias; nunca podría evitar que miras particulares alterasen la santidad de su obra.
Cuando Licurgo dio leyes a su patria comenzó por abdicar de la realeza. Era costumbre, en la mayor parte de las ciudades griegas, confiar a extranjeros el establecimiento de las suyas. Las repúblicas modernas de Italia imitaron con frecuencia este uso; la de Ginebra hizo lo mismo, con éxito
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. Roma, en su más hermosa edad, vio brotar en su seno todos los crímenes de la tiranía, y estuvo próxima a perecer por haber reunido sobre las mismas cabezas la autoridad legislativa y el poder soberano.
Sin embargo, ni siquiera los decenviros se arrogaron nunca el derecho de hacer pasar ninguna ley con su sola autoridad. «Nada de lo que os proponemos —decían al pueblo— puede pasar como ley sin vuestro consentimiento. Romanos: sed vosotros mismos los autores de las leyes que deben hacer vuestra felicidad».
Quien redacta las leyes no tiene, pues, o no debe tener, ningún derecho legislativo, y el pueblo mismo no puede, cuando quiera, despojarse de este derecho incomunicable; porque, según el pacto fundamental, no hay más que voluntad general que obligue a los particulares, y no se puede jamás asegurar que una voluntad particular está conforme con la voluntad general sino después de haberla sometido a los sufragios libres del pueblo. Ya he dicho esto, pero no es inútil repetirlo.
Así se encuentra a la vez, en la obra de la legislación, dos cosas que parecen incompatibles: una empresa que está por encima de la fuerza humana y, para ejecutarla, una autoridad que no es nada.
Otra dificultad que merece atención: los sabios que quieren hablar al vulgo en su propia lengua, en lugar de hacerlo en la de éste, no lograrán ser comprendidos. Ahora bien: hay mil categorías de ideas que es imposible traducir a la lengua del pueblo. Los puntos de vista demasiado generales y los objetos demasiado alejados están igualmente fuera de su alcance; cada individuo, no gustando de otro plan de gobierno que el que se refiere a su interés particular, percibe difícilmente las ventajas que debe sacar de las privaciones continuas que imponen las buenas leyes. Para que un pueblo que nace pueda apreciar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón del Estado, sería preciso que el efecto pudiese convertirse en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiese a la institución misma, y que los hombres fuesen, antes de las leyes, lo que deben llegar a ser merced a ellas. Así pues, no pudiendo emplear el legislador ni la fuerza ni el razonamiento, es de necesidad que recurra a una autoridad de otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.
He aquí lo que obligó en todos los tiempos a los padres de la nación a recurrir a la intervención del cielo y a honrar a los dioses con su propia sabiduría, a fin de que los pueblos, sometidos a las leyes del Estado como a las de la Naturaleza, y reconociendo el mismo poder en la formación del hombre y en la de la ciudad, obedeciesen con libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública.
Esta razón sublime, que se eleva por encima del alcance de los hombres vulgares, es la que induce al legislador a atribuir las decisiones a los inmortales, para arrastrar por la autoridad divina a aquellos a quienes tío podría estremecer la prudencia humana
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. Pero no corresponde a cualquier hombre hacer hablar a los dioses ni ser creído cuando se anuncie para ser su intérprete. La gran alma del legislador es el verdadero milagro, que debe probar su misión. Todo hombre puede grabar tablas de piedra, o comprar un oráculo, o fingir un comercio secreto con alguna divinidad, o amaestrar un pájaro para hablarle al oído, o encontrar medios groseros para imponer aquéllas a un pueblo. El que no sepa más que esto, podrá hasta reunir un ejército de insensatos; pero nunca fundará un imperio, y su extravagante obra perecerá en seguida con él. Vanos prestigios forman un vínculo pasajero; sólo la sapiencia puede hacerlo duradero. La ley judaica, siempre subsistente; la del hijo de Ismael, que desde hace diez siglos rige la mitad del mundo, pregona aún hoy a los grandes hombres que las han dictado; y mientras que la orgullosa filosofía o el ciego espíritu de partido no ven en ellos más que afortunados impostores, el verdadero político admira en sus instituciones este grande y poderoso genio que preside a las instituciones duraderas.
