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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

El corredor del laberinto (18 page)

BOOK: El corredor del laberinto
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El lacerador había alterado su curso y había pasado de Alby para dirigirse directamente hacia él. «Por fin —pensó Thomas—, algo va bien». Se impulsó con los pies todo lo que pudo y, columpiándose, huyó de la horrible criatura.

Thomas no necesitaba mirar atrás para saber que el lacerador le ganaba terreno a cada segundo que pasaba. Los sonidos le delataban. Tenía que volver al suelo de algún modo o todo terminaría enseguida.

En el siguiente cambio, dejó que la mano resbalara un poco antes de agarrarse con fuerza. La cuerda de hiedra le quemó la palma, pero ahora estaba unos centímetros más cerca del suelo. Hizo lo mismo con la siguiente enredadera. Y con la siguiente. Tres balanceos más tarde, ya estaba a medio camino de alcanzar el suelo del Laberinto. Un dolor infernal le estalló en los brazos; sintió las punzadas de las manos en carne viva. La adrenalina que le corría por las venas le ayudó a deshacerse del miedo y siguió moviéndose.

Al siguiente balanceo, la oscuridad impidió ver a Thomas la nueva pared que se levantaba frente a él hasta que fue demasiado tarde; el pasillo terminaba y giraba a la derecha.

Se golpeó con la piedra que tenía delante y soltó la enredadera a la que estaba agarrado. Agitó los brazos e intentó agarrarse a cualquier sitio para impedir la caída al duro suelo de piedra. En ese mismo instante, vio el lacerador por el rabillo del ojo. Había cambiado de dirección y estaba casi encima de él, extendiendo su zarpa de agarre.

Thomas encontró una enredadera a mitad de camino del suelo, la cogió y los brazos casi se le desencajaron por el parón. Se apartó de la pared, impulsándose con ambos pies tan fuerte como pudo, balanceándose justo cuando el lacerador atacó con la garra y las agujas. Thomas dio una patada con la pierna derecha y alcanzó el brazo que tenía la garra. Un fuerte chasquido reveló la pequeña victoria, pero la euforia se acabó cuando se dio cuenta de que el impulso de su balanceo le bajaba hasta caer justo encima de la criatura.

Lleno de adrenalina, Thomas juntó las piernas y las subió contra su pecho. Tan pronto como entró en contacto con el cuerpo del lacerador, en cuya piel se hundió unos centímetros de un modo repugnante, tomó impulso con los dos pies, retorciéndose para evitar el enjambre de agujas y garras que venía hacia él en todas las direcciones. Balanceó el cuerpo hacia la izquierda y, luego, saltó hacia el muro del Laberinto para intentar agarrarse a otra enredadera mientras los despiadados instrumentos del lacerador trataban de agarrarle por detrás. Sintió un profundo arañazo en la espalda.

Una vez más, Thomas agitó los brazos y encontró una nueva enredadera, que cogió con ambas manos. Se sujetó a la planta lo justo para disminuir la velocidad de la caída al deslizarse hacia el suelo al tiempo que ignoraba el terrible ardor. En cuanto sus pies tocaron tierra firme, echó a correr, a pesar del agotamiento de su cuerpo.

Un estruendo sonó detrás de él, seguido de los chasquidos y los zumbidos del lacerador mientras rodaba. Pero Thomas se negó a darse la vuelta, pues sabía que cada segundo contaba.

Dobló una esquina del Laberinto y, luego, otra. Pisando fuerte sobre la piedra, huyó tan rápido como pudo. En algún lugar de su mente, registró sus propios movimientos, con la esperanza de vivir el tiempo suficiente para usar esa información y regresar a la puerta. Derecha, después izquierda. Bajó por un largo pasillo y luego dobló a la derecha otra vez. Izquierda. Derecha. Dos a la izquierda. Otro largo pasillo. Los sonidos que le perseguían no disminuían ni se debilitaban, pero él tampoco perdía terreno.

