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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (20 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Su sonrisa estaba llena de un dolor repentino, y entonces me di cuenta de que la mía también. Luego pareció inquieta por haberse traicionado, y rápidamente desviamos los ojos, apartándolos de aquel instante tan franco y vulnerable. Me parece que ninguna de las dos hubiera querido analizar el dolor que habíamos sentido. George se sentó delante de nosotras, con un vaso repleto de vino en la mano, y dijo:

—Borrachines y camaradas: cesad de repantigaros; ha llegado el momento de contarme las nuevas.

Nos agitamos, cobramos ánimo, olvidamos nuestro cansancio. Escuchamos a Willi informar a George sobre la situación política en la ciudad. George era un hombre muy serio. Sentía un profundo respeto por Willi, por el cerebro de Willi. Estaba convencido de que él era estúpido. Estaba convencido, y seguramente lo había estado durante toda su vida, de su insuficiencia en todo y, también, de su fealdad.

Lo cierto es que era bastante bien parecido o, por lo menos, las mujeres se sentían atraídas por él, aunque no se dieran cuenta. La señora Lattimer, por ejemplo, aquella bonita pelirroja, no paraba de exclamar cuan repulsivo era, pero no le quitaba los ojos de encima. Era bastante alto, aunque no lo parecía debido a sus anchos hombros, que echaba hacia delante. El cuerpo se le estrechaba bruscamente desde los hombros hasta las caderas. Adoptaba una pose taurina, y todos sus movimientos expresaban la tenacidad y la brusquedad características de quien está controlado y reprimidamente irritado porque no puede ejercer su autoridad y lo lamenta. Ello se debía a que la vida con su familia resultaba difícil. En su casa era, y tuvo que serlo durante muchos años, paciente, sacrificado y disciplinado. Por temperamento, yo diría que no poseía ninguna de estas cualidades. Tal vez radicase ahí su necesidad de rebajarse, su falta de fe en sí mismo. Era un hombre que hubiera podido ser mucho más grande que el espacio que la vida le había otorgado. Él lo sabía, creo yo, y quizá debido a que se sentía secretamente culpable de su frustración en el ámbito familiar, aquella autodenigración era un modo de castigarse. No lo sé... Tal vez se castigaba a causa de su constante infidelidad a su esposa. Una tiene que ser mucho mayor de lo que yo era entonces para comprender la relación entre George y su esposa. Él sentía una gran compasión y lealtad hacia ella: la compasión de una víctima por otra.

De cuantas personas he conocido, George era de las que con más facilidad se hacía querer. Tenía ese carácter espontáneo que resulta irresistiblemente cómico. Yo le he visto hacer reír a una habitación llena de gente, desde la hora del cierre del bar hasta la madrugada, sin parar. Nos obligaba a revolearnos por las camas y el suelo, sin podernos mover de risa. Sin embargo, al otro día, cuando recordábamos los chistes, no parecía que tuvieran nada particularmente divertido. Si la noche antes nos habíamos muerto de risa, ello se había debido en parte a su cara, que era hermosa, pero de una belleza académica, insulsa de tan regular, de modo que uno esperaba que hablara según las formas convencionales; pero me parece que se debía, sobre todo, a que tenía el labio superior muy largo y estrecho, lo que le daba una expresión acartonada y casi estúpida a la cara. Entonces empezaba a soltar un chorro de observaciones tristes, irresistibles, con las que se rebajaba a sí mismo, y observaba cómo nos retorcíamos de risa; pero nos observaba con auténtico asombro, como si estuviera pensando:

—Bueno, pues si soy capaz de hacer reír a gente como ésta, tan inteligente, no debo de ser tan inútil como creía.

Tenía unos cuarenta años. Es decir, doce más que el mayor de nosotros, Willi. Nunca hubiéramos pensado en ello, pero él no podía olvidarlo. Era un hombre incapaz de no sentir el paso de los años como si fueran perlas que, una tras otra, se le escurrieran por entre los dedos para caer al mar. Ello se debía a su pasión por las mujeres. Su otra obsesión era la política. Una de las cosas que más le marcaron era que provenía de una familia arraigada en plena tradición del viejo socialismo británico, el socialismo decimonónico, racionalista, práctico y, sobre todo, religiosamente antirreligioso. Una educación nada adecuada, en definitiva, para llevarse bien con la gente de la Colonia. Era un hombre aislado y solitario, que vivía en una ciudad pequeña, atrasada y apartada de todo. Nosotros, aquel grupo de gente mucho más joven que él, fuimos los primeros amigos que tuvo desde hacía años. Todos nosotros le queríamos. No obstante, estoy segura de que nunca se le ocurrió creerlo o, al menos, de que se prohibía creerlo. Era demasiado humilde, particularmente con relación a Willi. Recuerdo que una vez, exasperada por la manera en que mostraba su total reverencia hacia Willi, mientras éste pontificaba sobre alguna cuestión, yo le dije:

—Por Dios, George, eres una persona tan estupenda que no puedo soportar verte lamer las botas de un hombre como Willi.

