Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—¿Tú crees, Ted, que siendo amable con los criados vas a hacer algo por la causa del socialismo? —había preguntado Willi.
—Sí.
—Entonces no puedo hacer nada por ti —había concluido Willi, encogiéndose de hombros para indicar que era un caso perdido.
Jimmy pidió más bebida. Ya estaba borracho; se emborrachaba con mayor rapidez que nadie. Pronto apareció el señor Boothby y nos dijo que, como viajeros, teníamos derecho a beber, con lo cual aclaraba, también, la razón por la que nos había dado de comer tan tarde. Pero en lugar de pedir bebidas fuertes como él quería, encargamos vino, y nos trajo una botella de blanco del Cabo, muy fría; era un vino muy bueno. No queríamos beber un coñac del Cabo sin refinar que el señor Boothby nos había traído, pero lo bebimos; y después, más vino... Hasta que Willi anunció que íbamos a volver el próximo fin de semana y que a ver si el señor Boothby nos podía reservar habitaciones. El señor Boothby dijo que no habría ningún problema, y nos presentó una cuenta para la que difícilmente logramos reunir la suma de dinero necesaria.
Willi no nos había preguntado si estábamos libres aquel fin de semana para pasarlo en Mashopi, pero nos pareció una buena idea. Regresamos a la luz de la luna. Hacía ya mucho fresco, una neblina fría y blanca cubría los valles, era muy tarde y todos habíamos bebido bastante. Jimmy estaba inconsciente. Cuando llegamos a la ciudad era demasiado tarde para que los tres pudieran volver al campamento; así que ocuparon mi cuarto en el Gainsborough, y yo me fui al de Willi. En tales ocasiones acostumbraban a levantarse de madrugada, a eso de las cuatro, y andaban hasta las afueras de la ciudad en espera de que alguien se ofreciera para llevarles al campamento, donde tenían que empezar a volar a las seis, tan pronto como salía el sol.
Y así el fin de semana siguiente nos fuimos a Mashopi. Willi y yo, Maryrose, Ted, Paul y Jimmy. Salimos el viernes por la noche, tarde, pues habíamos tenido una discusión sobre la «línea» del Partido. Como siempre, acerca de cómo atraer a las masas de africanos a la acción política. La discusión fue mordaz a causa de la división oficial, lo que no nos impidió considerarnos aquella noche como una unidad.
Éramos unos veinte, y la cuestión estribaba en que, pese a estar todos de acuerdo en que la «línea» presente era «correcta», estábamos también de acuerdo en que así no conseguíamos nada.
Al meternos en el coche con las maletas o sacos, permanecimos silenciosos. Guardamos silencio durante todo el trayecto hasta las afueras. Luego se reanudó la discusión acerca de «la línea» entre Paul y Willi. No dijeron nada que no hubiera sido discutido con detalle en la reunión; sin embargo, escuchamos todos con la esperanza, supongo, de que surgiera una idea nueva que nos sacara del enredo en que nos encontrábamos. La «línea» era simple y admirable: en una sociedad dominada por las diferencias raciales, el deber de los socialistas era, obviamente, luchar contra el racismo. Por lo tanto, «la marcha adelante» debía realizarse por medio de una combinación de vanguardias progresistas de blancos y negros. ¿Quiénes estaban destinados a ser la vanguardia blanca? Naturalmente, los sindicatos. ¿Y quién la vanguardia negra? Los sindicatos negros, claro. De momento, no había sindicatos negros porque estaban fuera de la ley, y las masas negras no estaban desarrolladas suficientemente para la acción ilegal. En cuanto a los sindicatos blancos, celosos de sus privilegios, eran más hostiles a los africanos que cualquier otro grupo de la población blanca. Así que aquel esquema nuestro de lo que debiera ocurrir, de lo que de hecho tenía que ocurrir, ya que según el primer principio el proletariado era quien abriría el camino hacia la libertad, no estaba de ningún modo reflejado en la realidad. Sin embargo, el primer principio era demasiado sagrado para ponerlo en duda. El nacionalismo negro estaba considerado entre nosotros (y en el Partido comunista sudafricano) como una desviación reaccionaria que había que combatir. El primer principio, basado como estaba en la más fundamental idea humanista, nos llenaba de sentimientos éticos muy reconfortantes.
Veo que ya vuelvo a caer en el tono degradante y cínico. No obstante, ¡cuánto consuela ese tono! Es como un emplasto sobre una herida, pues no hay duda de que se trata de una herida... Miles de personas, al igual que yo misma, no pueden recordar el tiempo que dedicaron al «Partido», bien como miembros o como colaboradores, sin una angustia terrible y helada. Sin embargo, este dolor es tan peligroso como el de la nostalgia: es su primo hermano e igualmente dañino. Continuaré escribiendo sobre ello cuando lo pueda hacer con naturalidad, sin este tono.
Recuerdo que Maryrose puso punto final a la discusión observando:
—¡Pero si no estáis diciendo nada que no hayáis ya dicho antes!
