El Corsario Negro (13 page)

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Authors: Emilio Salgari

BOOK: El Corsario Negro
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—¿Quién vive?...

El gobernador y su compañero gritaron:

—¡España!

Una gran nave salió de detrás del promontorio de un islote.

—¡Maldición! —aulló el Corsario, con ojos llameantes—. Ese perro se me escapa otra vez.

—¡Es una carabela española!

—Rápido, amigos, remen hacia el islote antes de que nos hundan.

El gobernador, ya en la carabela, informaba al comandante del peligro que acababa de correr.

—Los españoles se alistan para apresarnos —gritó el Corsario.

—Estamos a cien metros de la playa —repuso Carmaux.

Vieron entonces brillar una mecha en la proa del barco y sin más se tiraron al agua con sus armas. Un proyectil de tres libras rompió la canoa.

Los filibusteros, escapados por milagro, se arrastraron por la playa seguidos por una veintena de disparos.

—¿Están heridos, mis amigos? —preguntó el Corsario.

—Los que tiran no son filibusteros: suelen errar.

—¡Síganme! ¡A la espesura!

Los corsarios llegaron hasta la falda de una colina sin encontrar ser viviente. Allí decidieron, a pesar del cansancio, llegar hasta la cima para deliberar sin molestias y vigilar al enemigo.

Necesitaron dos horas de fatigoso trabajo para abrirse paso en la espesura y llegar a una cumbre casi desnuda. A la luz de la luna, que acababa de salir, pudieron ver la carabela y a los soldados acampando en la playa, temerosos de internarse en el bosque.

—Es la segunda vez que se me escapa de las manos —comentó agrio el Corsario.

—Ahora —añadió el hamburgués— corremos el riesgo de caer en las suyas.

—Parece que estamos condenados a la horca. No contaremos aquí con la ayuda de un notario o de un conde de Lerma.

—¡El Olonés tendrá que venir en nuestra ayuda!

—¿Pero cuándo?

—Wan Guld debe estar colocando la soga con la cual me va a colgar —dijo con rabia el Corsario.

—¿Qué debemos hacer, capitán? —inquirieron los dos marineros.

—Resistir todo el tiempo posible.

—¿Aquí? —preguntó Carmaux.

—Sí, hay que atrincherarse en esta cumbre.

Y sin mayor discusión, los filibusteros se pusieron a trabajar. Transportaron piedras de gran tamaño hasta la cima de la colina, formando una trinchera circular. Luego acarrearon muchas plantas de espino, con las que construyeron una eficaz barrera para el enemigo.

—Sólo falta lo más importante para una guarnición poco numerosa —se quejó el hamburgués.

—¿A qué te refieres?

—A la despensa del escribano de Maracaibo.

—¡Centellas! Olvidaba que no nos queda ni una galleta que morder.

—No vamos a poder convertir piedras en panes.

—No te preocupes, amigo Wan Stiller. Recorreremos el bosque.

Mientras el Corsario hacía de vigía, bajaron una vez más la colina ocultos entre el follaje. Regresaron casi al alba, cargados como mulas. Traían cocos y naranjas de una plantación indígena; cavoli de palma, que puede reemplazar al pan; una gran tortuga de agua que habían sorprendido en un laguito, y algunos peces. Si economizaban las provisiones, podrían tener alimentos para cuatro días.

Pero su mayor alegría había sido el descubrimiento del mabuyero, una planta sarmentosa de las Guayanas que embriaga a los peces y produce cólicos a los hombres. Con sus tallos habían envenenado las aguas del estanque al que los españoles deberían acudir a beber.

—Las chalupas han rodeado la isla —les dijo el Corsario, cuando los vio llegar.

—¡Ay!... Son demasiados. No sé si el niku alcanzará para todos —comentó Carmaux.

—¿Qué es el niku? —preguntó el Corsario.

—Es una bebida de mabuyero que da cólico —contestó Wan Stiller.

—Tengo hombres astutos —los elogió el Corsario.

De pronto se oyó un disparo.

Los filibusteros se distribuyeron en puestos de observación, intentando averiguar desde dónde se había disparado, pero el enemigo no se mostraba.

—¿Ven a alguien? —preguntó el Corsario.

—Ni siquiera un mosquito, señor.

—No creo que se atrevan a atacarnos de día. Pienso que esperarán la noche.

—Entonces voy a preparar el almuerzo —anunció Carmaux, tomando un par de peces.

El Corsario se colocó en el puesto de vigía y los dos filibusteros encendieron fuego. Un cuarto de hora después, las rayas estaban asadas y los corsarios preparados para darles el bajo. Pero un cañonazo retumbó en el mar.

—¡Rayos! ¡Nos estropearon el almuerzo!... —gritó Carmaux, saltando.

—¡Quieren pulverizarnos! —exclamó el hamburgués.

—¿Ve españoles, comandante?

—Están a quinientos pasos.

—¡Rayos!... Se me ocurre que nosotros también podríamos bombardearlos.

—¿Has encontrado algún cañón?... ¿O te ha dado insolación?

