El Corsario Negro (11 page)

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Authors: Emilio Salgari

BOOK: El Corsario Negro
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—¡Parece que estuvieran batiendo todos los calderos del infierno!

—¿Y eso? —susurró Carmaux tras un rato—. Eso no es una rana.

—¡No! Es un jaguar —dijo el negro, con seriedad.

—¡Rayos y centellas!

Un segundo maullido, más cercano, hizo temblar al negro. El Corsario apareció con aspecto tranquilo.

—¡Un jaguar, comandante! —dijo Carmaux.

—Suceda lo que suceda, no disparen —repuso el Corsario, con la misma calma.

Avivaron el fuego y se quedaron escuchando el característico ronronear de los felinos y el ruido de las hojas secas. Sin duda, la fiera había olfateado la proximidad del hombre y avanzaba sigilosa.

Pero al parecer el fuego la atemorizó. De pronto se oyeron los crujidos de las ramas y de las hojas secas que indicaban su retirada.

A medianoche apareció la luna. Los vigías despertaron a los que dormían y el Corsario dio la señal de partida. Habían perdido el sendero abierto por los fugitivos, pero no parecían preocuparse por ello, pues caminaban hacia el sur, hacia Gibraltar, orientándose por la brújula.

—Juraría que nos siguen —dijo el catalán, deteniéndose.

—¿Crees que alguien pueda seguirnos? —preguntó el Corsario.

—No, salvo un indígena.

—Continuemos con las espadas desenvainadas —ordenó el Corsario.

El piquete siguió su camino con prudencia. De pronto, una masa oscura cayó sobre el catalán desde una palma. Los filibusteros creyeron que era una rama.

—¡Socorro! —gritó el español—. ¡El jaguar!

Pasado el primer instante de sorpresa, el Corsario se lanzó en ayuda del soldado, hundiendo la espada en el cuerpo de la fiera. Pero ésta se volvió hacia su nuevo adversario. El Corsario se retiró con presteza. La fiera vaciló un instante, y tras buscar el espacio suficiente, se arrojó otra vez, describiendo una parábola de seis metros, para caer a los pies del Corsario. La espada de éste le penetró en el pecho, en tanto que el africano le rompía la cabeza con la culata de su pesada carabina.

—¿Está vivo? —preguntó el Corsario al catalán, que se levantaba.

—Gracias a la coraza de piel de búfalo, señor mío, que llevo bajo la chaqueta. Sin ella, me desgarra el pecho.

—¡Adelante!, sigamos nuestro camino —ordenó el Corsario—. Este jaguar nos ha hecho perder un tiempo precioso.

Avanzaban ahora sobre un terreno muy húmedo. Bajo la presión de los pies el agua saltaba, y los árboles adquirían un tamaño desmesurado. El catalán, conocedor de la región, sondeaba el suelo con una rama antes de pisar. De pronto se detuvo.

—¿Otro jaguar? —preguntó Carmaux que venía detrás de él.

—No me atrevo a seguir avanzando antes de que salga el sol.

—¿Qué temes? —inquirió el Corsario.

—Me hundo en este terreno. Estamos cerca de una sabana movediza.

—Perderemos un tiempo precioso —dijo el Corsario—, pero en media hora amanece. Además, ¿acaso piensan ustedes que los fugitivos no encuentran obstáculos?

Se echaron, entonces, al pie de un árbol a esperar que la cerrada oscuridad se disipara. En el bosque empezaban a resonar otra vez los mil ruidos de toda clase de pájaros, batracios e insectos.

Apenas la luz penetró el follaje, los filibusteros se pusieron en pie. Antes de reiniciar la marcha bebieron una exquisita leche, ordeñada del árbol de la leche por el catalán. Una bota de Carmaux hizo las veces de jarro.

El español caminaba lentamente por temor a la ciénaga, cuando se oyó un grito ronco y un ruido sordo seguido de una zambullida.