Continuó corriendo, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Mediante grandes bocanadas de aire en busca de aliento, trataba de meter oxígeno en sus pulmones, pero sabía que no podía durar mucho más. Se preguntó si sería más fácil darse la vuelta y luchar, acabar de una vez por todas.

Al doblar la siguiente esquina, derrapó hasta pararse debido a lo que tenía delante. Se quedó mirando fijamente, resollando de un modo incontrolable.

Tres laceradores rodaban enfrente mientras clavaban los pinchos en la piedra e iban directos hacia él.

Capítulo 21

Thomas se dio la vuelta para ver que su perseguidor inicial aún estaba detrás de él, aunque había disminuido un poco la velocidad; abría y cerraba su garra de metal como si estuviera burlándose de él, riéndose.

«Sabe que estoy acabado», pensó. Después de todo aquel esfuerzo, allí estaba, rodeado por los laceradores. Se había terminado. Tras ni siquiera una semana de memoria salvable, su vida se terminaba.

Casi consumido por el dolor, tomó una decisión. Iba a luchar.

Puesto que prefería uno en vez de tres, echó a correr hacia el lacerador que le había perseguido hasta allí. Aquella cosa horrenda se retrajo un par de centímetros y dejó de mover su garra, como si le hubiese impresionado su atrevimiento. Para animarse ante el más mínimo indicio de vacilación, Thomas empezó a gritar mientras cargaba contra su enemigo.

El lacerador volvió a la vida y los pinchos salieron de su piel. Avanzó rodando, preparado para chocar de frente con el chico. Aquel repentino movimiento casi detuvo a Thomas y su breve instante de insensato valor se desvaneció, pero siguió corriendo.

En el último segundo antes de la colisión, justo cuando vio de cerca el metal, el pelo y la baba, Thomas plantó el pie izquierdo y tiró hacia la derecha. Incapaz de disminuir la velocidad, el lacerador pasó zumbando antes de detenerse con una sacudida; Thomas advirtió que la criatura se movía ahora mucho más rápido. Con un aullido metálico, giró y se preparó para saltar sobre su víctima. Pero, ahora que no estaba rodeado, Thomas tenía el camino despejado por aquella dirección.

Se puso de pie enseguida y echó a correr. Los sonidos que le perseguían esta vez eran de cuatro laceradores que se le estaban acercando. Seguro de que estaba apurando su cuerpo más allá de sus límites físicos, siguió corriendo, intentando deshacerse de la descorazonadora sensación de que sólo era cuestión de tiempo que le alcanzaran.

Entonces, tres pasillos más abajo, dos manos tiraron de pronto de él hacia un pasadizo colindante. A Thomas se le subió el corazón a la garganta mientras trataba de soltarse, pero paró cuando se dio cuenta de que era Minho.

—¿Qué…?

—¡Cállate y sígueme! —gritó Minho, llevando a Thomas a rastras hasta que este fue capaz de ponerse de pie.

Sin ni siquiera un momento para pensar, Thomas recobró la calma. Juntos, corrieron por los pasillos, girando una y otra vez. Minho parecía saber exactamente lo que estaba haciendo, adonde iba; nunca se paraba a pensar qué camino debían seguir.

Al doblar la siguiente esquina, Minho intentó hablar y, mientras trataba de recuperar el aliento, dijo entre jadeos:

—He visto… el movimiento que has hecho… ahí atrás… Me ha dado una idea… Sólo tenemos que durar… un poco más.

Thomas no se molestó en malgastar el aliento haciendo preguntas; se limitó a seguir corriendo detrás de Minho. Sin necesidad de volver la vista, sabía que los laceradores estaban ganando terreno de un modo alarmante. Le dolía cada centímetro del cuerpo, por dentro y por fuera; las extremidades le pedían a gritos que dejara de correr. Pero continuó corriendo y esperó que el corazón no parara de latir.