—No, comandante. Se trata sólo de que hagamos rodar estos peñascos por las laderas.

—La idea es buena. La pondremos en práctica en el momento oportuno. Ahora cúbranse, para no recibir una esquirla en la cabeza.

Se separaron y ocultaron detrás de los últimos arbustos que rodeaban la cresta de la colina. Esperaban al enemigo para abrir fuego.

Los marineros de la carabela, por su parte, trepaban intrépidamente por dos flancos, estimulados sin duda por la promesa de una buena recompensa.

—¡Amigos! —dijo el Corsario—. Ocupémonos de los que suben a nuestras espaldas. Dejemos a los otros a la suerte del niku.

—¿Empezamos el bombardeo? —preguntó el hamburgués, haciendo rodar un peñasco de medio quintal.

—Adelante —dijo el Corsario.

Una formidable avalancha se abrió paso a través del bosque con el estruendo de un huracán, saltando, golpeando y destrozando todo. Los soldados retrocedían rápidamente entre gritos de horror y algunos disparos.

—¡Otra descarga, hamburgués! —gritó Carmaux.

—Estoy listo, amigo.

—¡Hacia el estanque! —ordenó el Corsario.

—Siempre que los de ahí no tengan cólicos.

Observaron. No se veía a nadie. Hicieron una nueva descarga general, en forma de abanico, pero tampoco obtuvieron respuesta ni escucharon grito alguno.

—¿Qué estará haciendo el enemigo? —se preguntó en voz alta el Corsario.

—¿Quiere saberlo, comandante? Veo a seis u ocho soldados que se revuelcan como locos.

—¡El niku!... Hay que. mandarles un calmante —rió el hamburgués.

—Déjenlos tranquilos —dispuso el Corsario—. Debemos economizar municiones. —Y volvió a su puesto de observación.

En la carabela se advertía un movimiento insólito: varios hombres se afanaban alrededor de un cañón. En tierra, los batallones que intentaron subir la colina no parecían haber vuelto a la playa. Entretanto, Carmaux volvía a poner en el asador los dos peces del suspendido almuerzo.

—Este asunto comienza a ponerse muy feo —dijo el Corsario, que regresaba de su puesto de observación.

—También yo temo, comandante, que esta noche intenten un ataque definitivo —dijo Carmaux.

—Es lo mismo que yo creo —replicó el Corsario.

—No podremos hacer frente a tantos hombres.

—¿Y si intentáramos romper el sitio?

—¿Y después?

—Podríamos apoderarnos de uno de los botes.

—No es una mala idea —dijo el Corsario, tras meditar algunos instantes—. Tendremos que esperar la noche. Pero debe ser antes de que la luna salga.

10 - En poder del enemigo

Durante todo aquel largo día ni Wan Guld ni los marineros de la carabela dieron señales de vida. Sin duda querían obligarlos a rendirse por hambre o por sed. Al gobernador le interesaba tomar vivo al Corsario y colgarlo como ya lo había hecho con sus dos infortunados hermanos.

Pero los filibusteros se habían preparado para partir.

Hacia las once de la noche después de inspeccionar los alrededores y de asegurarse de que el enemigo se mantenía en los mismos sitios, cargaron los pocos víveres que les quedaban, juntaron sus municiones, unos treinta tiros, y abandonaron sin hacer el menor ruido la fortificación de la colina.

Se deslizaban sigilosamente, como reptiles, para no provocar sonidos ni desprender piedras, con todos los sentidos alertas, para descubrir a posibles centinelas emboscados. Al no escuchar nada, y ver que las hogueras de los campamentos continuaban encendidas, siguieron su camino siempre con mayor cuidado.

A trescientos metros, Carmaux, que iba primero, se detuvo bruscamente y se ocultó tras un tronco.

—Alguien viene. Detengámonos aquí —susurró.

Se ocultaron en los arbustos, conteniendo la respiración. Después de algunos instantes de angustiosa espera, oyeron, a poca distancia, a dos personas que hablaban en voz bajísima.

—Se acerca la hora. ¿Están todos preparados? —preguntaba una voz.

—Ya dejaron los campamentos, Diego.

—¿Y por qué las fogatas siguen encendidas?

—Hay orden de no apagarlas para hacer creer a los filibusteros que no nos hemos movido.

—¡Qué astuto es el gobernador!

—Es un guerrero, Diego.

—¿Crees que los agarraremos por sorpresa?

—Se defenderán terriblemente. El Corsario Negro solo, vale por veinte.

—Los que salgamos con vida disfrutaremos las diez mil piastras comiendo y bebiendo.

—¡Buena cantidad, a fe mía!

—¡Eh!... ¿No has oído nada, Sebastián?

—No, compañero.

—Debió ser un insecto o una víbora.

—Buena razón para alejarnos de aquí. Y allá arriba hay diez mil piastras.

Los filibusteros esperaron unos instantes por temor a que los españoles retrocedieran.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. Empiezo a creer que la suerte nos protege.

