El Cuaderno Dorado (14 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Una vez escrito esto, me siento perpleja. ¿Qué quiero decir? Él era capaz de mostrar una gran bondad... Y ahora me acuerdo de que, durante todos aquellos años, descubrí que todo adjetivo que utilizase para calificar a Willi tenía su contrario, asimismo apropiado. Sí. He mirado en mis viejos papeles. Encuentro una lista, titulada
Willi:

Despiadado | Bueno

Frío | Afable

Sentimental | Realista

Y así hasta el final de la página. Debajo escribí: «Por haber escrito estas palabras acerca de Willi, he descubierto que no sé nada de él. Acerca de alguien que una comprende, no es necesario hacer listas de palabras».

Pero lo que realmente descubrí, aunque en aquella época no lo sabía, es que al describir una personalidad todas estas palabras carecen de sentido. Para describir a una persona, se dice: «Willi, sentado muy tieso a la cabecera de la mesa, dejó que sus lentes circulares destellaran hacia las personas que le observaban y dijo, con solemnidad, y también con cierto humorismo brusco y desmañado...». O algo por el estilo. Pero lo importante es que, y esto me obsesiona (¡qué raro que esta obsesión se revelara ya hace tanto tiempo, en aquellas inútiles listas de palabras opuestas, sin saber siquiera a dónde llegaría!), al admitir que palabras como bueno/malo o fuerte/débil no tienen sentido, acepto la amoralidad y lo hago en el instante mismo en que me pongo a escribir «una historia», «una novela»; porque, sencillamente, nada me importa. Lo único que me importa es describir a Willi y a Maryrose, de modo que el lector pueda sentirlos como reales. Después de veinte años de vida dentro y en torno a la izquierda, es decir, después de veinte años de preocuparme por la cuestión de la moralidad en el arte, esto es todo lo que me queda. ¿Así que lo que estoy diciendo es, de hecho, que la personalidad humana, esa llama única, es tan sagrada para mí que todo lo demás carece de importancia? ¿Esto es lo que estoy diciendo? Y si es así, ¿qué significa?

Pero volvamos a Willi. Él era el centro emocional de nuestro subgrupo, y antes de la división había sido el centro del gran grupo; el otro hombre fuerte, parecido a Willi, ahora estaba al frente del otro subgrupo. Willi era el centro debido a su absoluta certeza de que tenía razón. Muy ducho en dialéctica, era capaz de desarrollar una gran sutileza e inteligencia para diagnosticar un problema social, y también de mostrarse estúpidamente dogmático acto seguido. En el curso del tiempo se volvió más y más duro de mollera. Sin embargo, lo curioso fue que la gente siguió girando en tomo de Willi —gente de mucha más sutileza que él— hasta cuando se daba cuenta de que estaba diciendo tonterías. Incluso cuando llegamos al extremo de reírnos en sus barbas ante alguna de sus muestras monstruosas de tozudez lógica, continuamos dando vueltas a su alrededor y dependiendo de él. Resulta aterrador que una cosa así pueda ser verdad.

Por ejemplo, al principio, cuando él empezó a imponerse y nosotros a aceptarle, nos dijo que había sido miembro de la organización clandestina que militaba contra Hitler. Hubo incluso una historia fantástica sobre que había matado a tres hombres de las SS y los había enterrado secretamente, escapando luego a la frontera y, de allí, hacia Inglaterra. Nos lo creímos, claro. ¿Por qué no? Pero lo bueno fue que después vino de Johannesburgo Sam Kettner, quien le conocía desde hacía tiempo, y nos dijo que Willi, en Alemania, nunca había sido más que liberal, que nunca había pertenecido a ningún grupo antihitleriano y que sólo salió de su país cuando le llegó el turno de ir al Ejército; pues bien, pese a todo, seguimos creyendo a Willi. ¿Era porque le consideramos capaz de haber hecho lo que decía? Creo que sí; porque, en suma, ¿acaso un hombre no vale lo que sus fantasías?

Pero no quiero escribir la historia de Willi, muy corriente en aquella época: era un refugiado de la mundana Europa, estancado durante toda la guerra en un remanso. Lo que quiero describir es su carácter... si puedo, claro. En fin, lo más notable de él era cómo se ponía a calcular todo lo que era probable que le sucediera en los próximos diez años, y luego preparaba sus planes de antemano. No hay nada más difícil de comprender que el que un hombre pueda estar siempre haciendo planes para afrontar todas las eventualidades que acaso le sucedan en cinco años. La palabra usada para ello es oportunismo. No obstante, muy poca gente es de verdad oportunista. Para ello se requiere no sólo claridad mental acerca de uno mismo, lo que es bastante corriente, sino también una energía tenaz y poderosa, lo que es más raro. Por ejemplo, durante los cinco años de la guerra Willi bebió cerveza (una bebida que detestaba) con un hombre de la Brigada criminal (a quien despreciaba) todos los sábados por la mañana, porque había calculado que aquel hombre era probable que llegara a ser oficial responsable en el momento en que Willi pudiera necesitar de sus servicios. Y tenía razón, pues cuando terminó la guerra fue ese hombre el que usó sus influencias para que Willi consiguiera la naturalización mucho antes que los otros refugiados. En consecuencia, Willi estuvo libre para salir de la colonia un par de años antes que los demás. Debido a otros factores, decidió no vivir en Inglaterra y regresar, en cambio, a Berlín; pero si hubiera escogido Inglaterra, habría necesitado la nacionalidad británica. Todo lo que emprendía presentaba ese carácter de plan cuidadosamente calculado. No obstante, era tan descarado que nadie le creía capaz de ello. Pensábamos, por ejemplo, que realmente le gustaba como persona aquel hombre de la Brigada criminal, pero que se avergonzaba de admitir que le gustara un «enemigo de clase». Y cuando Willi decía: «Pero me será útil», nos reíamos afectuosamente, como si fuera una debilidad que le hacía más humano.

