Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
[Aquí había garrapateado una fecha: 1951.]
(1952) Almuerzo con el hombre del cine. Discutimos el reparto para
Las
fronteras
. Tan increíble que me ha dado risa. He dicho que no. Pero me ha convencido. Me he levantado aprisa y lo he interrumpido, incluso me he sorprendido imaginando las palabras
Las
fronteras de la guerra
en la fachada de un cine. Aunque, naturalmente, él prefería el título
Amor prohibido
.
(1953) Toda la mañana tratando de recordarme sentada debajo de los árboles en el
viei
cerca de Mashopi. Fracaso.
[Aquí aparecía el título o encabezamiento del cuaderno:]
LAS TINIEBLAS
[Las páginas estaban divididas, en su mitad, por una línea fina y negra; cada columna se encabezaba así:]
Procedencia | Dinero
[Debajo de la palabra de la izquierda había fragmentos de frases, recuerdos de escenas, cartas de amigos del África central pegadas a la página. En el otro lado, una relación de las transacciones concernientes a
Las fronteras de la guerra
, del dinero recibido de las traducciones, etc., notas sobre entrevistas de negocios y demás.
Al cabo de unas pocas páginas, las entradas de la izquierda terminaban. Durante tres años el cuaderno negro no contenía más que entradas relativas a negocios y asuntos prácticos, que parecían haber absorbido los recuerdos físicos de África. Las entradas de la izquierda volvían a empezar frente a una hoja, que parecía un manifiesto escrito a máquina, pegada a la página; era una sinopsis de
Las fronteras de la guerra
, que ahora se llamaba
Amor prohibido
, escrita por Anna en broma y merecedora de la aprobación del despacho dedicado a las sinopsis, en la oficina del agente.]
El apuesto joven, Peter Carey, habiendo visto interrumpida por la segunda guerra mundial su brillante carrera académica en Oxford, es destinado al África central, a las juventudes de la RAF uniformadas de azul cielo, para ser entrenado como piloto. Al joven Peter, idealista y fogoso, le escandalizaba el egoísmo y la discriminación racial de la sociedad provinciana; por ello cae en manos del grupo local de izquierdistas, que se dan la gran vida y explotan su juvenil e ingenuo radicalismo político. Durante la semana claman contra las injusticias impuestas a los negros; pero los fines de semana se los pasan en grande, en un suntuoso hotel, fuera de la ciudad, regentado por una especie de John Bull llamado Boothby, y por su gentil esposa, cuya hermosa hija de dieciocho años se enamora de Peter. Él le da esperanzas, con la irreflexión característica de la juventud; mientras tanto, la señora Boothby, olvidada por su marido, amante de la bebida y del dinero, concibe una pasión tan poderosa como secreta hacia el apuesto joven. Peter, disgustado con las orgías de los izquierdistas durante los fines de semana, establece contacto con los agitadores africanos de la localidad, cuyo jefe es el cocinero del hotel. Peter se enamora de la joven mujer del cocinero, dejada de lado por un marido fanático de la política, pero a este amor se oponen los tabúes y las costumbres de la comunidad de los colonos blancos. La señora Boothby los sorprende en una cita romántica y, en su furia de celos, informa a las autoridades del campo local de la RAF, que le prometen destinar a Peter lejos de la Colonia. Ella se lo cuenta a la hija, sin tener conciencia de que su secreto motivo es humillar a la incólume joven a quien Peter había preferido en lugar de ella, y la muchacha cae enferma a causa de la afrenta infligida a su honra de chica blanca, declarando que se va a ir de casa, en una escena en que la madre, fuera de sí, grita: «No fuiste capaz ni de atraerlo. Prefirió la sucia negra a ti». El cocinero, informado por la señora Boothby del engaño de su joven esposa, repudia a ésta mandándole que se vuelva con su familia; pero la chica, movida por su orgullo, se dirige a la ciudad vecina y escoge la salida más fácil, convirtiéndose en una mujer de la calle. Peter, con el corazón destrozado y las ilusiones deshechas, pasa la última noche en la Colonia borracho, y encuentra casualmente a su oscuro amor en una pobre barraca. Pasan juntos la última noche, abrazados, en el único lugar donde se permite que blancos y negras se junten, en el prostíbulo a orillas de las sucias aguas del río que bordea la ciudad. Su amor puro e inocente, destrozado por las inhumanas leyes del país y por los celos de la gente corrompida, no tendrá futuro. Hablan dramáticamente de encontrarse en Inglaterra después de la guerra, pero los dos saben que es una ilusión. Por la mañana, Peter se despide del grupo de «progresistas» con el desprecio que siente por ellos reflejado en sus ojos serios y juveniles. Mientras tanto, su joven amor negro asoma por el lado opuesto de la plataforma, entre un grupo de compatriotas suyos. Al arrancar el tren, ella hace adiós con la mano. Pero él no la ve; en sus ojos se refleja la premonición de la muerte que le aguarda... ¡Es un piloto de primera! Ella regresa a las calles de la ciudad oscura, a los brazos de otro hombre, con una risa descarada que esconde su triste humillación.