Esto fue definitivo. Lo hacía a menudo, tenía la capacidad de hacernos callar a todos. Sin embargo, los hombres la trataban como a una chiquilla, les parecía que no poseía grandes cualidades para la teoría política, y ello porque no podía o no quería usar la jerga. Pero comprendía con rapidez lo que era importante, y lo traducía en términos simples. Hay un tipo de mentalidad, como la de Willi, que sólo puede aceptar ideas si están expresadas en el mismo lenguaje que usaría él.
En aquella ocasión dijo:
—Debe de haber algún error, porque de lo contrario no tendríamos que pasarnos horas y horas discutiéndolo de esta manera.
Habló con seguridad y nadie rechistó. Pero Maryrose, notando cómo los demás se cargaban de paciencia, lo que la hizo sentirse incómoda, dijo, suplicante:
—No me expreso bien, pero ya sabéis lo que quiero decir...
Debido a aquel tono de súplica, los hombres recobraron su buen humor y Willi dijo, con benevolencia:
—Claro que te expresas bien. Una persona tan guapa como tú, ¿cómo puede expresarse mal?
Estaba sentada junto a mí, y giró la cabeza en la oscuridad del interior del coche para dirigirme una sonrisa. Intercambiábamos aquella sonrisa muy a menudo.
—Voy a dormir —dijo, colocando la cabeza sobre mi hombro y acurrucándose como un gatito.
Nos sentíamos todos muy cansados. No creo que quienes nunca hayan participado en un movimiento de izquierdas puedan imaginar cuánto trabajan los socialistas dedicados a la causa, día tras día, año tras año. Al fin y al cabo, todos nos ganábamos la vida, y los hombres que estaban en campamentos, por lo menos los que hacían instrucción, estaban sometidos a una constante tensión nerviosa. Cada noche organizábamos reuniones, discusiones de grupo, debates. Todos leíamos mucho. Lo más corriente era que estuviéramos despiertos hasta las cuatro o las cinco de la madrugada. Además de todo esto, nos dedicábamos a la cura de almas. Ted tomaba muy en serio esta actitud, común a todos, según la cual éramos responsables de cualquier persona que tuviera cualquier clase de problema. Y parte de nuestro deber era explicar a cualquiera, con una chispa de vitalidad, que la vida era una aventura estupenda. Ahora, viéndolo en retrospectiva, imagino todo aquel trabajo atroz y pienso que lo único que conseguimos fue una especie de proselitismo personal.
Dudo que cualquiera de las personas que tomamos a nuestro cuidado vaya a olvidar la mera exuberancia de nuestra fe en lo estupenda que era la vida; sí, porque no teníamos fe en la vida por temperamento, sino por principio. Me viene a la memoria toda suerte de incidentes; por ejemplo, Willi, después de unos días de preguntarse qué debía hacer con una mujer desgraciada porque el marido le era infiel, decidió regalarle un ejemplar de
La rama dorada
, pues «cuando uno se siente personalmente desgraciado, el procedimiento adecuado es tomar una perspectiva histórica de la cuestión». La mujer le devolvió el libro, disculpándose, diciendo que era superior a su capacidad mental y que, en todo caso, había decidido separarse de su marido porque le ocasionaba demasiados problemas. Sin embargo, cuando se hubo marchado de la ciudad, escribió regularmente a Willi unas cartas corteses, conmovedoras y agradecidas. Recuerdo estas palabras terribles: «Nunca olvidaré su amabilidad de interesarse por mí.» (En aquella época, sin embargo, no me llamaron la atención.) Todos habíamos estado viviendo a este nivel de intensidad durante más de dos años... No descarto la idea de que, posiblemente, estuviéramos un poco enajenados de puro agotamiento.
Ted empezó a cantar, para mantenerse despierto; y Paul, con una voz completamente distinta de la que había usado en la discusión con Willi, comenzó a fantasear sobre lo que ocurriría en una colonia ficticia de blancos cuando los africanos se rebelaran. (Era casi diez años antes de Kenya y el Mau Mau.) Paul describió cómo «dos hombres y medio» (Willi protestó por la cita de Dostoievski, a quien consideraba un escritor reaccionario) trabajaron durante veinte años para hacer tomar conciencia a los indígenas de su posición de vanguardia. De súbito, un demagogo apenas instruido, que había pasado seis meses en la Escuela de Economía de Londres, creó un movimiento de masas basado en el lema «fuera los blancos». Los dos hombres y medio, políticos responsables, quedaron consternados ante aquello; pero era demasiado tarde: el demagogo los acusó de estar al servicio de los blancos. Los blancos, por su parte, en un momento de pánico metieron al demagogo y a los dos hombres y medio en la cárcel, bajo una acusación falsa. Al encontrarse sin jefe, la población negra se internó en el bosque y los
kopjes
, donde se constituyó una guerrilla. «A medida que los regimientos negros iban siendo derrotados por los regimientos blancos, unos cuantos muchachos de mentalidad pura y con una buena educación como nosotros, traídos de la lejana Inglaterra para mantener el orden público, iban sucumbiendo a la magia negra y a los brujos. Su comportamiento, malvado y nada cristiano, apartó muy justamente a toda la gente honesta de la causa negra, y los puros y simpáticos muchachos como nosotros, presos de un frenesí moralista, les apalearon, les torturaron y los colgaron. Por fin se restableció el orden público. Los blancos dejaron libres a los dos hombres y medio, pero ahorcaron al demagogo. Se anunció un mínimo de derechos democráticos para la plebe negra, pero los dos hombres y medio, etc. etc. etc.» Ninguno de nosotros hizo el menor comentario a este vuelo de la fantasía. Iba mucho más allá de nuestros pronósticos. Además, estábamos consternados por su tono. (Claro que ahora lo identifico cómo idealismo frustrado... Ahora, al escribir la palabra en relación con Paul, me sorprende. Por primera vez he creído ser capaz de ello.)