—Es que si tuviera la inteligencia de Willi —replicó, sin ocurrírsele preguntar cómo podía yo decir una cosa así acerca del hombre con quien, al fin y al cabo, vivía, lo cual era típico de él—, si yo tuviera su inteligencia sería el hombre más feliz del mundo. —Y entonces el labio superior se le estrechó en un gesto de burla de sí mismo, para añadir—: ¿Qué dices, una persona
estupenda?
¡Si soy un canalla, y tú lo sabes! Te cuento las cosas que hago y luego dices que soy estupendo. —Se refería a lo que nos había contado a Willi y a mí, y a nadie más, sobre las relaciones que tenía con mujeres.

Desde entonces he reflexionado acerca de ello a menudo. Me refiero a la palabra «estupendo». Tal vez quiero decir «bueno». Claro es que nada significa, cuando te pones a pensar en ello. Un hombre bueno, decimos; una mujer buena; un hombre estupendo, una mujer estupenda... Pero estos términos los usamos sólo en una conversación, no en una novela. Debiera poner atención y no emplearlos.

No obstante, de aquel grupo yo diría sencillamente, sin analizarlo más, que George era una persona buena y Willi no. Que Maryrose, Jimmy, Ted y Johnnie, el pianista, eran gente buena, y que Paul y Stanley Lett no. Lo que es más, me juego lo que sea a que diez personas escogidas casualmente por la calle para presentárselos, o invitadas a agregarse a la reunión de aquella noche bajo los euca-liptos, estarían en seguida de acuerdo con esta clasificación, y que si les dijera la palabra
bueno
, sin más, sabrían lo que quería decir.

Al pensar en ello, me doy cuenta de que llego, por la puerta de atrás, a otra cosa que me obsesiona. Me refiero, claro está, a la cuestión de la «personalidad». Es sabido que ni por un instante se nos ha permitido olvidar que ya no existe la «personalidad». Éste es el tema de la mitad de las novelas que se han escrito, el tema de los sociólogos y de todos los demás «ólogos». Se nos ha dicho tantas veces que la personalidad humana ha sido pulverizada bajo el peso de toda nuestra ciencia, que hemos acabado creyéndolo. Sin embargo, al recordar aquel grupo de debajo de los árboles, y al recrearlo en el recuerdo, me doy cuenta súbitamente de que es absurdo. Supongamos que vuelvo a encontrarme con Maryrose, al cabo de tantos años; seguro que haría un gesto o pondría los ojos de alguna manera que volvería a ser la Maryrose aquella, indestructible. O supongamos que se trastornara o se volviera loca: sus rasgos peculiares se trastornarían en cuanto que se desfasarían y perderían su conexión, pero quedaría aquel gesto, aquel volver los ojos. Y es así como toda esta teoría, todo este dogmatismo antihumanista acerca de la desaparición de la personalidad, pierde sentido para mí a partir del momento en que genero la suficiente energía emocional como para recrear en el recuerdo a un ser humano que he conocido. Me siento en esta silla, me pongo a recordar el olor del polvo y la luz de la luna, y veo a Ted pasándole un vaso de vino a George, y la reacción excesivamente agradecida de éste ante el gesto de Ted, y a Maryrose que, como en una película proyectada a velocidad lenta, gira la cabeza con su sonrisa terriblemente paciente...

He escrito la palabra película, y es que se trata de eso. Sí, los momentos que recuerdo tienen todos la seguridad absoluta de una sonrisa, de una mirada, de un gesto plasmado en un cuadro o en una película. ¿Significa, pues, que la certeza a que yo me aferro pertenece a las artes plásticas y no a la novela, esa novela que ha sido declarada víctima de la desintegración y del hundimiento general? ¿Cómo puede un novelista depender del recuerdo de una sonrisa o de una mirada, cuando conoce muy bien todo lo que hay detrás de ellas? No obstante, si yo no hiciera esto sería incapaz de poner una palabra sobre el papel; exactamente lo mismo que cuando evitaba volverme loca en esta ciudad nórdica y fría forzándome a recordar el calor del sol sobre mi piel.

Y así vuelvo a escribir que George era una persona buena, y que no podía soportar verle convertirse en un tímido colegial cuando escuchaba a Willi... Aquella noche escuchó con humildad los datos sobre las dificultades de los grupos de izquierdas de la ciudad, y bajó la cabeza con un gesto que significaba que reflexionaría sobre ello en privado y largamente; porque, claro, era demasiado estúpido para sacar una conclusión sobre lo que fuera sin dedicarle muchas horas de meditación, aunque nosotros fuéramos tan inteligentes que no necesitáramos ni un minuto.

A nosotros nos pareció que Willi había sido muy superficial en su análisis; había hablado como si hubiera estado en un comité, sin comunicar nada en absoluto acerca de nuestras nuevas inquietudes, del nuevo tono de escepticismo y sarcasmo.