No es preciso deducir de todo esto, con Warburton
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, que la política y la religión tengan, entre nosotros, un objeto común, sino que en el origen de las naciones la una sirve de instrumento a la otra.
Lo mismo que un arquitecto antes de levantar un gran edificio observa y sondea el terreno para ver si puede soportar el peso de aquél, así el sabio legislador no comienza por redactar buenas leyes en sí mismas, sino que antes examina si el pueblo al cual las destina es adecuado para recibirlas. Ésta fue la razón por la cual Platón rehusó dar leyes a los arcadios y a los cirenienses, sabiendo que estos dos pueblos eran ricos y no podían sufrir la igualdad; he aquí el motivo de que se vieran en Creta buenas leyes y hombres malos, porque Minos no había disciplinado sino un pueblo lleno de vicios.
Mil naciones han florecido que nunca habrían podido tener buenas leyes, y aun las que las hubiesen podido soportar sólo hubiese sido durante breve tiempo. La mayor parte de los pueblos, como de los hombres, no son dóciles más que en su juventud: se hacen incorregibles al envejecer. Una vez que las costumbres están establecidas y los prejuicios arraigados, es una empresa peligrosa y vana el querer reformarlos: el pueblo no puede consentir que se toque a sus males para destruirlos de un modo semejante a esos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan a la vista del médico.
Lo mismo que ocurre con algunas enfermedades que trastornan la cabeza de los hombres y les borran el recuerdo del pasado, se encuentran algunas veces, en la vida de los Estados, épocas violentas en que las revoluciones obran sobre los pueblos como ciertas crisis sobre los individuos, en que el horror al pasado sustituye al olvido y en que el Estado, a su vez, oprimido por las guerras civiles, renace, por decirlo así, de sus cenizas y vuelve a adquirir el vigor de la juventud saliendo de los brazos de la muerte. Así acaeció en Esparta en tiempo de Licurgo; en Roma, después de los Tarquinos, y entre nosotros, en Holanda y Suiza, después de la expulsión de los tiranos.
Mas estos acontecimientos son raros, son excepciones, cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del Estado motivo de excepción. Ni siquiera podrían ocurrir dos veces en el mismo pueblo, puesto que puede hacerse libre mientras sólo sea bárbaro; mas no puede hacerlo una vez que se ha gastado el resorte civil. Entonces, las turbulencias pueden destruirlo, sin que las revoluciones puedan restablecerlo, y tan pronto como los hierros se rompen, se dispersa y ya no existe; a partir de este momento necesita un dominador y no un libertador. ¡Pueblos libres, acordaos de esta máxima: «Se puede adquirir la libertad, pero no se la puede recobrar jamás»!
La juventud no es la infancia. Hay para las naciones, como para los hombres, una época de juventud, o si se quiere, de madurez, a la que hay que esperar antes de someter a aquéllos a las leyes. Pero la madurez de un pueblo no siempre es fácil de reconocer, y si se anticipa la obra, fracasa. Tal pueblo es disciplinado desde que nace; tal otro lo es al cabo de diez siglos. Los rusos no serán nunca verdaderamente civilizados, porque lo han sido demasiado pronto. Pedro tenía el genio imitativo, el verdadero genio, el que crea y todo lo hace de la nada. Algunas de las cosas que hizo estaban bien; la mayor parte, fuera de lugar, Vio que su pueblo era bárbaro, no vio que no estaba maduro para la civilidad; quiso civilizarlo, cuando sólo era preciso hacerlo aguerrido; quiso, desde luego, hacer alemanes o ingleses, cuando era preciso comenzar por hacer rusos; impidió a sus súbditos llegar a ser nunca lo que podían ser persuadiéndoles de que eran lo que no son. Así es como un preceptor francés educa a su alumno, para brillar en el momento de su infancia y para no ser luego nada. El Imperio ruso querrá subyugar a Europa, y él será subyugado. Los tártaros, sus súbditos o sus vecinos, llegarán a ser sus dueños y los nuestros: esta revolución me parece infalible. Todos los reyes de Europa trabajan de consuno para acelerarla.