Porque, claro, le creíamos inhumano. Hacía el papel de comisario; era el líder intelectual y comunista. A pesar de ello, era la persona más burguesa que he conocido. Con esto quiero decir que sus instintos estaban a favor del orden, de la corrección y la conservación de lo existente. Recuerdo que Jimmy se reía de él y decía que si encabezara una revolución con éxito el miércoles, el jueves ya habría creado un Ministerio de Moralidad convencional. A lo que Willi contestaba que él era comunista y no anarquista.

No sentía ninguna simpatía por los emocionalmente débiles o por los inadaptados. Despreciaba a la gente que dejaba que sus vidas fueran perturbadas por emociones personales. Lo cual no significaba que no fuera capaz de pasarse noches enteras dando buenos consejos a alguien que tuviera dificultades; pero sus consejos tendían a dejar a quien los recibía con el sentimiento de que no estaba a la altura, de que no valía mucho.

Willi había tenido la educación más convencionalmente burguesa que pueda imaginarse. La recibió en Berlín, durante los últimos años veinte y en los treinta. En un medio que él calificaba de decadente, pero del que había sido parte bien integrada, conoció un poco de homosexualidad convencional a los trece años, fue seducido por la criada a los catorce, se apasionó por las fiestas, los coches y las cantantes de cabaret, tuvo un intento sentimental de reformar a una prostituta —que después le hacía sentirse sentimentalmente cínico—, despreció aristocráticamente a Hitler, y dispuso siempre de mucho dinero.

Siempre, incluso en aquella Colonia y cuando ganaba unas pocas libras a la semana, iba atildado; muy elegante, con un traje de diez chelines hecho por un sastre indio. Era de estatura mediana, delgado, y un poco cargado de espaldas. Llevaba como un casquete de pelo negro, brillante y muy liso, que le retrocedía rápidamente. Tenía una frente pálida y ancha, ojos verdes muy fríos, por lo general invisibles detrás de unas gafas enfocadas hacia algún punto con insistencia, y una nariz prominente y autoritaria. Escuchaba con paciencia cuando la gente le hablaba. Sus lentes relucían, pero luego se los quitaba y dejaba al descubierto sus ojos, que al principio eran débiles y parpadeaban tratando de ajustarse, aunque súbitamente se agudizaban para adoptar una expresión crítica; entonces empezaba a hablar, con una simplicidad y una arrogancia que cortaban la respiración de sus interlocutores. Éste era Wilhelm Rodde, el revolucionario profesional que más tarde (después de no haber conseguido el puesto bien retribuido en una empresa londinense con que había contado) se fue a la Alemania del Este (observando, con su usual franqueza brutal: «He oído que allí se vive muy bien, con coches y chóferes») y se convirtió en un funcionario con mucho poder. Y estoy segura de que es un funcionario de extraordinaria eficacia; estoy segura de que es humano, cuando ello resulta posible. Pero me acuerdo de él en Mashopi; me acuerdo de todos nosotros en Mashopi, pues ahora todos aquellos años de noches de conversación y de actividad, cuando nos agitábamos por la política, me parecen mucho menos reveladores que lo que hacíamos en Mashopi. Aunque, como ya he dicho, esto era debido sólo a que políticamente estábamos sumidos en un vacío, sin ninguna oportunidad de manifestarnos dentro de una situación de responsabilidad política.