Unos giros más adelante, Thomas vio algo enfrente de ellos que su cerebro no registró. Parecía… estar mal. Y la tenue luz que provenía de sus perseguidores hizo que la rareza de aquello resultase aún más evidente.

El pasillo no terminaba en otra pared de piedra. Acababa en negrura.

Thomas entrecerró los ojos mientras corrían hacia el muro de oscuridad e intentó comprender a lo que se estaban acercando. Las dos paredes cubiertas de hiedra a ambos lados parecían no cruzarse con nada más que el cielo allí arriba. Podía ver las estrellas. Conforme se acercaban, por fin se dio cuenta de que era una abertura; el Laberinto se acababa.

«¿Cómo? —se preguntó—. Después de años buscando, ¿cómo puede ser que Minho y yo lo hayamos encontrado con tanta facilidad?».

Minho pareció leerle el pensamiento:

—No te entusiasmes —dijo, casi incapaz de expulsar las palabras.

Unos pasos antes de llegar al final del pasillo, Minho se detuvo y colocó una mano en el pecho de Thomas para asegurarse de que él hacía lo mismo. Thomas aminoró la marcha y luego se acercó a donde el Laberinto se abría hacia el cielo. Los sonidos de la avalancha de laceradores se aproximaban, pero tenía que verlo.

Era cierto que habían llegado a una salida del Laberinto, pero Minho había dicho que no era nada para entusiasmarse. Lo único que Thomas veía en todas las direcciones, arriba y abajo, a un lado y a otro, era aire y estrellas que perdían intensidad. Era una vista rara e inquietante, como si estuviese en el borde del universo. Por un momento, el vértigo se apoderó de él y las rodillas le flaquearon antes de recobrar el equilibrio.

Estaba empezando a romper el alba; el cielo parecía haberse iluminado considerablemente en los últimos minutos. Thomas permaneció mirando sin dar crédito, sin entender cómo podía ser posible todo aquello. Era como si alguien hubiese construido el Laberinto y lo hubiera colocado en el cielo, flotando, para quedarse allí en medio de la nada el resto de la eternidad.

—No lo entiendo —susurró sin saber si Minho podía oírle.

—Ten cuidado —contestó el corredor—. No serías el primer pingajo que se cae por el Precipicio —agarró a Thomas por el hombro—. ¿Te has olvidado de algo? —señaló con la cabeza hacia el interior del Laberinto.

Thomas se acordó de que había oído la palabra «Precipicio» antes, pero en aquel momento no supo dónde. Al ver el cielo abierto que se extendía delante y debajo de él, había entrado en una especie de trance. Se obligó a volver a la realidad y giró la cara hacia los laceradores que se aproximaban. Ahora tan sólo estaban a unos diez metros, en fila india, y cargaban con ganas, moviéndose sorprendentemente rápido.

Entonces lo vio todo claro, incluso antes de que Minho le contara lo que iban a hacer.

—Puede que esas cosas sean sanguinarias, pero no son más tontas porque no se entrenan. Quédate aquí, a mi lado, mirando…

Thomas le interrumpió:

—Lo sé. Estoy listo.

Arrastraron los pies hasta que estuvieron pegados el uno junto al otro delante del abismo que había en medio del pasillo, enfrente de los laceradores. Sus talones estaban a tan sólo unos centímetros del Precipicio; detrás no les esperaba nada más que aire. Lo único que les quedaba era coraje.

—¡Tenemos que estar sincronizados! —gritó Minho, casi ahogado por los ruidos ensordecedores de los pinchos retumbantes que rodaban por la piedra—. ¡A mi señal!

Por qué los laceradores se habían puesto en fila india era un misterio. A lo mejor el Laberinto era demasiado estrecho y se les hacía incómodo moverse unos al lado de otros, así que avanzaban rodando uno tras otro por el pasillo de piedra, chasqueando y gimiendo, listos para matar. Los diez metros se convirtieron en apenas cinco y los monstruos ya estaban a tan sólo segundos de chocar contra los chicos que les estaban esperando.