—Ése ha sido un animal —dijo Carmaux.

—Sí, el rugido de un jaguar.

—Mal encuentro.

Se detuvieron.

A unos cincuenta o sesenta metros descubrieron al jaguar. Estaba a la orilla de una laguna formada por residuos de la selva, al acecho, como un gato dispuesto a atrapar a un ratón. Se acercaron sin ruido, con las espadas desenvainadas. Era un ejemplar de gran tamaño y de extraordinaria belleza. Sus hirsutos bigotes se movían apenas y su larga cola rozaba suavemente las hojas.

—¿Qué espera? —preguntó el Corsario, que parecía haber olvidado a Wan Guld y su escolta.

—Espía a su presa —repuso el catalán.

—¿Alguna tortuga, quizá?

—No, a un yacaré, compadre —indicó el negro a Carmaux—. Allí se ve su hocico, fuera del agua.

—Si nos quedamos quietos asistiremos a una lucha terrible —informó el catalán.

—Esperemos que no sea larga —murmuró el Corsario.

Los reyes del bosque y del pantano se miraron un momento con la mirada feroz de sus ojos amarillos. El caimán subió resueltamente a la playa, agitando su pesada cola; no esperó más el jaguar y se lanzó sobre él tratando de romperle las escamas que no atraviesan ni las balas de una carabina. De un zarpazo, logró arrancarle un ojo y abrirle un costado. El reptil dio un rugido prolongado de dolor y se deshizo de su enemigo tirándolo contra unos troncos, para embestirlo y triturarlo. Desgraciadamente para él, la falta del ojo le hizo errar el blanco y sólo aferró la cola. El jaguar lanzó un aullido terrible: el reptil se la había arrancado. La fiera, desesperada, saltó sobre el yacaré que, enceguecido, retrocedía al pantano. Aferrados el uno al otro cayeron al agua y se debatieron entre la espuma que se teñía de sangre. Después, en la ribera apareció el jaguar, en un estado deplorable.

—Mañana el caimán flotará y le servirá de desayuno —dijo el catalán.

Los filibusteros siguieron por la orilla de la laguna, cuidándose de los reptiles venenosos que merodeaban por allí.

A mediodía el Corsario, al ver a sus hombres cansados después de la ininterrumpida caminata de diez horas, ordenó hacer un alto.

Para economizar los pocos víveres que llevaban y que serían preciosos durante el cruce de la selva, salieron a recoger alimentos silvestres. El hamburgués y el africano se dedicaron a recolectar los vegetales y Carmaux y el catalán salieron de caza.

—Es increíble que en estas selvas no haya ni un gato —se quejó Carmaux.

—No nos faltaran jaguares.

—¿No ves por ahí una cabrita, catalán de mi corazón?

Sorpresivamente, un animal de medio metro de largo, rojizo, patas cortas y cola peluda, saltó delante de ellos. Sin saber qué clase de animal era, Carmaux apuntó y disparó. El animal dio un brinco y huyó, dejando tras de sí un hilillo de sangre. Carmaux se lanzó tras él.

—¡Para! —gritó el catalán—. ¡Te vas a romper la nariz!

El animal huía a todo correr y Carmaux ya iba a darle alcance cuando aquél, extenuado por la pérdida de sangre, se dejó caer junto a un tronco. Carmaux se precipitó sobre él, pero fue recibido por un hedor tan terrible, que cayó hacia atrás ahogado.

—¡Por la muerte de todos los tiburones del océano! ¡Que reviente esta carroña!

—No tengo valor para llegar a tu lado —le gritó el catalán, tapándose la nariz.

—¿Qué pasa? Estoy mareado.

—Te ha fumigado un zorrino. Estarás perfumado una semana entera. No te muevas, voy por ramas para ahumarte.

—¡Demonios!... ¡Prefiero vérmelas con jaguares!

