—Siento haber pensado mal de vos…
—¿Quieres un consejo, Alonso? ¡Guárdate de los que hacen mal sin sacar provecho; es decir, de los necios como yo!
—Vos no sois ningún necio.
Comenzaron a caminar juntos hacia la plaza donde seguía la fiesta.
—Todos los combatientes aseguran que Dios o el Rey están de su parte, ¿sabes para qué? Para poder matar sin remordimientos, sin sentirse responsables del sufrimiento que provocan. Durante años, yo robé, maté, secuestré y asesiné en nombre de la Corona… ¡Créeme, he sido cruel, sanguinario y necio! Pero… me he enamorado y, si ella consiente en casarse conmigo, cambiaré de vida.
Alonso sintió una punzada de dolor en el pecho. Tuvo que hacer un esfuerzo para que no le temblara la voz al preguntar:
—¿Se lo habéis pedido?
—Aún no. Espero que me acepte.
—Os aceptará —musitó con una pena infinita.
—¿Sabéis a quién me refiero?
—Sí.
—Por lo visto, todo el mundo se ha percatado de nuestro amor. ¡Nunca había conocido a nadie como ella! ¡Es tan perspicaz, hermosa y discreta!
—Lo sé.
—Parece un milagro que una mujer así se haya enamorado de un viejo capitán, lleno de cicatrices… tanto en el cuerpo como en el alma.
Alonso tragó saliva.
—No es ningún milagro, capitán Salazar. Acabáis de demostrar que sois un hombre excepcional. Siento no haberme percatado antes de ello.
—¿A qué viene esa expresión tan sombría, grumete? ¿Es que no te alegras de mi suerte?
Alonso tragó aire para deshacer el nudo que le atenazaba la garganta y replicó:
—De buena gana me cambiaría con vos.
El capitán lo abrazó emocionado.
—Gracias, Alonso. Cuenta con mi amistad para lo que sea menester. ¿Vas a quedarte en el Nuevo Mundo?
—Aún no lo he pensado. Aunque nada me retiene aquí.
—Esta es una tierra de oportunidades.
—Creo que ahorraré dinero para regresar.
—¿A Caaveiro? ¿Te vas a hacer fraile como tu mentor?
—Quizá.
—Yo, de ahora en adelante, me olvidaré de la conquista para dedicarme a otras tareas.
—Os deseo prosperidad en ellas y felicidad en vuestro matrimonio. ¡Dios os guarde, capitán Salazar!
—¡Espera, Alonso! —exclamó al ver que hacía ademán de irse—. Tengo algo más que proponerte, ¿o no tienes tiempo…?
Alonso titubeó un instante hasta que logró controlar la amargura que estaba a punto de asomar a su semblante.
—Sí, lo tengo —contestó al fin.
—¿Has oído hablar de los hermanos Goes?
—Sí, junto con don Brás son de los
fazendeiros
más importantes de Brasil.
—Acabo de reunirme con ellos y con el gobernador, como ya sabes.
—Sí, os seguí.
—Me han propuesto un negocio que podría interesarme: traerían ganado vacuno y porcino de la Península y yo lo distribuiría por esta zona. En Asunción hay gran necesidad de ganado de engorde y sucederá lo mismo en todo el Río de la Plata, cuando lo colonicemos.
—¿No se opondrán los españoles a que comerciéis con los portugueses, o viceversa?
—Desde hace aproximadamente un año, las relaciones entre nuestros reinos han sufrido un cambio espectacular. Don Juan III de Portugal está a punto de casar al único hijo que le queda vivo, el príncipe Juan, con una infanta española: doña Juana de Austria, hermana de nuestro amado príncipe Felipe.
—¡Qué lío de familia! El príncipe Juan es sobrino del emperador Carlos I y, según lo que decís, pronto será también su yerno.
—Así es, Alonso. Se casan de continuo entre sí. Además, nuestro emperador quiere hacer las paces con el rey portugués por otra razón —bajó la voz y añadió—: Se rumorea que la salud del príncipe Juan de Portugal es muy frágil y, si muere sin sucesión, quién sabe…, quizá su hijo Felipe herede algún día los reinos de España y ¡de Portugal!
Le hizo enmudecer una algarabía de gritos y juramentos que provenía de la plaza.
—Está a punto de empezar la batalla del
Entrudo
y he prometido asistir. Como te comentaba, tenemos el propósito de llevar ganado desde Santos a Asunción.
—¿A través de la selva…?
—Sí. Hay una picada que los indios guaraníes mantienen libre de maleza y que comunica Asunción con la costa. Mi amigo Ulrico la usó y nosotros también podríamos si pagamos a los indios por hacerlo. No creo que se opongan. Los guaraníes son pacíficos y amigables.