Y Paul, sin contar con Willi, decidió hacerle saber a George la verdad a su manera. Empezó un diálogo con Ted. Recuerdo que yo observé a Ted, preguntándome si aceptaría aquel reto frívolo y caprichoso. Ted dudó, tuvo un gesto de incomodidad, pero acabó por tomar parte. Y precisamente porque no era su estilo, e iba contra sus más profundas convicciones, sus palabras cobraron una cualidad excesiva y violenta, que nos sobresaltó más que lo que decía Paul.

Paul había empezado describiendo una reunión del comité con los «dos hombres y medio» para decidir el destino del continente africano «sin, naturalmente», mencionar para nada a los propios africanos. (Esto era una clara traición: ¡admitir en presencia de extraños como Stanley Lett y Johnnie, el pianista, que teníamos dudas acerca de nuestras convicciones! George miró con incertidum-bre a la pareja, decidió que debía haberse agregado a nuestro grupo, pues de lo contrario era inconcebible tanta irresponsabilidad, y sonrió complacido de que contáramos con dos nuevos miembros.) Y entonces Paul describió cómo los dos hombres y medio, encontrándose en Mashopi, emprendían la tarea de «encarrilar a Mashopi según la línea correcta de acción».

—Yo diría que el hotel sería buen sitio para empezar, ¿no crees, Ted?

—Cerca del bar, Paul, la instalación es moderna.

(Ted no era un gran bebedor, y George le miró arrugando el ceño, pasmado, cuando dijo eso.)

—La dificultad es que no se trata precisamente de un centro de desarrollo del proletariado industrial. Claro que uno podría decir, y de hecho quizá tendríamos que reconocerlo, que lo mismo pasa con el resto del país.

—Exacto, Paul. Sin embargo, por otro lado la región está llena de peones agrícolas muy atrasados y muertos de hambre.

—Los cuales sólo requieren una mano rectora de dicho proletariado, si existiera.

—¡Ah! Pero yo tengo la solución. Hay cinco diablos negros por aquí, trabajando en las vías del ferrocarril, cubiertos de harapos y sumidos en la miseria, que seguro nos servirían, ¿no?

—O sea que lo único que falta es convencerles de la visión correcta de su posición de clase, y conseguiremos levantar a toda la región en un motín revolucionario antes de que podamos decir «comunismo de izquierdas, infantilismo revolucionario».

George miró a Willi con la esperanza de que fuera a protestar. Pero aquella mañana Willi me había dicho que pensaba dedicarse a estudiar, que ya no quería perder más tiempo con «todos estos niños y niñas bien en busca de marido». Sí, con esta pasmosa facilidad se desentendió de las personas que hasta entonces se había tomado lo suficientemente en serio como para trabajar con ellas durante años.

George se sintió realmente mal; había adivinado la desaparición del vigor de nuestras convicciones, y ello significaba corroborar su soledad. En consecuencia, ignoró a Paul y Ted para dirigirse a Johnnie, el pianista, y decirle:

—Son unos trápalas, ¿verdad, amigo?

Johnnie afirmó con la cabeza, pero no a las palabras, pues parece que casi nunca prestaba atención a las palabras; sólo sentía si la gente le mostraba simpatía o no.

—¿Cómo te llamas? Es la primera vez que te veo, ¿verdad?

—Johnnie.

—¿Eres de los Midlands?

—De Manchester.

—¿Los dos sois miembros?

Johnnie sacudió la cabeza. George abrió lentamente la boca; luego se pasó con rapidez la mano por los ojos y se quedó como hundido, en silencio. Mientras tanto, Johnnie y Stanley nos observaban, sentados el uno junto al otro. Bebían cerveza.

Entonces, George, haciendo un intento desesperado para romper la barrera, se incorporó de un salto y alzó una botella de vino.

—No me queda mucho, pero toma —le dijo a Stanley.

—No nos gusta mucho —dijo Stanley—. Preferimos la cerveza.

Y se palpó los bolsillos y la pechera de la chaqueta, por donde asomaban las botellas al través. El gran talento de Stanley consistía en tener siempre «a punto» una provisión de cerveza para Johnnie y para él mismo. Incluso cuando la Colonia se quedaba sin alcohol, lo que ocurría de vez en cuando, Stanley aparecía con cajas de botellas que había almacenado en escondites por toda la ciudad, y que durante la escasez vendía con notorias ganancias.

—Tenéis razón —dijo George—. En cambio, a los pobres coloniales nos destetaron con esta bazofia del Cabo.

A George le encantaba el vino, pero ni esta muestra de amistad logró ablandar a la pareja.

—¿No creéis que éstos se merecen una buena zurra en el culo? —preguntó George, señalando a Ted y a Paul. (Paul sonrió; Ted pareció avergonzado.)

—A mí todas estas historias no me interesan —concluyó Stanley.

De momento, George creyó que seguía refiriéndose al vino; pero al darse cuenta de que hacía mención de la política, miró intencionadamente a Willi, buscando ayuda. Pero Willi había hundido la cabeza en los hombros y tarareaba una canción. Me constaba que sentía nostalgia. Willi no tenía oído ni era capaz de cantar, pero cuando se acordaba de Berlín se ponía a tararear, muy mal, un millón de veces, una de las melodías de
La ópera de cuatro cuartos
, de Brecht.

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