—Preparado —dijo Minho con firmeza—. Aún no… aún no…

Thomas odió cada milésima de segundo de aquella espera. Sólo quería cerrar los ojos y no volver a ver ningún lacerador jamás.

—¡Ahora! —gritó Minho.

Justo cuando el brazo del primer lacerador se extendió para pincharles, Minho y Thomas salieron en direcciones opuestas, cada uno hacia una de las paredes externas del pasillo. Aquella táctica había funcionado antes cuando Thomas la había aplicado y, a juzgar por el horrible aullido que se escapó del primer lacerador, había vuelto a funcionar. El monstruo salió volando por el borde del Precipicio. Curiosamente, su grito de guerra se cortó de golpe en vez de ir perdiendo intensidad, como si cayera en picado a las profundidades de lo desconocido.

Thomas fue a parar contra la pared y se dio la vuelta justo a tiempo de ver cómo la segunda criatura caía por el borde, incapaz de detenerse. La tercera plantó en la piedra un fuerte brazo con pinchos, pero iba a demasiada velocidad. El ruido chirriante de los pinchos cortando el suelo hizo que a Thomas le recorriera un escalofrío la espalda, aunque un segundo más tarde el lacerador cayó al abismo.

Como el anterior, ninguno de los dos emitió ningún sonido al descender.

La cuarta y última criatura en acercarse pudo parar a tiempo, tambaleándose en el mismo borde del precipicio mientras un pincho y una garra la sujetaban.

Thomas supo qué hacer por instinto. Miró a Minho, le hizo un gesto y se dio la vuelta. Los dos corrieron hacia el lacerador, saltaron contra la criatura y, en el último segundo, le dieron una patada con todas sus fuerzas para que perdiera el equilibrio. Ambos se coordinaron y enviaron al monstruo que quedaba a una muerte segura.

De inmediato, Thomas se levantó en el borde del abismo y asomó la cabeza para ver la caída de los laceradores. Pero, por increíble que pudiera parecer, habían desaparecido; ni siquiera quedaba un rastro de ellos en el vacío que se extendía debajo. Nada.

Su mente no pudo procesar la idea de adónde iba a parar el Precipicio o qué les había ocurrido a las terribles criaturas. La poca fuerza que le quedaba desapareció y Thomas se acurrucó hasta hacerse un ovillo en el suelo.

Entonces, al final, rompió a llorar.

Capítulo 22

Pasó media hora. Ni Thomas ni Minho se movieron un centímetro.

Thomas, por fin, había dejado de llorar; no podía evitar preguntarse qué pensaría Minho de él o si se lo contaría a los demás y le llamarían mariquita. Pero no le quedaba ni una pizca de autocontrol; no podría haber impedido que le brotaran las lágrimas, de eso estaba seguro. A pesar de su falta de memoria, sabía que acababa de pasar la noche más traumática de su vida. Y sus manos doloridas y su completo agotamiento no ayudaban.

Volvió a arrastrarse hasta el borde del Precipicio, asomó otra vez la cabeza para fijarse mejor ahora que ya había amanecido del todo. El cielo abierto delante de él era de un fuerte color púrpura que, poco a poco, se iba mezclando con el azul intenso del día, al que acompañaban tintes anaranjados del sol sobre el plano y distante horizonte.

Se quedó con la vista clavada abajo y vio que el muro de piedra del Laberinto seguía hacia el suelo, convirtiéndose en un escarpado acantilado hasta que desaparecía en lo que fuera que hubiese muy lejos, bajo sus pies. Pero, incluso con la luz que cada vez era más brillante, continuaba sin saber lo que había allí abajo. Parecía como si el Laberinto estuviera posado sobre una estructura a varios kilómetros del suelo.

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