—¿Y los tupíes?
—Esos nos comerán si nos atrapan. Últimamente están en buenas relaciones con los portugueses y solo nos atacan a los españoles —bajó la voz y añadió, burlón—: No me extrañaría que por sugerencia de Tomé de Souza. Bueno, quería proponerte que vinieras conmigo.
Alonso se avergonzó de su ruindad. Aquel hombre, al que durante tanto tiempo había considerado altanero, cruel y soberbio, no había hecho más que ayudarlo. Era valiente, inteligente y generoso, como creía Ana. Si él no lo había sabido ver antes era, precisamente, por celos.
—Capitán, debo pediros disculpas por mi comportamiento y desearos otra vez mucha suerte en la nueva vida que vais a emprender…
—¿Quieres venir conmigo a Asunción? Necesito ayuda para conducir el ganado.
—No soy diestro con las armas.
—Pues bien que sacaste el puñal. Aquel muchachito del barco se ha convertido en un hombre valiente, capaz de encararse con cualquiera. Pero no necesito un soldado, sino alguien que sepa tratar al ganado.
—En Pontedeume me dedicaba a cuidar vacas y cerdos…
—Te pagaré bien.
—Ya os dije que me gustaría regresar.
—Piénsalo.
—Os daré la respuesta mañana.
La plaza de Santos era una algarabía de gentes que jugaban a pelearse. Varios grupos se arrojaban los unos a los otros huevos y limones de olor. Cuando se les acababan, echaban mano de todo lo que encontraban en el suelo: guijarros, mondas, cisco, raspas, huesos, lodos o estiércol. Y en el ardor de la batalla se despojaban de prendas menudas como cintas, zapatillas, golas, birretes y hasta herreruelos, para lanzárselos también a los contrarios. Entre bromas y gritos resbalaban, se caían, volvían a levantarse y no paraban de reír.
Rumiando las revelaciones que acababa de hacerle el capitán, Alonso atravesó la plaza cabizbajo. De repente, un huevo relleno de hollín se estampó contra su cara. Le siguió otro, y otro más. A continuación, tres bolas de cera se estrellaron contra su capa manchándola con un líquido maloliente. Al levantar la cabeza vio a cuatro muchachas que estallaban en carcajadas.
—¡Señora Ana! —exclamó al descubrir el rostro de su amada bajo una capa de sudor, barro y otras sustancias desconocidas.
—Lo siento, mancebo. Creí que participabas en la batall… ¡Alonso!
—¿Podemos hablar un momento? Quiero pediros disculpas por…
—No es menester.
—Tengo algo que contaros.
Ana dudó.
—Es muy importante —insistió Alonso. Se acercó y le dijo al oído—: Tiene que ver con el capitán Salazar.
¡Plaf! Otro huevo se estrelló contra su frente.
—¡Estaos quietas! —exclamó Ana volviéndose a sus compañeras—. Esperadme, volveré enseguida.
Hizo una seña a Alonso para que la siguiera y caminó hacia una de las salidas de la plaza, donde el ruido era menor.
—¿De qué se trata? —le preguntó, una vez que volvieron la esquina.
—Quiero pediros perdón por las muchas ocasiones en que he denostado al capitán Salazar. —Agachó la cabeza—. Teníais razón, señora. No es ningún traidor, sino un hombre excepcional. Un caballero valiente y honrado, digno de vos.
—Cuando huíamos de la plantación, insinuaste que había amañado mi matrimonio con don Brás.
—Estaba atormentado por los celos y vos me despreciasteis, no sé por qué.
—Porque no me gustó que trabajaras de capataz de los esclavos.
—¡Os juro por lo más sagrado que jamás maltraté a ninguno! Es más, me vi forzado a huir por defender a un esclavo.
—¿Y eso es lo importante que tenías que decirme? —le preguntó con acritud.
—No. Quería informaros de que el capitán os corresponde.
El griterío en la plaza llegó a su apogeo.
—¿Quieres decir que está enamorado de mí?
—Eso me dio a entender. Dijo que piensa pedir en breve vuestra mano.
—¡Alabado sea Dios! ¿Estás seguro?
—Acabo de hablar con él. —Al ver la alegría de Ana, lo invadió una pena infinita—. Ahora, si me disculpáis, tengo que marcharme.
—¡Gracias, Alonso! ¡Muchas gracias! Yo… también tengo que pedirte disculpas, estaba equivocada contigo.
—No tiene importancia. Adiós, señora Ana de Rojas.
—¡Adiós!
Ana corrió hacia la plaza dando saltitos de alegría.