Del mismo modo que la Naturaleza ha dado límites a la estatura de un hombre bien conformado, pasados los cuales no hace sino gigantes o enanos, ha tenido en cuenta, para la mejor constitución de un Estado, los límites de la extensión que puede alcanzar a fin de que no sea, ni demasiado grande para poder ser bien gobernado, ni demasiado pequeño para poderse sostener por sí mismo. Existe en todo cuerpo político un
máximum
de fuerzas que no puede sobrepasarse, del cual se aleja con frecuencia, a fuerza de ensancharse. Mientras más se extiende el vínculo social, más se afloja, y, en general, un Estado pequeño es proporcionalmente más fuerte que uno grande.
Mil razones demuestran esta máxima. Primeramente, la administración se hace más penosa con las grandes distancias, como un peso aumenta colocado al extremo de una palanca mayor. Es también más onerosa a medida que los grados se multiplican; porque cada ciudad tiene, primero, la suya, que el pueblo paga; cada distrito, la suya, también pagada por el pueblo; después, cada provincia; luego, los grandes gobiernos, las satrapías, los virreinatos, y es preciso pagar más caro a medida que se sube, y siempre a expensas del desgraciado pueblo. Por Fin viene la administración suprema, que todo lo tritura. Con tantos recargos como agotan continuamente a los súbditos, lejos de estar mejor gobernados por todos estos diferentes órdenes, lo están mucho menos que si no hubiese más que uno solo por encima de ellos. Sin embargo, apenas quedan recursos para los casos extraordinarios, y cuando es preciso recurrir a ellos, el Estado está siempre en vísperas de su ruina.
No es esto todo; no solamente tiene menos vigor y celeridad el gobierno para hacer observar las leyes, impedir vejaciones, corregir abusos, prevenir empresas sediciosas que pueden realizarse en lugares alejados, sino que el pueblo siente menos afecto por sus jefes, a los cuales no ve nunca; a la patria, que es a sus ojos como el mundo, y a sus conciudadanos, de los cuales la mayor parte le son extraños. Las mismas leyes no pueden convenir a tantas provincias diversas, que tienen diferentes costumbres, que viven bajo climas opuestos y que no pueden soportar la misma forma de gobierno. Leyes diferentes no engendran sino turbulencia y confusión entre los pueblos que, al vivir bajo los mismos jefes, y en una comunicación continua, se relacionan y contraen matrimonio unos con otros, y sometidos a otras costumbres no saben nunca si su patrimonio es completamente propio. Las capacidades intelectuales no se aprovechan y los vicios quedan impunes en esta multitud de hombres, desconocidos unos de otros, que la organización administrativa suprema reúne en un mismo lugar. Los jefes, agotados por los negocios, no ven nada por sí mismos, y gobiernan al Estado sus delegados. Por último, las medidas que hay que tomar para mantener a la autoridad general, de la cual tantos empleados subalternos quieren sustraerse o imponerla, absorben todas las atenciones públicas; no queda nada para la felicidad del pueblo; apenas resta algo para su defensa en caso de necesidad, y así es como un cuerpo demasiado grande por su constitución se abate y perece aplastado bajo su propio peso.
Por otra parte, el Estado debe proporcionarse una cierta base para tener solidez, para resistir las sacudidas que no dejará de experimentar y los esfuerzos que se verá obligado a realizar para sostenerse; porque todos los pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga, mediante la cual ellos obran unos sobre otros y tienden a agrandarse a expensas de sus vecinos, como los torbellinos de Descartes. Así, los débiles están expuestos a ser devorados en seguida, y apenas puede nadie conservarse sino poniéndose con todos en una especie de equilibrio, que hace el empuje aproximadamente igual en todos sentidos.
Se ve, pues, que hay razones así para extenderse como para reducirse. Y no es el menor talento del político encontrar entre unas y otras la solución más ventajosa para la conservación del Estado. Se puede decir, en general, que los primeros, no siendo sino exteriores y relativos, deben ser subordinados a los otros, que son internos y absolutos. Una sana y fuerte constitución es la primera cosa que es preciso buscar. Y se debe contar, más con el vigor que nace de un buen gobierno, que con los recursos que proporciona un gran territorio.
Por lo demás, se han visto Estados de tal modo establecidos que la necesidad de conquistar entraba en su misma constitución, y que para mantenerse se veían obligados a ensancharse sin cesar. Acaso se regocijasen demasiado por esta feliz necesidad, que les señalaba, sin embargo, con el término de su grandeza, el inevitable momento de su caída.