Seguros de no hallar otro obstáculo, los tres filibusteros bajaron hacia la playa, en un intento de llegar a la orilla meridional del islote para estar lejos de la carabela.

Ante ellos, en el extremo de un pequeño promontorio, vieron una chalupa cuya tripulación dormía confiada junto a una fogata que se extinguía.

—¿Matamos a los marineros? —preguntó Carmaux.

—No vale la pena —repuso el Corsario—. No creo que nos molesten. Embarquemos sin pérdida de tiempo.

Les fue fácil poner en el agua la embarcación, dentro de la cual se ubicaron y cogieron los remos. Se alejaron sesenta pasos, y ya los alentaba la esperanza de huir, cuando se escucharon tiros en la cresta de la colina y estridentes gritos. Al ruido de las descargas se despertaron los dos marineros de la playa, quienes al ver su bote lejos se lanzaron a las armas gritando:

—¡Deténganse!... ¿Quiénes son ustedes?

—¡Que el diablo los lleve consigo!...—gritó Carmaux, en el instante en que una bala le cortaba el remo de tres pulgadas del borde de la barca.

—¡Coge otro remo, Carmaux! —gritó el Corsario.

—¡Rayos!... —señaló Wan Stiller—. ¡Una chalupa nos persigue!

—Ocúpense de los remos. Yo la mantendré alejada a tiros.

Entretanto, desde lo alto de la colina llegaba el estruendo del tiroteo.

El bote se distanciaba velozmente de la isla, proa a la desembocadura del Catatumbo, situada a unas cinco o seis millas. Podían escapar de la persecución si lograban pasar desapercibidos para la carabela. Desgraciadamente, la alarma había cundido por la costa septentrional de la isla. No habían logrado recorrer mil metros, cuando otros dos botes, uno de ellos bastante grande y armado con una culebrina de desembarco, empezaron a darles caza.

—¡Estamos perdidos! —exclamó involuntariamente el Corsario—. ¡Amigos, debemos prepararnos para vender cara la vida!

—¡Por mil truenos!... —gritó Carmaux—. ¿Será posible que tan pronto nos vayamos al otro mundo?

El bote mayor avanzaba a gran velocidad. A trescientos pasos de los filibusteros, una voz gritó:

—¡Ríndanse o los hundo!

—¡Los hombres de mar mueren, pero no se rinden! —contestó el Corsario.

—¡El gobernador les perdona la vida!

—¡Ahí tienen respuesta!

El Corsario apuntó y tiró; uno de los remeros cayó muerto. Un grito de furor salió de los tres botes.

—¡Fuego! —ordenó una voz.

La culebrina disparó con gran estrépito. Un instante después, la chalupa corsaria hacía agua a raudales. Los filibusteros se lanzaron al agua.

—¡Agarren la espada con los dientes y prepárense para el abordaje! —aulló el Corsario— ¡Moriremos sobre la chalupa!

A los españoles les habría sido muy fácil pegarles un tiro sobre el agua, pero estaban interesados en apresarlos con vida.

Con pocas remadas llegaron hasta ellos y los golpearon con la proa de la chalupa. Antes de que se recobraran del golpe, veinte brazos los subieron a bordo, los desarmaron y los ataron.

Cuando el Corsario Negro se dio cuenta de lo ocurrido estaba atado, al igual que sus dos compañeros. Un hombre vestido elegantemente con un traje de caballero castellano se hallaba a su lado.

—¡Usted..., Conde!... —exclamó sorprendido el Corsario.

—Yo, caballero —respondió el castellano sonriendo.

—Jamás hubiera creído que el Conde de Lerma olvidara tan pronto que le salvé la vida en Maracaibo.

—¿Qué le hace pensar, señor de Ventimiglia, que yo no recuerde el día en que tuve la suerte de conocerle? —dijo el Conde, en voz baja.

—El que me haya tomado prisionero y me lleve para entregarme al duque flamenco.

—¿Y qué?

—¿Ignora el tremendo odio que hay entre el duque y yo? ¿Que él ahorcó a mis dos hermanos?

—¡Bah!

—No quiere creerlo, Conde.

—Quiero que sepa que esta carabela me pertenece, que los marineros sólo obedecen mis órdenes.

—Wan Guld gobierna Maracaibo. Todos los españoles le deben obediencia.

—Gibraltar y Maracaibo están lejos, caballero. Yo le mostraré luego cómo el Conde de Lerma burlará al flamenco. Y ahora, silencio.

La chalupa, seguida de los otros dos botes, se detenía junto a la carabela. Obedeciendo al Conde, los marineros transbordaron a los tres filibusteros.

Desde el alcázar de popa descendió rápidamente un hombre de aspecto imponente, larga barba blanca, anchos hombros y excepcional contextura física a pesar de sus sesenta años. Como los viejos dogos venecianos, vestía una espléndida coraza de acero cincelado, llevaba una larga espada y, en la cintura, un puñal con mango de oro. El resto del traje era español.

Miró en silencio al Corsario. Luego, con voz lenta y mesurada, dijo:

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