Al entrar, vio en el extremo opuesto a Salazar. Trataba de llegar a la tribuna, pero unas damas se lo impedían tirándole huevos y limones de olor.
«Tendré que atarlo corto cuando nos casemos. ¡Es tan gallardo!», pensó estremecida de satisfacción.
Tras recoger unos cuantos huevos y cascaras de frutas de la canasta que llevaban sus amigas, se abrió paso hasta el capitán para ayudarle a salir del acoso de las damas. Recibió varios proyectiles por el camino.
—Tomad estos huevos, capitán, y defendeos con ellos.
—¡Gracias, Ana! —contestó muy sonriente.
—De nada, capitán.
Salazar lanzó unos cuantos huevos a las damas que lo acorralaban y acabó de romper el cerco a empujones. Ana, protegida tras un poste, le hizo señas para que se acercase.
—Alonso me ha referido la conversación que acabáis de mantener con él.
—¿Y qué opinas? —Se agachó para esquivar un huevo que acabó estrellándose en la cara de Ana.
—¡Ay! Os aprecio, don Juan… Y…
—Ahora tengo que dejarte, Ana. —Señaló al grupo de damas portuguesas, entre las que estaba Isabel de Contreras, que le esperaban en la tribuna—. Como ves, me están esperando para continuar la batalla.
—¿Cuándo os veré… ?
—Te mandaré recado, tengo algo… importante que pedirte. Pero ahora no es el momento. ¡Hasta pronto, Ana!
—Hasta pronto… Quiero que sepáis… que…
Un grupo de cantores acalló su voz.
«¡Despídanse de la carne, también de la longaniza, porque se nos va llegando el Miércoles de Ceniza!», corearon a voz en grito. E impidieron al capitán oír las últimas palabras de Ana:
—… Yo… también os amo.
Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. Mes de febrero del Año del Señor de 1555
E
l altar estaba sin flores y un olor a palma quemada inundaba la iglesia. Una larga fila de fieles esperaba en el pasillo a que el sacerdote, vestido con una casulla de color morado, les pusiera la ceniza en la frente. Ana era la última.
Cuando le tocó el turno vio que se trataba del padre Juan Fernández Carrillo, que, después de ponerle la ceniza en la frente, musitó:
—
Memento homo quia pulvis es, el in pulverem reverteris.
A continuación, el sacerdote subió al pulpito, levantó las manos para acallar los murmullos de los fieles y declamó con voz limpia y cristalina:
—¡Hijos míos, hoy comienza la Cuaresma! ¡Tiempo de ayuno y sacrificio en el que hemos de hacer el propósito de acercarnos al Señor! ¡Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te convertirás, nos dice! Porque en este tiempo de Cuaresma quiere que nos desapeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a Él:
«Volved a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos. Desgarrad vuestro corazón y no solo vuestras vestiduras y volved a mí».
Después de los excesos del Carnaval, los feligreses escuchaban con fervor el conmovedor sermón del padre Juan Fernández Carrillo. Menos Ana, que era incapaz de concentrarse en lo que decía. Al entrar en el templo, el capitán Salazar se había acercado a ella y, mientras le daba en la mano agua bendita, le susurró: «Te espero a mediodía en el mercado, en la calle de los plateros».
—… Porque Él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en fidelidad, y se arrepiente de sus amenazas.
Ana cambió de postura. El sermón se le estaba haciendo interminable. No veía el momento de acudir a la cita.
—¡Arrodillaos y rezad! Concédenos, Señor, el perdón, y haznos pasar del pecado a la gracia y de la muerte a la vida.
Se había quedado cerca de la puerta y, cuando concluyó la ceremonia, fue una de las primeras en salir. Al llegar al mercado, buscó la bocacalle donde se agrupaban los plateros y don Juan la aguardaba ya.
—Gracias por venir, Ana —le dijo con una cortés inclinación de cabeza—. Necesito tu ayuda para escoger una joya que voy a regalar a una dama… muy especial, y quiero asegurarme de que le guste.
—¿Qué clase de joya?
—Un anillo de boda.
A Ana le dio un vuelco el corazón.
—¿Pensáis contraer matrimonio…? —preguntó con un hilo de voz.
—Aún no se lo he pedido, aunque sospecha que voy a hacerlo, supongo —añadió con un guiño.
Ana no podía creer lo que le estaba pasando: el capitán le estaba proponiendo que lucra a escoger su propio anillo de boda.
Entraron en el taller de un maestro platero que trabajaba con varios aprendices en una mesa corrida. Les estaba enseñando cómo engastar una piedra, pero al ver a la pareja se interrumpió.
—Dios os guarde, ¿qué deseáis?
—Un anillo de boda —respondió el capitán.