El calor era intenso. Los filibusteros llevaban las ropas empapadas en sudor. Caminaban por las márgenes de una laguna desprovista de árboles, de donde se levantaba una ligera niebla portadora de miasmas. Por suerte, a las cuatro de la tarde divisaron un bosque; se internaron en su sombra húmeda reanimados, pero el grito del negro que cerraba la fila los detuvo: un pedazo de género flotaba en un pantano verde. Se acercaron al estanque cenagoso, que parecía una lengua de agua disecada, y vieron una pluma de gorro español y, muy cerca de ella, cinco pequeñas clavijas cuyo color hizo estremecer a los filibusteros.

—¡Los dedos de una mano!... —exclamaron al mismo tiempo Carmaux y Wan Stiller.

—¡Qué horrible muerte la de ese soldado!

—Wan Guld ha pasado por aquí —murmuró el Corsario.

Llevaban dos horas caminando con mil precauciones en dirección al sur. Los pájaros y los monos habían desaparecido, sin duda ante la presencia de sus más encarnizados enemigos: los indios, que estiman mucho su carne. De pronto oyeron las modulaciones de una flauta de bambú.

—¿Es una señal, verdad? —preguntó el Corsario al catalán.

—Sí, señor. Y muy peligrosa, considerando que los indios son aliados del gobernador.

—Sigamos avanzando —ordenó el Corsario.

Fue providencial que el catalán se agachara al emprender la marcha, porque varias flechas pasaron silbando y se clavaron en una rama a la altura de un hombre.

—¡Cúbranse! ¡Esas flechas están envenenadas!

Wan Stiller, el negro y Carmaux dispararon sus armas al unísono, pero no se escuchó un solo ruido. Después, se sintieron unas melancólicas notas de flauta en la espesura.

—¡Acabemos con esos malditos indios, comandantes! ¡Incendiemos el bosque!

—No. Forzaremos el paso. Avanzaremos disparando hacia todos lados —respondió éste.

A una seña del Corsario, los hombres avanzaron en medio de un furioso tiroteo. Éste produjo cierto efecto en el enemigo, pues no se vio a ninguno. Alguna flecha caía de repente, pero sin alcanzarlos. Ya creían haber escapado de la celada, cuando un enorme árbol cayó delante de ellos con gran estrépito.

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller—. Un poco más y nos hace mermelada.

—Quiero verles la cara a estos obstinados indios —dijo Carmaux, recargando su revólver.

—Manténganse separados. Ofrecerán menos blanco a las flechas —recomendó el Corsario.

Las flautas, con sus tristes sones, se oían cada vez más cerca.

—¡Un momento! —dijo el catalán—. Ésa no es una melodía guerrera.

—¿Qué quiere decir?

—¡Vean! Ahí está el parlamentario, el brujo.

Un indio acababa de aparecer, seguido de dos tocadores de flauta. Era un hombre maduro, de estatura media, como casi todos los naturales de Venezuela. Tenía anchas espaldas, músculos fuertes y la piel de un tinte amarillo–rojizo. Estaba desprovisto de barba y su cabellera era negrísima. Su vestimenta era escasa: una falda azul, adornada con pesados collares de conchillas, brazaletes de huesos, de uñas y de dientes de jaguar, picos de tucán, cristal de roca y brazaletes de oro macizo.

El brujo ordenó callar a los tocadores de flauta y gritó, en un pésimo español:

—¡Los hombres blancos me oigan!...

—Los hombres blancos te escuchan —contestó el catalán.

—Este es territorio de los guarives. No pueden violar nuestros bosques.

—Somos amigos. No hacemos la guerra a los hombres de color.

—La amistad de los hombres blancos no está hecha para los Arawaki. Vuelvan a sus tierras o los comeremos a todos.

—¡Diablos!... —exclamó Carmaux.

—Antropófagos —murmuró el Corsario.

El brujo se dirigió a éste:

—¿Eres el jefe? —preguntó.

—Sí. ¿Has visto pasar a unos hombres blancos por aquí? —preguntó el Corsario a su vez.