[Enfrente de esto había escrito:]
El hombre del departamento de sinopsis se mostró satisfecho; empezó a discutir la manera de hacer la historia «menos perturbadora» para los financieros: por ejemplo, la heroína no debería ser una esposa infiel, lo que la haría un personaje poco simpático, sino más bien la hija del cocinero. Yo dije que lo había escrito con la intención de que resultara una parodia, y él, después de un momento de irritación, se rió. Observé cómo aparecía en su rostro aquella careta de tolerancia francota y jovial que es la careta de la corrupción actual (por ejemplo, el camarada X, al ser asesinados tres comunistas británicos en las prisiones de Stalin, puso exactamente esta cara cuando dijo: «En fin, nunca hemos hecho suficientes concesiones a la naturaleza humana»), y le oí decir: «En fin, señorita Wulf, está aprendiendo que cuando se come con el diablo la cuchara no solamente debe tener un mango muy largo, sino que, además, ha de ser de asbesto... Es una sinopsis perfectamente adecuada, y escrita en nuestros propios términos». Al persistir yo, él no perdió la paciencia y me preguntó, ¡oh! con cuánta tolerancia, sin dejar de sonreír, si no estaba de acuerdo en que, a pesar de todos los defectos de la industria, se habían hecho buenas películas... «¡Incluso películas con un buen mensaje progresista, señorita Wulf!» Le encantaba haber encontrado una expresión que haría mella en mí, y lo demostró; su expresión era a la vez de satisfacción consigo mismo y de cínica crueldad. Vine a casa, consciente de un sentimiento de aversión mucho más fuerte de lo normal, me instalé y me impuse el deber de leer la novela, por primera vez desde su publicación. Como si estuviese escrita por otro. Si me hubieran pedido que escribiese una crítica de ella en 1951, cuando salió, habría dicho lo siguiente:
«Una novela primeriza, que revela a un auténtico talento menor. La novedad de su marco —una base en el
veld
de Rhodesia, con el ambiente de los colonos blancos, desarraigados y ávidos de dinero, en contraste con los hoscos y desvalidos africanos—; la novedad de la trama —una relación amorosa entre un joven inglés, llegado a causa de la guerra a la Colonia, y una mujer negra, casi salvaje—, disimula el hecho de que es un tema poco original, insuficientemente desarrollado; en fin, la simplicidad del estilo de Anna Wulf constituye su fuerza; pero es demasiado temprano para afirmar si es la simplicidad buscada del control artístico o la nitidez formal, a menudo ilusoria, que a veces se logra arbitrariamente al dejar que la novela se vaya modelando según los dictados de una fuerte emoción.»
En cambio, hacia 1954:
«La sucesión de novelas con un marco africano continúa.
Las fronteras de la
guerra
está narrada con habilidad y un considerable vigor intuitivo, sobre todo en lo que respecta a las relaciones sexuales, más dramáticas. Sin embargo, hay ciertamente muy poco que añadir a propósito del conflicto entre blancos y negros. La parcela de los odios y las crueldades de la segregación racial ha llegado a ser la más exhaustivamente analizada por nuestra novelística. Las cuestiones más interesantes suscitadas por este nuevo reportaje de la frontera racial son por qué, si la opresión y la tensión en el África colonizada por los blancos han existido durante décadas, bajo formas más o menos similares a la actual, sólo en los últimos años cuarenta y principios de los cincuenta se han explotado de manera artística. Si supiésemos la razón, comprenderíamos mejor las relaciones entre la sociedad y el talento creador, entre el arte y las tensiones que lo alimentan. La novela de Anna Wulf ha surgido movida casi exclusivamente por la indignación sentida contra la injusticia: está bien, pero ya no es suficiente...»
Durante este período de tres meses en que escribí críticas literarias, y leí diez o más libros a la semana, hice un descubrimiento: que el interés con el que leía estos libros no tenía nada que ver con lo que siento cuando leo, digamos, a Thomas Mann, el último de los escritores en el sentido antiguo, que usaban la novela para hacer afirmaciones filosóficas sobre la vida. El caso es que la función de la novela parece que está cambiando; se ha convertido en una avanzada del periodismo. Leemos novelas para informarnos acerca de las áreas de la vida que no conocemos —Nigeria, África del Sur, el Ejército americano, un pueblo minero, los grupitos de Chelsea, etc.—. Leemos
para enterarnos de lo que ocurre
. De quinientas o mil novelas, una sola posee la cualidad que una novela debería tener para serlo auténticamente: la cualidad filosófica. Leo la mayoría de las novelas con
la misma clase de curiosidad
que un libro de reportajes. Casi todas las novelas, cuando logran algo, son originales sólo porque informan sobre la existencia de un aspecto de la sociedad, de un tipo de persona que aún no había sido admitido en el mundo general de la literatura. Los seres humanos se hallan tan divididos, se están dividiendo hasta tal extremo y
subdividiéndose dentro
de sí mismos
como reflejo del mundo, que tratan desesperada e inconscientemente de informarse de los otros grupos existentes dentro de su propio país, no digamos ya de los de otros países. Es una búsqueda a tientas de su propia totalidad, y la novela reportaje es uno de los medios para ello. Dentro de este país, Inglaterra, la clase media no posee ningún conocimiento sobre la vida de la gente obrera, y viceversa; reportajes, artículos y novelas son vendidos de un lado a otro de la frontera, se leen como si se investigara acerca de tribus salvajes. Aquellos pescadores de Escocia eran una especie distinta de los mineros con que pasé unos días en el condado de Yorkshire; y ambos provienen de un mundo diferente del constituido por un grupo de viviendas de las afueras de Londres.