Los tres hombres del campamento estaban unidos sólo por el uniforme, a pesar de que habían sido amigos en Oxford. Reconocían que el fin de la guerra sería el fin de su intimidad. A veces, incluso, revelaban la falta de aprecio mutuo en aquel tono de voz ligero, duro y burlón que nos era común durante aquella época en concreto; nos era común a todos, es decir, excepto a Willi, cuya manera de hacer concesiones al tono o al estilo de aquella época era dejar libres a los demás: así participaba él en la anarquía. En Oxford, los tres habían sido homosexuales. Al escribir la palabra y verla sobre el papel me doy cuenta de su poder inquietante. Cuando los recuerdo a los tres, con sus respectivos caracteres, ello no me produce ningún sobresalto ni la menor inquietud. En cambio, frente a la palabra
homosexual
, escrita...; en fin, tengo que vencer cierta repugnancia y desasosiego. Extraño, ¿no? Pero quiero restarle trascendencia a la palabra contando que dieciocho meses más tarde ya hacían bromas acerca de «su fase de homosexualidad», y se burlaban de ellos mismos por haber hecho algo únicamente en razón de que era de buen tono hacerlo. Habían pertenecido a un grupo bastante suelto, de unos veinte, vagamente de izquierdas, relacionados entre sí en toda clase de combinación de sexos. Y de nuevo, dicho así, vuelve a ser demasiado exagerado. Era la primera fase de la guerra, y estaban a la espera de que los movilizaran. Mirándolo retrospectivamente, parece claro que estaban creando, deliberadamente, un ambiente de irresponsabilidad; como una especie de protesta social, de la que el sexo formaba parte.

De los tres, el que llamaba más la atención, aunque sólo por su encanto, era Paul Blackenhurst. Era el joven que yo utilicé en
Las fronteras de la guerra
para el tipo del «joven y gallardo piloto», lleno de entusiasmo e idealismo. La verdad es que estaba desprovisto de todo entusiasmo; pero daba la impresión de lo contrario, por su viva percepción de cualquier anomalía social o moral. Su frialdad real estaba disimulada por el encanto y cierta gracia con que lo hacía todo. Era un joven alto, bien formado físicamente y sólido, aunque de movimientos listos y ágiles. Tenía la cara redonda, los ojos muy redondos y muy azulados, y la piel de un blanco extraordinario, nítida, a pesar de unas tenues pecas sobre el lomo de la nariz que era, a su vez, encantadora. Constantemente le caía sobre la frente una greña de pelo suave y espeso. A la luz del sol era de un color declaradamente dorado y claro, mientras que en la sombra cobraba un tinte castaño, dorado y cálido. Las cejas, muy claras, tenían también ese mismo lustre, brillante y suave. Miraba a sus interlocutores despidiendo a través de sus ojos un rayo de un azul brillante, de intensa seriedad, y con una expresión interrogadora y cortés que llegaba a ser auténticamente respetuosa; incluso se inclinaba un poco adelante, para expresar su ávido interés. La voz, al principio de estar con él, era un murmullo bajo, agradable y respetuoso. Muy pocos eran los que lograban sucumbir ante un joven tan agradable y tan imbuido (aunque, naturalmente, a pesar suyo) del dramatismo de aquel uniforme. La mayoría de la gente necesitaba mucho tiempo para darse cuenta de que se estaba burlando de ella. He visto a mujeres, e incluso a hombres, que al percibir el sentido de alguna de sus crueles afirmaciones, dichas con aquella calma y lentitud, palidecían literalmente de asombro y le clavaban los ojos sin poder creer que la expresión tan candorosa de su rostro pudiera ir con aquella grosería tan deliberada. Era, en realidad, muy parecido a Willi, aunque sólo en la cualidad de su arrogancia, la arrogancia de una persona de una clase social privilegiada. Era inglés, de clase media alta y muy inteligente. Sus padres pertenecían a la pequeña aristocracia; su padre era Sir algo. Poseía esa seguridad física y psicológica que proviene de haberse criado en una familia acomodada y convencional, sin preocupaciones de dinero. La «familia», de la que naturalmente hablaba mofándose, estaba esparcida por las capas superiores de la sociedad inglesa. Decía, con cachaza:

—Hace diez años hubiera dicho que Inglaterra me pertenecía. ¡Claro que sí! Pero la guerra va a poner fin a todo esto, ¿verdad?

Y su sonrisa significaba que no se lo creía en absoluto, y que esperaba que fuéramos demasiado inteligentes para creérnoslo. Lo tenía todo arreglado para, cuando acabase la guerra, ir a trabajar a la City. Hablaba de ello también en tono de burla.

—Si hago un buen casamiento —decía, dejando apuntar una expresión divertida sólo en los extremos de su hermosa boca—, me convertiré en un capitán de la industria. Tengo inteligencia, educación y una familia adecuada... Lo único que me falta es dinero. Si no hago un buen casamiento, seré teniente... Es mucho más divertido estar bajo las órdenes de otros, y de mucha menos responsabilidad.

Pero todos sabíamos que llegaría a coronel, por lo menos. Lo extraordinario era que este tipo de cosas se decían en la época de mayor confianza del grupo «comunista». Una cara para las reuniones del comité; otra para las del café. Y esto no era tan frívolo como parece; porque si Paul se hubiera encontrado en un movimiento político capaz de aprovechar sus aptitudes, hubiera permanecido trabajando en él; exactamente igual como Willi, quien al no lograr su cargo de apuesto especialista en asuntos de negocios (para lo cual estaba dotado), se convirtió en un administrador comunista. No; mirándolo con la perspectiva del tiempo transcurrido, me doy cuenta de que las anomalías y los cinismos de aquel tiempo eran sólo el reflejo de lo posible.

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