—Sí. Pero no irán muy lejos, porque los comeremos.

—Nosotros te ayudaremos a matarlos.

—¡No! ¡Hombres blancos deben irse!

—Nosotros atravesaremos tu bosque aunque se oponga tu tribu.

—Te lo impediremos. —~

—¡Hombres de mar! —gritó el Corsario—. Mostrémoles a estos indios el poder de nuestras armas.

Al verlos avanzar con sus fusiles, el brujo huyó precipitadamente con los tocadores de flauta, pero el Corsario no permitió que sus hombres hicieran fuego; no quería ser el primero en iniciar la lucha.

Encabezado por el Corsario Negro, el piquete cruzó la peor parte de la selva entre flechas perdidas y alguna jabalina lanzada por los indios, a las que los filibusteros respondieron con tiros al azar.

Cuando el sol estaba próximo a ponerse, los hombres acamparon en un enorme claro, pues sabían que los indígenas no se atreven a atacar en terreno descubierto.

Comieron frugalmente un poco de tortuga y unas galletas, y ordenaron los turnos para dormir.

La primera guardia la iniciaron los dos marineros y el negro, dentro del círculo de fuego que éste había encendido, y al que arrojaban puñados de pimiento de cuando en cuando, remedio excelente contra los mosquitos, los asaltos de los hombres y de las fieras.

—¿Qué es eso?... —se preguntó de pronto el negro, auscultando el silencio del bosque.

—No he oído nada —respondió Carmaux.

—¡Los indios! —aseguró el negro.

Rápidamente Carmaux agarró el sombrero y la chaqueta de Wan Stiller, y armó unos muñecos con unas ramas, las prendas del hamburgués y las propias.

—Ahora el Corsario y el catalán están protegidos —expresó Carmaux, contento por su inventiva.

—¡Silencio, compadre! ¡Ahí vienen!

Ocultos entre la hierba, sintieron muy pronto el silbido característico de las flechas. Varias se clavaron sobre los muñecos; un indio apareció enarbolando una masa y cuando Carmaux se aprestaba a dispararle, una descarga de fusiles acompañada de horribles gritos hizo que el indio se ocultara.

—¿Dónde están? —se levantó preguntando el Corsario, espada en mano, y seguido por el catalán.

—Desaparecieron, comandante.

—¿Y esos tiros?

—Son de hombres blancos que luchan con los indios.

—¡El gobernador y su escolta! Lamentaría que lo mataran los guarives.

—Parece que la lucha ha terminado —comentó el catalán—. Por el gobernador no me movería, pero sí por mis compañeros.

—¿Te atreverías a llevarnos hasta ellos? —preguntó el Corsario, con voz sombría.

—La noche está oscura, señor, pero... podríamos encender algunas ramas cauchíferas.

—Atraeríamos la atención de los indios.

—Es cierto, señor, pero allá veo cucuyos. ¡Déme usted cinco minutos de tiempo!

El catalán corrió hasta un árbol y quitándose el casco empezó una extraña cacería de puntos luminosos que revoloteaban fantásticamente en las tinieblas.

—¡Demonio de catalán! ¿Qué serán los cucuyos? —masculló Carmaux.

—¡Calma! —repuso Wan Stiller—. Desde aquí no le pierdo la vista.

El soldado volvió luego y extrajo de su gorro un insecto que difundía una bella luz verde pálido.

—¿Quién tiene hilo? —inquirió.

—Un marinero siempre tiene hilo —respondió Carmaux.

—Ahora deben atarse dos insectos a la pantorrilla. Así lo hacen los indios. Con estas luciérnagas podremos ver todos los obstáculos de la selva.

Al cabo de una complicada tarea para instalar estos verdaderos fanales vivientes, que duró más de media hora, los hombres apuraron el paso. Cerca se oían gritos, señal de que la tribu había acampado y que se preparaba para celebrar la victoria con algún monstruoso banquete.

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