No obstante, soy incapaz de escribir la única clase de novela que me interesa: un libro dotado de una pasión intelectual o moral tan fuerte que pueda crear un orden, una nueva manera de ver la vida. Ello se debe, sin duda alguna, a que me he desparramado en exceso. He decidido no volver a escribir una novela. Tengo cincuenta «temas» sobre los que podría escribir, y todos serían suficientemente aptos. Si hay algo de lo que podamos estar seguros, es de que seguirán fluyendo de las editoriales novelas aptas e informativas. Yo sólo poseo una de las menos importantes cualidades necesarias para escribir: la curiosidad. Es la curiosidad del periodista. Sufro tormentos de frustración y de deficiencia en razón de la imposibilidad de introducirme en las áreas de la vida que mi modo de vivir, mi educación, sexo, ideas políticas y diferencias de clase, me prohíben. Es la enfermedad de alguna de la mejor gente de la época actual: los unos soportan bien sus efectos, mientras que los otros acaban cascados a causa de ello; es una nueva sensibilidad, un intento semiconsciente de alcanzar una nueva comprensión imaginativa. Pero eso, para el arte, resulta fatal. A mí sólo me interesa extenderme hasta el límite, vivir lo más plenamente posible. Cuando se lo dije a Madre Azúcar, ella me replicó con el gesto de satisfacción típico de cuando la gente dice verdades tan sonadas como que el artista escribe movido por la incapacidad de vivir. Recuerdo la náusea que sentí al oírselo decir, y ahora, transcribiéndolo, siento nuevamente la desgana que me produce la aversión: porque este asunto sobre el arte y el artista se ha degradado tanto que ha llegado a ser de la incumbencia de cualquier aficionado sentimental, y toda persona con una conexión real con las artes siente la necesidad de salir huyendo cuando ve ese pequeño gesto de satisfacción, esa sonrisa complaciente. Además, cuando una verdad ha sido explorada tan íntimamente —y ésta ha sido el tema del arte durante todo este siglo—, cuando ha terminado por instituirse en un enorme lugar común, una empieza a preguntarse si será ciertamente una verdad. Y una empieza a meditar sobre las expresiones «incapacidad de vivir», «el artista», etc., dejando que vayan resonando y se vayan evaporando en la mente, luchando contra el sentimiento de repugnancia y de ranciedad, igual que yo trataba de vencerlo aquel día frente a Madre Azúcar. Es fantástico el modo como algo tan pasado vuelve a salir fresco y magistral de labios del psicoanalista. Madre Azúcar, que es precisamente una mujer cultivada, una europea inmersa en cultura, emitía tal cantidad de lugares comunes, dada su profesión de curandera, que se habría avergonzado de ello si se hubiera encontrado entre sus amigos, y no en el consultorio. Una medida para la vida, otra para el diván del enfermo... No pude soportarlo. Eso fue lo que, al final, no pude aguantar; porque implica una medida de moralidad para la vida y otra para los enfermos. Yo sé muy bien a qué medida mía pertenece esta novela,
Las fronteras de la guerra
. Lo sabía cuando la estaba escribiendo, y el mismo odio que experimentaba entonces lo siento ahora. Aquella parte de mí misma estaba cobrando tanto poder, que amenazaba con tragarse todo lo demás; por eso acudí a toda prisa al curandero, con el alma abierta. No obstante, el propio curandero, al salir la palabra Arte, sonrió con complacencia; ese animal sagrado que es el artista lo justifica todo; todo lo que hace está justificado. La sonrisa de complacencia, el gesto de tolerancia, no llega a ser ni tan siquiera una exclusiva de los curanderos cultivados o de los profesores; es propiedad de todos, de los cambistas, de los ínfimos chacales de la prensa, del enemigo. Cuando un magnate del cine quiere comprar a un artista, la razón auténtica por la que busca la originalidad del talento y la chispa creativa es porque desea destruirla; inconscientemente, esto es lo que quiere: justificarse destruyendo lo auténtico. Llama a la víctima artista: «Tú eres artista, claro...» Y lo más frecuente es que la víctima simule una sonrisa y se trague su repugnancia.