—Cabe otra posibilidad —prosiguió Paul—. Supongamos que los ejércitos negros ganaran. Sólo se puede hacer una cosa, si el jefe nacionalista es inteligente: reforzar el sentimiento nacionalista y desarrollar la industria. ¿Se nos ha ocurrido, camaradas, que nuestro deber en tanto que progresistas será apoyar a los Estados nacionalistas, cuya tarea va a desarrollar la moral capitalista clasista que tanto odiamos? ¿Eh? ¿Se os ha ocurrido? Porque yo sí lo veo; lo veo en mi bola de cristal..., y vamos a tener que apoyarlo. ¡Ah, sí! Sí, porque no hay otra alternativa.
—Tú necesitas un trago —observó Willi al llegar a aquel punto.
Pero era bastante tarde, y todos los bares de los hoteles próximos a la Página carretera estaban cerrados. Paul se puso a dormir, al igual que antes hicieran Maryrose y Jimmy. Ted se mantenía despierto, sentado en el asiento de delante junto a Willi, silbando un aria de las suyas. Me parece que no había prestado ninguna atención al relato de Paul. Silbaba o cantaba en señal de desaprobación.
Mucho después, recuerdo haber pensado que, durante todos estos años de discusiones y análisis sin fin, sólo una vez nos acercamos un poco a la verdad (aunque no demasiado), y ello en una ocasión en que Paul, enojado, habló sarcásticamente.
Cuando llegamos al hotel ya era oscuro. Un criado medio dormido nos esperaba en la terraza para llevarnos a las habitaciones. El edificio donde estaban las habitaciones se encontraba a unos doscientos metros de distancia del pabellón, donde estaban el comedor y el bar, sobre un promontorio, en la parte de atrás. Tenía veinte habitaciones, todas bajo un mismo techo, adosadas por la parte interior y con terrazas a los dos lados; en total, diez cuartos en cada terraza. Eran frescos y agradables, a pesar de que no se podía establecer una corriente de aire al través; tenían ventiladores eléctricos y grandes ventanas. Se nos habían destinado cuatro cuartos. Jimmy ocupó uno con Ted, yo otro con Willi, y Maryrose y Paul tuvieron el suyo individual; esta combinación no variaría en lo sucesivo, o, mejor dicho, como los Boothby nunca dijeron nada, Willi y yo compartimos siempre una habitación en el hotel Mashopi. Ninguno de los nuestros se despertó hasta mucho después de la hora del desayuno. El bar estaba abierto y tomamos algo, casi todo el rato en silencio. Luego almorzamos, también en silencio, observando de vez en cuando qué raro era que nos sintiéramos tan cansados. Los almuerzos en el hotel eran siempre de excelente calidad: grandes cantidades de diversas carnes frías, y toda clase de ensaladas y fruta. Nos fuimos todos a dormir otra vez. El sol ya empezaba a ponerse cuando Willi. y yo nos despertamos y fuimos a llamar a los otros. Media hora después de la cena volvíamos a estar en la cama. Y al día siguiente, domingo, ocurrió prácticamente lo mismo. Este primer fin de semana fue, en verdad, el más agradable de los que pasamos allí. Estábamos todos sumergidos en la calma producida por una gran fatiga. Casi no bebimos, y el señor Boothby tuvo una decepción con nosotros. Willi se mostró especialmente silencioso. Me parece que fue aquel fin de semana cuando decidió retirarse o, al menos, apartarse bastante de la política para dedicarse al estudio. En cuanto a Paul, estuvo auténticamente sencillo y agradable con todo el mundo, en especial con la señora Boothby, a quien había caído en gracia.
El domingo por la noche volvimos a la ciudad muy tarde, porque no queríamos irnos del hotel Mashopi. Antes de marcharnos estuvimos bebiendo cerveza en la terraza, con el hotel a oscuras detrás. La luz de la luna era tan fuerte que podíamos ver cada grano de arena brillar por sí solo en los trechos de la carretera donde los carros de bueyes los habían desparramado. Las hojas puntiagudas de los eucaliptos, que colgaban hacia el suelo inclinadas por su peso, relucían como espadas diminutas.
Recuerdo que Ted dijo:
—Fijaos cómo estamos, sin decir una palabra. Mashopi es un lugar peligroso. Vamos a venir aquí todos los fines de semana, para aletargarnos con toda esta cerveza, la luz de la luna y la buena comida. Me pregunto a dónde iremos a parar.